Si es casi un resucitado de entre los muertos, un superviviente nato en esa aplastante posmodernidá globalizada que se embriaga con vinos tintos, chelas o martinis, mínimo hay que escribir su nombre con mayúsculas: El Pulque.

Nomás hay que sentir en la garganta el viscoso dulzor de su caricia, la consistencia de piel de amante que tiene su textura, la seducción quedita que provocan sus efectos, para entrarle a gusto, con un deleite que pocas bebidas paridas en otros suelos pueden regalarle a paladar alguno.

“Estamos cumpliendo en esta pulquería 107 años, vivos”, dice orgulloso Don Chucho Juárez desde el despachador central de “La Risa”, la última pulcata de la cuadra, en la esquina de Mesones con Mesones, en el mero Centro de la ciudad de México, donde un día hubo tres o cuatro negocios como el suyo pegaditos.

“De unos tres años para acá, vienen muchos jóvenes”, cuenta al pie de los vitroleros con curados de guayaba, piña, avena y jitomate coloridos, con pulque bronco, ora sí que el pulque-pulque, amargo, blanco y salivoso, que despacha desde las 9 de cada mañana.

“Los jueves, viernes y sábados no cabe un alma”, dice el hombre, 71 años de vida, 57 dedicados a su pulque, casi 10 subarrendando su negocio, con dos ingenieros, un abogado, un arquitecto y dos secretarias educados con nada más que el aguamiel de los magueyes.

“Yo tenía tres pulquerías, pero las fui cerrando, porque ya nadie compraba el pulque, y me fui para Hidalgo. Luego me habló un compadre para ofrecerme atenderle ésta, y le dije que mejor me subarrendara. Le firmé un contrato por 25 años. Nomás llevó 10”, dice.

Cada tantos días recibe cargamentos de los tinacales de San Isidro Nanacamilpa, en la zona de los magueyales de Tlaxcala, a veces 25, a veces más barriles de madera repletos de bebida, menos de la mitad, según recuerda, de los que surtía en sus pulquerías cuando tenía 17 años y comenzó su andar en el negocio.

Aún así, no para detrás de la barra. “Véndame 5 pesos de pulque”, le pide uno ahogado de la farra, un “curadito de jitomate”, con su limón al borde del tarro, o “un campechano” más le piden en mesa, una cubeta, un curado de guayaba con canela, y sus 7 grados de alcohol para la sangre.

Ayudado por Francisca, quien además de meserear hace el pozole, los frijoles, la lechuga, el hombre cura la bebida, llena los vitroleros, sirve los tarros, cobra y hace las cuentas de un negocio que, reconoce, comienza a mirar mejores días, pese al acoso del olvido.

Por eso, aunque no lo sepa, cuando son para llevar, Don Chucho entrega sus curados en botellas reutilizadas de Coca-Cola y de agua trasnacional purificada: hasta gusto da mirarlos con el pulque, en esa su venganza de tlachicotero.

“La Risa”, el fin de semana a mediodía, es un vertedero de estampas y postales. Ahí están los chavos indie, con su actitud desenfadada, su vestir despreocupado y su cosmopolitismo llano, sentados a la mesa con septuagenarios añorantes de aquel tlachicotón de sus ayeres.

“Si tengo calor, me echo una caguama, pero si lo que quiero es tomar algo rico, me chingo un curado”, dice Alejandro, oaxaqueño y músico, veinteañero según dice su apariencia, un tarro de curado de piña entre las manos, las rastas y los aretes en sus sitios, su barba de chivo, sus amigos Alberto, Tania y Xóchitl.

“Es que el pulque te pone como cachonda, como sabrosa, es una sensación rica, que la sientes en todo el cuerpo”, dice Xóchitl, artista plástica, rodeada en “La Risa” de mesas con mujeres apenas ciudadanas que beben sus curados, sentada frente a un mural, o lo que sea, armado con granos de trigo y acuarelas, tarareando la canción de un grupo llamado Nirvana, o de un Jim Morrison que suena desde nadie sabe dónde.

Y si el aserrín de antaño se ha desvanecido, aún brilla en la pulcata el olor de los toneles, la luz que desprende cada tarro, la confianza con que don Pepe, entrado en los setenta, afirma al terminar su pulquito de la tarde, “yo voy a seguir viniendo mientras esté vivo, no hay cosa más rica que un curado”.

Ha de ser, y los amigos de Alejandro tienen una explicación de todo ello: nomás hay que sentir en la garganta cómo escurre un curadito de guayaba, como viaja por el cuerpo, hasta que vuelve a ocupar el sitio que le toca: el ADN de cada mexicano, su esencia, el alma misma.♠

Publicado en el diario EL CENTRO

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