Camina en medio de miles. Vacila brevemente y cuando parece que nadie va a escucharla gritar contra el machismo, contra siglos enteros preñados de prejuicios, de acoso, de sumisión, Joyce eleva sus brazos hacia el cielo, hace un par de alas con ellos y deja que sus senos, jóvenes redondeces morenas, queden liberados.

Entonces cientos de miradas se le agolpan, panales de morbo y cámaras fotográficas, flashes que destellan en aureolas y pezones, como si nunca antes hubieran existido senos en el mundo. Pero Joyce avanza, está libre. La artista y estudiante de música de 25 años se yergue sin ruborizarse un átomo, voltea a ver a su madre, Juana María, y sabe que ha ganado una batalla: ha perdido el miedo.

Está siendo acosada por hombres que la devoran, la recorren pupila tras pupila, pero ella se flanquea con su propia fortaleza recién obtenida: “ya no quiero sentir temor, ya no quiero esconder mi cuerpo para que los hombres no me agredan. Si quieren mirarme, mírenme; si quieren tomarme fotos, tómen- las, pero cuando digo no, es no”.

Está en la “Marcha de las putas”. Una movilización que ha nacido en las redes sociales, como respuesta a tanto estigma: “una mujer es agredida sexualmente, acosada, maltratada, asesinada, si se viste como prostituta, si usa escote, si viste encajes, si coquetea, si se pone minifalda, si anda sola por la calle, si es femenina”.

Es la marcha que ha surgido como un grito contra miles de homicidios sin esclarecer, de historias repetidas, contra una cultura que las somete. Contra los gobernantes que justifican su inoperancia en acusaciones fáciles: “si la mataron, es porque andaba de puta”.

Caminan todas, alrededor de 7 mil según los organizadores y entre 3 y 4 mil de acuerdo con versiones de la policía capitalina, desde la glorieta de la Palma hasta el hemiciclo a Benito Juárez, para volcar sus “basta de acoso” como estandarte de una lucha distinta. No son feministas, ni son “machorras”, no quieren acabar con los hombres, sólo quieren sentirse respetadas, protegidas.

“Tengo un doctorado en Neurocirugía”, dice Mayra, “pero ninguno de mis colegas, cuando habla conmigo, me mira a los ojos”. “Acabo de entrar a trabajar”, dice Lorena, “y si me quejo del acoso puedo perder el trabajo”. “Si quiero un ascenso, tengo que acostarme con el gerente”, confiesa Rosario, “y si no acepto, entonces soy lesbiana”.

Reparten poemas, canciones, hojas volantes, para que quede clara su demanda: “Si visto escotada, no es porque quiera tener sexo con alguien, es que tengo calor”, “Mi cuerpo no es sucio”, “Soy una mujer libre”.

Por eso cantan en domingo, “aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, que el pinche machismo se tiene que morir”. Por eso gritan con rabia, con furia, “si uso faldita, no es por facilita”. Por eso se reúnen en contingentes de encajes que dibujan pubis, en ligueros que delinean piernas, en escotes que derrumban estereotipos, en shorts que les marcan las caderas, las nalgas, en blusas que les estrujan los senos. Por eso se disfrazan de prostitutas, para que el insulto muera de cansancio.

Y lo gritan ellas, para que de tanto escucharlos los apelativos pierdan fuerza, veneno, capacidad de aniquilación: “trepadora”, “fácil”, “caliente”, “loca”, “ofrecida”, “cabaretera”, “cachonda”, “ramera”.

Se lo escupen unas a otras, como para conjurar lo mucho que les duele. Lo escriben en sus pancartas, lo marcan en sus ombligos, lo deletrean a lo largo de todo el camino, en los vientres pronunciados, en las piernas, en los brazos alzados, para que esa palabra, esas palabras, no sean nunca jamás como una ofensa.

Lo repiten como quien conjura una maldición que ha padecido siglos, como quien se sacude un fardo que le asfixia.

Como dice Joyce, que al dejar libres sus senos ha perdido el miedo: “si me llaman así por ejercer mi libertad, por defenderme del acoso, por ser mujer, femenina y coqueta, entonces con orgullo te digo que sí soy una puta”.♠

Publicado en EL UNIVERSAL.

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