De por sí la banda ya andaba bien prendida, echándole chiflidos y mentadas al tipo del sonido, porque a veces las bocinas jalaban “machín”, pero casi siempre no, puro chillido de gato atropellado, puro güíiii-güíii que sacaba de onda a los artistas, a los jueces, a los cábulas de las primeras filas que nomás se partían de la risa y echaban carrilla.
De por sí, entonces, la banda del Reclusorio Sur ya estaba calientita, como buen respetable en tarde de Festival, cuando se les puso enfrente la guitarra de Sicosis, su grupo de bailarines con enfermedades mentales, sus aullidos: el auditorio fue un castillo de arena que empezó a desmoronarse.
-¡Ora sí quiero que todos me la mienten, cabronees!-, saludaba Raúl Cabañas, mientras los chiflidos lo rodeaban entero. “Qué chida es mi banda”, gritaba, y comenzaba a rascar su acústica medio rota, a volverse poco a poco un hombre de madera y cuerdas, a dejar que su cuerpo comenzara a diluirse en el sonido, hombre y guitarra, mientras los asistentes, todos, entraban en ese trance de trueno de cohete, que comenzaba en sus orejas y terminaba disparado en sus aplausos, patadas, alaridos.
“¡Presta pa’ andar iguales!”, gritaba un defraudador en la fila 9. “¡Así papaaá, perrrooooón!”, un asaltante en la 14. Raúl rascaba la lira como un endemoniado, y su rock and roll, del meritito Three Souls donde él era el legendario Sergio Mancera, levantaba de sus asientos a los internos, hacía enloquecer hasta a sus compas del Cevarepsi, “ahí, mi carnal, el tambo donde duermen los tocados”, quienes bailaban detrás suyo en un errático pero alucinante maremágmun de seres liberados por los acordes. Friedrich Nietzche tenía razón: “sin música, la vida sería un error”.
En la final del Tercer Festival de Canto inter-reclusorios en la ciudad de México, “Voces en Libertad”, Raúl ya no era Raúl, un primo-delincuente que, tras un violento ataque sicótico producto de años clavado en las drogas duras, fue recluido por robo en el Oriente y luego trasladado al Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial. Ya no fue el chavo de 24 años, dos hijas, un cuadro de inestabilidad emocional bajo tratamiento siquiátrico, sino Sicosis, el dueño de la escena. Ya no el muchacho flaco, ojos amielados, peló casi a rape, mirada perdida, quien se encorvaba como árbol cansado y hablaba atropellado, a veces como ausente, a veces acelerado, en esos súbitos arriba y debajo de quien rebasa el límite. Ya era sobre todo la estrella de la tarde.
Y no había sido una tarea fácil. César, un salsero que en un par de años habrá de dejar el Reclusorio Sur, tenía al público en la bolsa: además de ser el de la casa, había sacado de la garganta una insospechada tesitura de barítono, bien escondida en un regordete muchacho treintañero preso desde los 22 años, quien hizo que la salsa de Marc Anthony rozara notas insospechadas, tonos oscuros privilegiados, oro futuro: “yo, que te conozco bien, me atrevería a jurar que vas a regresar, que tocarás mi puerta…”
Había habido muchos gallos, claro. La voz que taladraba con chirridos, el desvarío folclórico, la baladista gritona, el Valentín Elizalde aún peor desafinado, pero también asombros: el muchacho, Miguel Ángel, cuya voz era casi idéntica a la del mejor Alejandro Fernández. Hansell, el chavo que llegó “desde el lejano Oriente” y calló, a punta de espectacularidad, a todos los maloras que al principio le mentaban la madre y le gritaban divertidos, “ni la música te quiere, wey”.
Y Miguel Ángel Rodríguez, un interno de la Penitenciaría que sorprendía a Viola Trigo y a los otros jurados, por lo integral de su propuesta. Compositor inspirado, de una voz contratenor con resonancias espectaculares, brillante, que al interpretar “Alfonsina y el mar” lograba que la jauría del auditorio se silenciara mansamente, apaciguada, domada por una guitarra virtuosa y una voz de serenidad y arte.
Al final ganaría, por cierto. Para el jurado, Sicosis merecería el tercer lugar en un concurso “de voces, no de carisma”. Miguel Ángel, el contratenor, y César, el salsero barítono, le ganarían la partida, los 5 mil y los 3 mil de los dos primeros lugares.
Campeón sin corona, Sicosis terminaba contento roleando al Tri, con su premio de aullidos, silbidos que le garantizaban el retorno el año que entra y la libertad desde ahora:
-¿En qué piensas cuando estás tocando?
-“Cuando estoy tocando siento una emoción que no puedo describir. Esos juegos son improvisaciones, no las pienso sino que salen de la cabeza, sin pensar, como si alguien tocara por mi”.
Se aferra a su guitarra, mira a su banda, a los internos que todavía le aplauden, y les grita, con los dedos en V: “y que vivan las pedas, los chochos y el perico”.♠
Publicado en El Universal