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Es algo que ellos no sabrían medir. De ninguna manera.

Ni el presidente Enrique Peña Nieto; ni el secretario de Gobernación, Miguel Osorio Chong; ni Manuel Mondragón, comisionado de Seguridad. Es tan sutil, tan sólo perceptible para seres abiertos a entender al otro, que por ello pasa inadvertido para la mirada de casi todos los inexpertos y soberbios asesores del equipo presidencial.

Yo pude observarlo anoche, después de un rato de caminar por la Plaza de la República, cerquita de las 11 y media de la noche, cuando por fin pude ir a ver a los maestros de la CNTE en el Monumento a la Revolución de la ciudad de México.

¿Alguna vez han visto a las hormigas, después de que un aguacero ha arrasado su hormiguero?

¿Han podido contemplar a los pájaros volar por entre las ramas de los árboles, después de que una tormenta granizada ha destruido sus nidos?

Así exactamente, como hormigas, como aves mojadas, estaban anoche los maestros.

Ni una lágrima, ¿saben? Ni siquiera un grito. Ni un reclamo, una negación. Mucho murmullo apenas, también mucho silencio, apenas roto por el megáfono de un organizador:

«Una persona ofrece dos lugares en su casa, para maestras que estén muy cansadas. Acérquense por favor para ponerse de acuerdo… ah, que pueden ser tres maestras».

Y la gente que platicaba, serena, mientras un aroma a café caliente con canela en rama recorría la explanada. Mientras la maraña de cuerdas, que antes había destruido la Policía en el Zócalo, ahora comenzaba a tomar forma en un nuevo emplazamiento.

En un sector, decenas se movían para organizar las donaciones de agua potable. En otro, la comida. «¿No quiere unas quesadillas…? Son de papa». En otro, las mantas. Las cajas de cartón para paliar el frío de la plancha. Los mecates. Las lonas. «Hay que pedir más lonas, fue lo que se perdió más». El café. Las galletas. Las latas de atún. Todo aquello que anoche les regalaron.

Diseminados en grupos, los maestros y las maestras se organizaban, meticulosamente. Cuando escuché por el megáfono que «la Casa del Estudiante ofrece refugio… también los estudiantes de la ENAH… las maestras que traían niños, por favor acérquensenn pa’ colocarlas en sitios donde no haga tanto frío…» volví la mirada hacia los distintos rostros para entender lo que estaba presenciando: y ahí estaba.

Instinto de persistencia. La no claudicación.

¿Saben a lo que me refiero? Es un afán, tan propio de ciertos seres vivos, de levantarse y volver a empezar, después de que todo ha sido arrasado por el fuego. Por la tormenta. Por el hielo.

No hay análisis político o de seguridad que pueda medirlo. No pueden conocerlo quienes no han padecido los persistentes embates de la furia. Quienes jamás han tenido que defender lo único que tienen. Quienes no están claros en sus ideas.

Instinto de persistencia, que nace sin coraje, sin furia, pero también sin miedo, sin duda. Hombres y mujeres que están decididos a la no claudicación, porque es lo único que les queda. Millones de mexicanos sabrán de eso, porque están acostumbrados a que les arrebaten todo cada tanto tiempo. A perder y recomenzar. A no dejarse. A pelear.

Lo comprobé al final de mi caminata, cuando me acerqué a una maestra, un rostro moreno, quizá unos 50 años. El cabello una trenza, dos enormes colgantes de metal en las orejas, la piel resecada por el sol:

– ¿Quiere esta colcha, maestra… la café es grande, king-size… y la roja es chiquita, una mantita pa’ los pies?

Ella sonrió. Tomó la bolsa con mis colchas que ya eran suyas y me miró a los ojos:

– Gracias.

No dijo más. Hay ciertos ojos transparentes, ciertos rostros de dignidad, que no puedo convertirlos en palabras.

Entregó la manta grande a otra mujer que estaba sentada junto con ella, su carita redonda, sus manos regordetas, su silencio. Ambas acurrucadas en un ángulo del barandal que está justo en el centro del Monumento. Luego colocó la mantita roja alrededor de sus piernas, para esperar la noche y el frío:

-Mañana hay que levantarse muy temprano- la escuché decir.

Lo entendí todo. Y sentí lástima por Enrique, por Miguel Ángel, por Manuel. Por el triste coro de aplaudidores a sueldo que ayer festejaban la aplicación de la regla «Prescindir del diálogo-Imponer garrote»:

Al momento de expulsar de la Plaza de la Constitución a los maestros de la CNTE (quienes luchan por impedir que una reforma laboral disfrazada de reforma educativa termine de aniquilarlos) no supieron medir con precisión que sólo estaban encendiendo el fuego de una mecha.♠

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