PLAZA MAYOR No. 22 **

Rosalinda tiene miedo, mucho miedo.

Carga con el brazo derecho un redondo, carnoso y moreno pedazo de carne, ojos negros inmensos, el pelo escaso, los cachetes boludos, y mientras en algún lado de la plaza se escucha la voz de un gobernante que dice “para todos hay lugar”, ella manifiesta su temor con una frase: “¿Y nosotros de qué vamos vivir?”.

“Nosotros vendíamos los cuadernos, las cosas para escuela”, dice, “pero no tenemos líder, a nosotros no nos dieron los lugar y ya no vamos poder vender ¿A dónde nos vamos? A nosotros no nos dijieron nada”.

Y tal vez haya que describir a Rosalinda, sus veintidós años, para entender sus miedos: tiene todo el cabello completamente negro hecho una gorda trenza, el cuello pequeño de niña medio crecida, como si acabara de dejar la pubertad, sus ojos pequeños, igual que sus cejas, y sobre su cuerpo diminuto, no más de un metro 50 centímetros, penden verdosos collares de fantasía que combinan perfectos con su vestido brillante, de verdes holanes en el pecho, que la distinguen como belleza de su cultura mazahua.

“Nosotros somos de Mesones y no tenemos trabajo, ni nadien nos explica cosas”, dice. “Las cosas que nosotros hacíamos ya no las hacemos porque no se venden, ya nadien nos compra la artesanía, por eso vendemos los cuaderno, pero ya nos quitaron y no nos dicen nada porque somos indias”.

“Y para trabajar en cualquier lado nos piden los estudio, y que nosotros no tenemos pues nomás a ser sirvientas, y todos quieren que nos quítemos nuestras ropas de indias, y que no dígamos nada”, relata y apretuja a su hijo hasta que se le enrojecen las mejillas, baja la mirada, cambia.

Tiene un llanto muy quedo, silencioso. Las lágrimas que a Rosalinda le escurren por los ojos son livianitas, y hasta pudiera parecer que no le dolieran, como si los chorros de pesar fueran saliéndole de algún lugar acostumbrado a la tristeza.

“De todos modos siempre nos descriminan”, dice entonces Rosita, una indígena otomí que, junto con otras cuatro mujeres, ya se acercó para observar el llanto de Rosalinda, en plena Plaza Luis Cabrera.

“Todos los día, todos los día hay que dar que los 40, que los 50 para que la polecía no nos lleven la cárcel 24 hora, todos los día, señor, todos los día”, dice Conchita, y las palabras se le atropellan con el intento de ser escuchada.

“Nosotras vendemos la Zona Rosa, señor, todos los días vendemos la artesanía, y siempre nos piden dinero, no hay día que no tengamos que darles a la policía”, dice.

“Y a veces nomás sacamos para pagarles a la policía, a veces no se vende nada y hay que darles para que no nos lleven”, comenta Juana, menos marcado su idioma, igual su vestimenta amarilla brillante, los holanes rematados en blanco, los inmensos aretes que arriesgan figuras y redondez.

“Nosotras somos de Chapultepec”, dice, “y siempre hemos pedido apoyos, porque nadie nos da créditos, ni nos permiten tener negocios ni nada, nosotras siempre vivimos en la misma miseria porque somos indias, de a cuatro, seis familias, en cada vivienda”.

Y una tras de otra se apretujan para decir su palabra. No titubean, ni siquiera dudan, nomás van soltando una retahíla de lugares comunes, absolutamente comunes, en una ciudad que ya aprendió a ignorarlas bien: acoso, discriminación, violación de sus derechos, pobreza, marginación, olvido, hacinamiento, desnutrición, nulo acceso a opciones de vida.

Son las mismas demandas de más de 400 mil indígenas que viven en la ciudad de México, las mismas que han pintado en cartelones, en cartulinas, en pliegos mal escritos, que no hacen sino resumir la misma demanda de todos los días, de todos los años, desde hace muchos siglos.

“¿A dónde nos vamos?”, dice el miedo de Rosalinda, que secundan Ramoncita, Concha, Juana, María, otomíes, mazahuas, triquis, llevadas hasta esa plaza como escenografía de acto público, del que sacan apenas una promesa otras veces ofrecida.

“¿Y nosotros de qué vamos a vivir?”, se preguntan, se repiten, indígenas urbanas de la ciudad de México, pero sólo tienen por respuesta el eco de su propia frase: “a nosotros no nos dijieron nada”.♠

Publicada en el diario EL CENTRO.

** Esta fue la última aparición del espacio PLAZA MAYOR. Con mi salida de El Centro, en octubre de 2007, concluyó la primera etapa de publicaciones de esta columna que, pronto, muy pronto, habrá de volver a aparecer.

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