Se llama Óscar. Dicen que ha cumplido los 59, pero detrás de las placas de mugre que le cubren la piel es difícil confirmarlo o estimarlo siquiera.De día y de noche camina por el Paseo de la Reforma, con un saco de tela que una vez fue gris Oxford y un costalito enmugrecido que lleva en las espaldas. Pero no se vaya a pensar que Óscar es un vagabundo sin oficio ni beneficio, como dirían nuestros abuelos: él tiene bien claro su trabajo. Es rebanador de fuentes.
Los vecinos de la colonia Cuauhtémoc no saben bien cuándo llegó hasta ahí. Algunos creen que era habitante de la zona desde los años 80, cuando Óscar, no se sabe bien cuáles son sus apellidos, era un cumplido oficinista de la Comisión Federal de Electricidad, empleo del cual fue despedido por sus constantes problemas con el alcohol.
Otros aseguran que perdió a uno de sus hijos entre los escombros de un Conalep que se vino abajo en los terremotos de 1985, y que desde entonces, como suele pasar a veces cuando la vida pierde su centro, comenzó su caída.
No se precisa con certeza, incluso, si es verdad eso de que sea el único loco de la colonia, como dice doña Clara Francisco, comerciante en el mercado de la Cuauhtémoc, con esa voz de autoridad de quien domina la psiquiatría.
Viene aquí todos los días, pobrecito. Le damos que su taco, que su gordita, que su quesadilla, no se crea. Lo ayudamos, pero sí está loquito, habla sólito, dice cosas que no, ¿quién no puede tener caridá?
¿Y no se pone agresivo?
No. Para nada. Se la pasa buscando en la basura, ahí en la avenida lo va a ver todo el tiempo. En todos los botes. Yo le digo a mis hijos que lo ayuden. Ora por él, mañana por nosotros.
En lo que muchos coinciden, es en que Óscar se arraigó en las bancas del Paseo de la Reforma, cuando el boom inmobiliario de la avenida convirtió a sus traspatios, la Cuauhtémoc y la Juárez, en colonias-restaurantes, colonias-garnacherías y colonias-bares.
Ahí encontró comida, igual que la encontraron otros seis u ocho hombres y mujeres, todos pasados de la treintena de años, que intermitentemente recorren las dos colonias con sus cargamentos de basura, comida o latas de refresco, se sientan en las bancas o en las jardineras y se ensimisman mucho rato, a veces en diálogos consigo mismos, en medio de un bullicio que no termina nunca.
Cuando me encuentro a Óscar, martes al mediodía, está tarareando una canción que nomás no reconozco. Está absorto en el contenido del bote de basura colocado en la esquina de Reforma y Río Nilo, justo enfrente del acceso principal de la embajada de Japón.
Tiene los ojos oscuros, muy grandes, como dos ciruelas, exactamente como si alguien se los hubiera quitado a un muñeco de trapo más grande y se los hubiera puesto a él para que mirara la ciudad.
Es muy delgado y también es alto. Debe medir más de un metro 70, porque cuando se yergue casi toca la placa de la nomenclatura con el cabello, un nido de paja hirsuto, áspero y disperso como explica el diccionario.
Lo saludo. Huele intensamente a orines, pero también a tierra humedecida. Me mira de arriba abajo como si intentara reconocerme y me pregunta si el bote de basura es mío.
Yo le pregunto por su nombre, y cuando repite insistentemente Óscar su mano derecha empieza a agitarse, de la cintura al pecho, en movimientos incesantes. Toma su bolsa y camina hacia las jardineras. Quizás esquizofrenia.
¿Vive por acá?
Yo aquí, aquí trabajo, aquí trabajo. Aquí dice con voz bajita.
¿En qué trabaja?
Yo rebano las fuentes. Ésta, aquella, aquella mira hacia La Diana Cazadora, se voltea rápido y observa hacia el Ángel de la Independencia.
¿Y cómo las rebana?
Con mi mano. Así dice. Da una brazada, como si nadara en el aire.
¿Y para qué las rebana?
Para que se oiga lagua. Lagua nos habla. Está enojada, somos malos con el agua. Se rebana el agua paque escuchemos dice más o menos. Sus frases se entrecortan, se superponen, se disparan. Siento miedo. Me alejo de él pero lo miro por mucho rato. Un par de horas.
Deteniéndose en cada bote de basura, llega hasta la fuente de los cocodrilos, el regalo de Leonora Carrington que la ciudad de México mantiene seco, desvencijado como tantos otros regalos.
Entonces, al ver a Óscar, caigo en la cuenta de cuál es su trabajo: rebana las fuentes que encuentra a su paso, las peina, las espulga, para que no las desborde el cúmulo de mierda que todos los cuerdos dejamos a nuestro paso.♠
Publicado en El Universal