Aquí cada cual tiene su Juárez. Lo mismo la vendedora de maletines y peluches, que se erige en primera ambulante de las banquetas recién remodeladas, que los teporochos pedigüeños, las estatuas vivientes, la prostituta que se aposta en la esquina del Hotel Hilton, los compradores compulsivos de baratijas y piratería o las niñas ricas, recién desempacadas de Madrid, que quieren redescubrir el kitch que otros países admiran del mexicano, con una foto fantástica de los Reyes Magos.
Acaban de encender algunas de las nuevas farolas que iluminarán la avenida Juárez (quién sabe por qué sólo prendieron el tramo que va de Reforma a Humboldt) pero para la gente es suficiente: cientos, si no es que miles de capitalinos estrenan las bancas, utilizan las luminarias como flashes para sus fotos, pasean de un lado al otro de la avenida de tránsito detenido, corren, patinan, se besan, husmean, compran. Sobre todo compran.
Es un estallido de colores, de figuras, de ánimos, y ese bullicio de miércoles convierte la noche en cualquier mediodía dominical en plena Alameda: a 25 pesos los chicharrones de harina, dos blusas por 100 pesos, un sombrero por 75, los globos, “los peluches pa’l niño, la niña”, “la última aventura de Tom Cruz”, “estrenos del cine, las aventuras de Tintín”.
“No se han reportado contratiempos”, dice el oficial que custodia la romería al pie del monumento a Benito Juárez, “se detuvo a una persona que intentó robar el bolso de una ciudadana”. Mala suerte para él: a otros tantos raterillos jamás los agarraron.
Detrás de las nuevas palmeras, que insólitamente (por no decir estúpidamente) alguien decidió que eran la mejor opción para el entorno urbano, dos niños juegan con una pelota que tiene la figura del Gato con Botas, ajenos al jaloneo que una pareja protagoniza en la esquina de Iturbide, que llega a los gritos, a las amenazas, y es acallada por un policía, quien se acerca a preguntarle a la mujer por qué es que llora.
Anda la gente, en plena noche, tomando para sí sus respectivos Juárez. El de la feria y los Reyes, que es una algarabía interminable de luces, gritos, risas, esquites, fotos. El del comercio de cuanta cosa, con sus transacciones inagotables, sus monedas abaratadas y sus billetes siempre devaluados.
El del enamoramiento, con sus bancas que guardan secretos, promesas, insistencias. El de la arenga, con sus panfletos contra nuestros siempre corruptos y voraces políticos de todos los partidos. El del ligue, con sus quicios oscuros, sus rincones en penumbras, sus miradas furtivas y sus sí con los ojos. El de la pista, con sus conos y sus patines de hilera, con sus piruetas y sus aplausos. El de la cultura, con sus libros y sus películas de arte. El de la memoria, con su plaza que recuerda un terrible terremoto.
Anda la gente, en el último miércoles del año 2011, con sus hijos, parejas, acompañantes, sombras, fantasmas, con la parsimonia de quien vacaciona, mientras más de un centenar de policías se entrecruzan entre el gentío, más de un millar de reyes magos se disputan la esperanza, miles de ojos se cuelgan de las luces.
Anda la gente, camina, se acumula, se amontona en esa avenida de presencias y olvidos, con sus manos levantadas para recibir la limosna y sus bolsas arrastradas de tanto vagar, igual que anda con sus monedas vertidas, sus paquetes repletos y sus arrebatos. Sus pelucas y sus cuernos de reno, sus antenitas y sus gorros de Santa.
Anda la gente, en fin, en su avenida Juárez con banquetas nuevas, con luminarias nuevas, con nuevas señales, y torea como los autos que la embisten, torea al Metrobús, incluso a las bicicletas en ese paso de la muerte llamado la esquina de Balderas y Juárez, porque un torpe, torpísimo gobernante, olvidó que la gente, para andar, requiere la certeza de que ningún cafre le gritará, en medio de la noche, “apurate, pendejo, la pinche calle no es pa’ pasear”.♠
Publicado en El Universal