Luis Guillermo Hernández
@luisghernan
Justo muchos días después, su grito no alcanza a distinguirse en medio del caótico murmullo de una ciudad que olvida fácilmente, que siempre prefiere mirar hacia otro lado.
Y no es que ellos, ellas, no griten con todas sus fuerzas. No es que esas mujeres y hombres no se desgranen en estallidos de un dolor compartido que clama “¡asesinos!” o “¡Justicia!”, ante un edificio que pareciera siempre estar cerrado.
Porque el enorme y millonariamente remozado edificio del IMSS, para ellos siempre está cerrado.
No. Ellos gritan, encienden sus antorchas en medio de la lluvia, avanzan lentamente sobre una avenida que, además, les mienta la madre. Blanden sus pancartas derretidas de agua y agravios y cargan en un ataúd blanco las ofensas contra 49 niños sonorenses que murieron, contra otros tantos que quedaron marcados de por vida, sin que autoridad alguna se haga responsable de la tragedia. Gritan, chillan, aúllan. Pero no los escuchan.
¿Y por qué habrían de hacerlo? Ahí, en el aguacero de las siete de la noche de un día cualquiera sobre Paseo de la Reforma, esos doscientos, trescientos hombres y mujeres, no son más que gente sin rostro pidiendo justicia.
No son más que unos cuantos jodidos, de entre más de 100 millones, que están indignados por unos niños distantes, asesinados por la negligencia, la corrupción y el autoritarismo de gente que sí es importante.
Para el Poder, para quienes en México sí importan -da igual que se trate de un obeso Ministro de la Suprema Corte de Justicia, un diminuto gobernador que duerme plácidamente, un Presidente pequeñito cuyos hijos están bien cuidados o un atarantado funcionario del IMSS cuya clave de empleado le da para hacerse tonto-, ellos, los gritones no valen nada: se beberán su aguacero doloroso y regresarán a sus casas a rumiar desesperanza. Sólo eso.
Aunque sigan gritando. Aunque avienten en pequeñas hojas volantes sus preguntas a Margarita Zavala, la “prima lejana” de una de las dueñas de la guardería incendiada, saben de antemano la respuesta: «¿Cómo puedes dormir tranquila cuando muchas madres no pudieron despedirse de sus hijos?”.
Aunque se indignen, como Martha, una mujer de 64 años, ojos estrellados de llanto, labios abiertos a puro grito, que dice poder aceptar, y sin chistar, que haya narcotráfico, corrupción, violencia, robos, mordidas y hasta la falta de democracia que permea todas las capas de la estructura social mexicana… “pero no esto, la muerte de esos niños, porque aceptar la muerte de estos chiquitos es como volvernos animales”.
Los indignados se reparten a lo largo del infranqueable edificio del IMSS y despliegan los nombres de los 49 niños muertos, los de los otros 41 niños que quedaron con vidas marcadas.
Exigen renuncias que jamás han de llegar, juicios que se han de postergar hasta el infinito, despidos que jamás han de ocurrir para autoridades que no funcionan.
Y en su minuto de silencio, llano, solitario, gris, saben que en México, su México, no hay nadie que escuche.
Aunque sigan gritando al país que despierte, que haga algo ya, porque alguien asesinó a 49 de sus hijos y no ha habido nadie que pague por el crimen.
En medio del murmullo de la ciudad, en medio del susurro apagado de una sociedad indolente sonará un control remoto que sintoniza la telenovela de la tarde, el programa cómico, el fútbol, el programa radiofónico de bromas por teléfono.
Y ese volumen, embrutecedor, patético, apagará el grito de estos hombres y estas mujeres, apagará el sonido de este dolor que los poderosos van a dejar impune, que los poderosos tratarán de diluir:
¿A quién le importa? Es apenas un leve murmullo de gente, sonidos lejanos de quienes no tienen poder. Voces sin rostro. Rumor apagado, imperceptible.
Un rumor silencioso. Como de niños muertos. Asesinados.♠