El chavo entró deprisa a la tienda de macetas, como si hubiera llevado el alma atravesada por un apuro, como si la noticia, terrible noticia a juzgar por su gritoneo, le estuviera quemando las piernas, llagando la lengua: “Rosita, Rosa… córrele… el niño”.

Y la tal Rosita, vendedora de macetas y macetones de barro y cerámica en el mercado flores de Nativitas, en Xochimilco, una mujer regordeta y bonita, blanca, de labios gruesos, de caderas y muslos carnosos que un minuto antes sonreía de oreja a oreja, ni siquiera esperó a que los clientes le abrieran paso desde el fondo del local: escuchar “niño” y salir disparada, acompañada de todos sus santos, fue todo uno.

Los estantes llenos de macetones con formas de ranas, de hongos, duendes, figuras como Superman, el Chavo del 8, Don Gato, parecieron hacerse a un lado para que corriera la muchacha. Los diez, quizá doce metros desde el fondo del lugar se hicieron centímetros con su carrera.

-¡Virgen Santísima!- se le escapó, angustiada, mientras se oía un “córrele” más al heraldo de la mala noticia, un chamaco de unos 20 años igual que ella, delgado, con dientes prominentes, moreno, de manos llenas de tierra, quien al verla salir como loca dejó escapar una sonrisa casi maligna, una mueca socarrrona como aquellas que dibujan los artistas en las brujas de los cuentos de hadas que todos conocemos. Como quien tiene la certeza de que el diablo anda suelto.

-¿Mi hijo, dónde… dónde está?- todavía alcanzo a decir la dolorosa, como si la hubieran adiestrado Sara García y sus once mil lamentos, un segundo antes de que una ola de agua, un grueso chorro helado según dijo después, le bañara la cara, el pecho, la panza.

“Scuaaaaashhhh”, se oyó dentro del local. Fue una cubetada de agua limpia, brillante, aturdidora, que cayó de la calle Madreselva, casi esquina con Galeana, contra la indefensa Rosita, quien irónicamente se paró en seco, al chorro del agua y el tronido de una risotada groserota, gruesa, que se multiplicó por cuatro cuando se acercaron los otros tres cómplices:

“Inocente palomita que te dejaste engañar…”, dijo el de la cubeta, todavía con el arma de la broma en la mano, mientras la pobre Rosita, echa caldo de muchacha, se tallaba los ojos y salía de su aturdimiento con un sonoro “hijoooos de la chingadaaaa”.

Los que estábamos adentro del local, unas seis personas ese 28 de diciembre a mediodía, todavía alcanzamos a ver cómo Rosita perdía la compostura.

Toda mojada, empezaba a vociferar unas palabrotas mucho más gruesas y contundentes que sus caderas, mientras pepenaba de los pelos al muchacho de la cubeta, su hermano según dijo después, a quien le propinaba una zarandeada nada bromista que mínimo, según cálculos extraoficiales, le arrancó una treintena de greñas bien aferradas a la cabeza del chamaco.

-Eso no se hace – decía Rosita, pepenada de los pelos del muchacho, quien no se supo si reía con la broma que le jugaron a su hermana o lloraba con los jalones que le propinaba.

Rosita, roja de la cara, húmeda de medio cuerpo, tampoco se supo si lloraba o nomás goteaba el agua de la bañada. Sólo se limpiaba la cara con las manos, aireaba el delantal azul, se recogía el cabello que escurría y luego entraba otra vez al local, ya con una risa franca ante las burlas de sus hermanos.

Justo cuando soltó a su hermano de los cabellos, apareció un niño diminuto, de 4 años, con una camisita de las Chivas, unos tenis que parecerían de un muñeco, unos cachetes redondos, cuarteados de sol y unos ojos que miraron de frente a Rosita.

“Te mojaron, mami… te mojaron”, dijo el niño, Kevin, antes de abrazarse jubiloso a la muchacha que con ese gesto, supongo, quedaba desarmada. “Sí, mi vida…”, dijo ella, “es el día de los inocentes”.

Rosita entró al local, se acercó a un espejo que tenía en el fondo del lugar y mirándome divertida, como quien sabe que le tocó ser agarrado de bajada, nomás dijo quedito: “bola de cabrones”.♠

Publicado en El Universal

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