PLAZA MAYOR No. 17

En la Plaza Mayor hay un hombre del Ejército Mexicano que tiembla de rabia, y de miedo, cuando pronuncia casi sin sonidos las palabras que le han destruido la carrera, la esperanza y algo de su vida: Virus de Inmunodeficiencia Humana.

Parece que no quiere pronunciarlas, parece que ver en un informe su nombre de soldado de la Primera Región Militar, seguido de la frase “seropositividad a los anticuerpos contra VIH confirmada con pruebas suplementarias”, le enardece la vergüenza, una especie de desasosiego que le desencadena ríos.

Es un hombre llorando. Su piel es morena clara, casi hasta güero. Tiene los labios delgados y grandes, las orejas pequeñas, el cabello oscuro. Debe medir un metro 70, quizá poco menos. Y en las manos, en el cuerpo, lleva las marcas del trabajo, la callosidad del ejercicio. “Nunca me imaginé que me pasara esto”, dice, y el llanto lo devuelve hasta la infancia.

“Estás bien solo. Los amigos de adentro ya no están. Para todos eres el puñal”. Quién sabe cuántas vueltas ha dado a la cuchara, quién sabe cuánto tiempo ha tenido la vista clavada en ese café aguado de Sánborn’s que ni siquiera ha querido probar.

“¿De veras no vas a poner mi nombre?” “Tenemos prohibido hablar”. “Es reglamento”. “Me pueden retirar la medicina”. “Mejor no”. “Mejor nomás platicamos”, dice una y varias veces, incluso cuando mira con incredulidad que su nombre y apellidos ha sido ventilado, quizá no premeditadamente, en una relación pública de “Personal en Activo que se encuentra incapacitado por diversos padecimientos”, elaborada por la Secretaría de la Defensa Nacional.

“Ya me había dado cuenta, pero no quise decir nada. Anduve como ocho meses sin decir nada”, dice, “tenía miedo de que me dieran de baja y luego no pudiera pagar las medicinas, tenía miedo de que mi esposa se enterara, que nos retiraran el servicio médico, tenía miedo de que me pusieran con los sidosos”.

Hasta que fue inevitable. Hasta que no pudo seguir ocultando su pavor a saberse descubierto, y habló con su superior en busca de apoyo. Al día siguiente fue relevado de su puesto.

“No es que no te ayuden, pero te conviertes en un apestado”. Un asunto que debía ser confidencial, íntimo, se convierte de inmediato en algo público, que le provocó escarnio, segregación, vacío.

“Se me acercaban para preguntarme con quiénes había tenido relaciones”. “Me preguntaban dónde creía que había agarrado el SIDA, si tenía parejas adentro. Me llegaron a preguntar si había tenido sexo oral con alguien y en dónde tenía mis encuentros en los cuarteles”.

Porque en el trasfondo del problema del VIH en las filas del Ejército, dice, está ese secreto a voces de la homosexualidad, solapada o escondida, pero nunca desvelada. El temor a descubrir secretos de las camas militares.

“Yo no soy homosexual, me cae que no soy homosexual”, dice con los ojos fijos en quien lo escucha. Los burdeles, los téiboles, el sexo sin protección alguna, la promiscuidad. “Hasta ahora mi esposa no tiene nada, gracias a Dios”.

Aún recuerda con certeza su primer día en el Ejército. “Estaba bien contento, todavía me acuerdo que desde niño lo soñaba. Me gustaba el ejercicio, me gustaba ver los desfiles en la plaza. Cuando nació mi primer hijo le dije que él iba a seguir mis pasos, para llegar a General”.

Es un hombre del Ejército Mexicano que bien podría llamarse Pepe, Enrique, Lalo. Si en la Sedena no se desencadenara una persecución para encontrar su identidad, apenas publicarse la entrevista, si no comenzara el acoso contra quien “cuentan secretos militares” como siempre ocurre en estos casos. Podría decir su nombre sin temores, para sentirse tal vez un poco acompañado.

Por ahora, nomás suelta un sincero “mi carrera está terminada”. “Mi vida más o menos”.

Alguna intención existe de preguntarle cómo se siente, qué cosas espera del futuro y de un apoyo verdadero de la institución a la que aún pertenece. No hay más que ver en su rostro el temblor de la rabia, del miedo de hombre valiente: es fácil entender que se sabe completamente solo.♠

Publicado en el diario EL CENTRO

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