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Carlos vivía para su madre y ella, orgullosa, le replicaba los cariños. Amor de madre caribeña, vecina de las arenas en las costas de Triunfo de la Cruz, y amor de muchacho garífuna, de hermoso negro hondureño con casi 20 años y un sueño en los ojos.
«Él quería levantar a la mamá, Isadora, darle todo a la mamá. Como es único hijo varón. Y aquí no lo podía hacer, por eso quiso salirse».
Alejandro, su tío, cuenta que aún parece estar viendo a Carlos cuando era un cipote, de 11,13 años: ordeñaba y arreaba el ganado de un vecino por los montes de su aldea, abrazaba a su madre, cuidaba de sus cinco hermanas e iba a corriendo a la playa para jugar con los demás cipotes garífunas, sangre nueva de una cultura nacida hacia 1635, cuando barcos españoles cargados de esclavos africanos naufragaron cerca de la isla San Vicente y los primeros garífunas nadaron, liberados, hasta las costas cercanas, para después mezclarse y esparcirse por lo que hoy son Honduras, Belice, Guatemala.
Alto como las palmeras de la costa Atlántica, fornido, musculoso, con una sonrisa de boca ancha y carnosa que emitía tonos graves, Carlos tenía dos pasiones: el futbol, en el que jugaba de defensa como si fuese un profesional, y la música.
Había nacido en el año en que ‘Sopa de caracol’, de la hondureña Banda Blanca, conquistaba media América Latina con el baile de la ‘punta’ garífuna – ‘Watabuinegui consup, watabuinegui wanaga, si tu quieres bailar sopa de caracol ¡eh!’, y quizá por eso le gustaba la bailada.
Se iba a la Disco a Tela, porque ahí tocaban la música moderna, el pop, el reggaetón y en una de esas hasta la ‘punta’, que también le gustaba bailar a su mamá.
Pero en su aldea, Carlos ya no podía estar. Ver a su madre esforzarse por ganar dinero le dolía. Dignidad de varón de raza negra.
«Ya no le ajustaba. Vos sabes cómo está la situación, que una semana hay trabajo y otra no. Carlos, de aquí de Triunfo era la primera vez que se iba».
Esperaba llegar a Miami con sus tíos, quienes contaban con el dinero para pagar a los polleros que lo cruzaran a él y a Junior Basilio Espinoza, su otro tío.
La noche de su partida, habiendo pensado que podían encontrar trabajo en un restaurante o incluso en los naranjales de Florida, Carlos quiso probarse una camisa roja dibujada con una brillante águila dorada y Junior una camisa blanca. Decidieron que entrarían vistiéndolas al paraíso de la paga abundante.
«Quizá les dijeron que esa misma noche llegaban y por eso se pusieron esa ropa, con esa misma ropa los mataron». Alejandro, quien lo cuenta, se aleja el teléfono de la boca y comienza a toser: 72 asesinatos juntos aniquilan cualquier garganta. Y cualquier alma, cualquier esperanza posible de cualquier país.
Casi tres meses después de su partida, el 9 de agosto de 2010, Carlos Alejandro aún no ha regresado a Honduras. Isadora, impaciente, aguarda por su hijo. «Todos los días, todas las semanas le dicen que llega y llega y nunca llega».
Amor de madre caribeña, ella espera tomarlo de nuevo entre sus brazos para cantarle úragas garífunas que cuenten la historia que Carlos hubiera querido escuchar sobre su propia vida. Le replicará su cariño de muchacho amoroso y entonces, orgullosa, devolverá su cuerpo a las arenas de las costas de Triunfo de la Cruz.♠
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