Por Luis Guillermo Hernández/ @luisghernan

A Doña Lupita Hernández, allá donde esté…

Todo ocurre justo después de que comienza a hablar en su idioma ese hombre indígena, piocha larga y rala, mejillas redondas, manos regordetas, sombrero de palma, huaraches, pantalones negros y camiseta blanca con la firma Materiales para Construcción Martínez a la espalda.

Todo ocurre justo después de que se postra, con su crucifijo de madera pintada de blanco, su corona de flores amarillas y su ramillete de palmas verdes, ante el Presidente Andrés Manuel López Obrador, ante la señora Beatriz Gutiérrez Müller y ante más de ciento cincuenta mil personas que colman el Zócalo de la ciudad de México, esa tarde de primero de diciembre y cielo azul que inusualmente presume volcanes imponentes, nítidos, presentes.

Todo ocurre, y cuando digo todo es todo, cuando el hombre comienza a gimotear, completamente dominado por la emoción de ese momento o por el peso de las injurias recibidas por los pueblos originarios a lo largo de tantos siglos:

López Obrador, quien lo mira serio, conmovido en verdad, se aleja de su esposa, próxima desde que comenzó el ritual de purificación, flexiona su pierna derecha, sostiene su muslo izquierdo con la mano y se arrodilla completamente delante de él, como nunca antes en la historia había hecho un Presidente de México. 

Se arrodilla, ante el hombre indígena que permite a los borbotones de llanto salirle por la garganta, y ya puesto a su altura, ya ambos de rodillas, le tiende la mano derecha, recibe el crucifijo, lo mira a los ojos, siente que la mano izquierda de su esposa le acaricia el hombro, se muerde el labio inferior y deja que todos veamos cómo es que algo, una estructura vieja y hecha añicos, finalmente se derrumba.

Foto: Moisés Pablo: Agencia Cuartoscuro

Para quienes estamos ahí, ya no es esa tarde en que la médica tradicional mixteca Lourdes Jiménez, en el corazón de lo que llaman plaza sagrada, acerca el sahumerio de copal al mandatario, y roza su cuerpo con las yerbas y la oración en los labios:

– A ti, corazón de la tierra… a ti, corazón del agua… a ti, corazón del aire… a ti, corazón del fuego… le pedimos a los elementos para que liberen y purifiquen al licenciado Andrés Manuel López Obrador, Presidente de México… pedimos a las juerzas… que desciendan en este momento… para que los abuelos y nuestros ancestros se hagan presentes… a los guardianes que guardan y cuidan este lugar de nuestros antepasados, para que lo liberen y lo purifiquen…

No. Ni es tampoco esa tarde en que la Xochitlalli, la ceremonia de la puesta de flores, hace que miles de brazos mestizos que pueblan la plaza se alcen al cielo y giren, humildes y obedientes a los sonidos del caracol, para saludar a los viejos abuelos guardianes que cuidan los cuatro puntos cardinales del universo:

– Tlahuistlampa… Viento del Este… casa de la luz… con amor te saludamos e invocamos tu divina presencia… que la luz inunde nuestros corazones… que la oscuridad se disipe… que la luz del amor nos permita unirnos al concierto de la armonía cósmica… ometéotl… que así sea.

Es algo más. Y perdón si no tengo capacidad para explicarlo. 

Es esta tarde del año dos mil dieciocho, pero también la tarde en que, treinta años atrás Laura, una niña de once años, sintió por primera vez el deseo de gritar, salir a las calles y exigir justicia ante un despojo.

Es esta tarde, y también aquella en que Rosario, Maquío, Heberto y Cuauhtémoc gritan ¡Fraude… fraude… fraude!, entrelazados sus brazos, aunque el traidor aquel no les vea ni los oiga.

Es esta tarde, esta plaza, este olor a madera, a ceniza perfumada, a carbón dulce y aromado, pero también aquella de 1968 en que el poder añejo demostró ser enemigo de los cambios y rugió salvaje.

Es 1985, una ciudad sacudida por la tierra y ultrajada por el gobierno.

Es el Jueves de Corpus de 1971 y aquellos halcones ensangrentando las calles.

Es Ayotzinapa. Son cuarenta y tres ausencias.

Es Acteal, el crimen de Estado que sacudió el corazón de Chenalhó y México entero.

Es Aguas Blancas, es la policía de Guerrero y los diecisiete campesinos muertos, los 23 heridos.

Es San Fernando, son 72 cadáveres. 

Es Tlatlaya.

Es un vulgar, cínico haiga sido como haiga sido.

Es un gasolinazo como escupitajo en plena cara.

Es un Fobaproa eterno y maloliente.

Son las minas subastadas al peor postor extranjero.

De los beneficios sólo para unos cuantos.

Son las jubilaciones extinguidas, las prestaciones eliminadas.

Son los bosques que ya no son de todos, ni las playas, ni los ríos, ni la electricidad.

Son los hospitales y medicinas privatizados.

Es el petróleo arrebatado.

Es la agricultura destruida, el comercio, la industria nacional desmantelada.

Es esa señora grosera del Youtube, que desde algún lugar de esta misma plaza, en 2006, grita:

-¡Perros! ¡Cuando viene una persona… este… sencilla… a ayudar a los pobres.. ¿eh?… la quieren destrozar como puedan…! ¡No pase lo de Colosio, lo de Massieu, lo de… lo de… ¿cómo se llama?… ¡Clouthier!…

Todo lo que ocurre justo después de que comienza a hablar en su idioma ese hombre indígena, es la confluencia de tanto, porque así funciona ahora la nueva dimensión de lo social: lo tangible, gordo, avasallante, que se nutre de gritos y pancartas, de Pejeluches a 70 pesos, de máscaras a 40, de banderitas, camisetas y llaveros. Y lo virtual, inasible, insospechado, en tuits y memes de las redes, que nace de los dedos y la emoción que están lejos en lo físico pero próximos en lo digital, con el teléfono, la pantalla, el clic individual.

Todo lo que ocurre es una suerte de saldo con las afrentas. Una expectativa robusta, plena, convencida, de que al fin ha sido la buena. De que ahora sí ganó la gente, de que por una vez, quizá por única vez, hay esperanza.

Y puede ser que yo lo lea mal. Que la emoción contagiada por esas miles de almas que gritan “se ve, se siente, tenemos presidente”, que gritan “es un honor estar con Obrador”, que esos miles de rostros surcados por las lágrimas me traicionen.

Quizá. Puede ser nomás una ilusión. Que no se vea, ni se sienta más nada que un gentío revuelto y festivo, una secuencia de anhelos sin sustancia.

¿Cómo se explicaría objetivamente esa marea desatada tras aquello? ¿Cómo explicaría esas calles repletas de gente que baila, ríe, se abraza, dice “jamás creí que viviría esto”?

¿Cómo explicaría que siento a mi lado la presencia de mi madre, sonriendo desde la muerte por el triunfo de su “gallo”?

Todo ocurre justo después de que se postra ese hombre indígena, con su crucifijo de madera pintada de blanco, su corona de flores amarillas y su ramillete de palmas verdes.

Cuando el Presidente de México, ese hombre que prometió “no tengo derecho a fallarles”, se arrodilla humilde y en miles de ojos anhelantes se confirma una esperanza.

Publicada originalmente en ARISTEGUI NOTICIAS

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