PLAZA MAYOR No. 18
En la Plaza Mayor, en esa que es de todos, la que llamamos Zócalo, Plaza de la Constitución, el tiempo es un aguacero de siglos, con granizos bien gordos de memoria, que cae sobre doña Amalia, vendedora de tostadas, tejedora de recuerdos.
“Tengo 60 años viniendo, joven ¿Usté cree que me van a espantar unos chamacos?” Acaricia el mimbre seco de la canasta de hojas azules con maíces martajados, el jitomate hecho sustancia con cilantro y con cebolla, la mermelada de frijoles, el queso que es un confeti, y mira a los “chamacos” observarla: toletes en las manos, cachuchas militares, botas bien lustradas.
“Mi mamá estuvo aquí cuando (Lázaro) Cárdenas hizo el petróleo, y luego cuando los estudiantes, en los Gritos, cuando Cárdenas hijo, y ahora yo, con mi nieta”, dice, “y siempre hemos vendido comida, que las tostadas, que los esquites, que las gordas, gracias a Dios no falta”.
Es una mujer muy pequeña, casi como si fuera a volverse otra vez niña, metida en el carrusel de gritos, altavoces, mecates, ofertas, paleteros. Es una mujer muy morena, casi como si fuera a confundirse con la tierra, como si la misma plancha pisoteada le hubiera regalado los colores.
– Ya casi siete siglos y sigue tan campante, mírela.
“Si ¿Verdad? Aquí venimos todos, los que más, los que menos. Yo le enseño a mis nietos que la tienen que querer, porque nos da de comer, que la cuiden, que no le echen sus cochinadas. Vea, donde yo vendo, siempre está limpio”.
– ¿Y se acuerda de los tranvías, Doña Amalia?
“Yo ya casi ni me acuerdo, pero fíjese que hace tiempo me encontré aquí, mero enfrente de la iglesia, donde está la reja, a mi comadre que tenía años de no saber de ella, que se había ido, mi comadre, y pues sólo aquí la iba a encontrar ¿No? Ora sí que nos halló la tierra y nos pusimos a llorar”. La blusa tiene un tono azuloso, lleva una falda como de mazahua, como de un brillo hechizo entre turquesa y marinero.
Cómo se ilumina al hablar de sus recuerdos. Una arruga, de las muchas en su rostro, corre desde la punta de los ojos oscuros hacia el nacimiento de las orejas, y si quiere intentar sonreír, como hace varias veces, se le ahonda tanto el pliegue que llega a parecer otra sonrisa tan grande como su trenza.
– ¿Ha cambiado mucho el Zócalo?
“Yo soy india, nacida de indios”, contesta, como no hubiera escuchado la pregunta. “Y a mi de india me gusta mucho cómo lo dejaron orita, con sus plantitas, con su arbolito. Pero que la gente no lo ensucie, que ponen aquí sus porquerías, mire nomás el ruidero, de música que no es de nosotros, y los policías, qué es eso. Esas tradiciones son bonitas. Ya no se respeta lo indio, lo de aquí”.
Dice que recuerda mucho “los domingos después de misa, que salía la gente a caminar, con sus carritos, y globos. El asta bandera. Ahí me traía a los escuincles, para que corrieran. Nunca les pasó nada. Y el que quiso estudiar, estudió, y el que no, no”.
“Yo ya estoy vieja”, dice, “pero sigo viniendo, porque voy a trabajar hasta el día que me muera, no se hacer otra cosa, y le voy a dejar la tradición a mi nieta. A ver si la quiere seguir”. Habrá vendido seis tostadas a lo largo de la charla, habrá cargado sus diez kilos desde Ermita Izapalapa, como cada día, seis días a la semana; como cada mes, 12 meses en el año; como cada año, 60 años de su vida.
Doña Amalia está en la plaza. La Plaza Mayor, la plaza disputada, plaza casi siempre repleta de cuanta madre, con mercaderes y danzantes, ilusos, encuerados, políticos, traidores, soñadores, rateros, desempleados, artistas, bayonetas, albañiles hambrientos de obra, aspirantes flacos de ideas.
Lugar de casi siete siglos que sigue tan campante. Lugar en el que el tiempo, igual que todo México, camina por encima con sus miles de historias que se cruzan, como el puro andar de país vivo aunque madreado, como el simple pasar nomás a la casa de uno, como el echarle un vistazo al amor nunca perdido, como mirar llover un aguacero de tiempo con granizos bien gordos de memoria.♠
Publicado en el diario EL CENTRO