Patricia, “La Pato”, sentada sobre un sofá color cajeta que nadie sabe cómo llegó hasta el camellón, apenas ha cumplido los 15 años pero ya tiene certeza de lo que espera de la vida: nada.
En la mano derecha, pequeña, costrada de tierra, jabón y agua revueltos, tiene una botella que dirige, cada tres minutos, hacia los parabrisas de los coches detenidos en el semáforo de Marina Nacional y Laguna de Mayrán. En la mano izquierda, que sólo cuenta dos dedos y medio, blande un pedazo de hule negro con el que recoge el agua que algunos vidrios convierten en monedas. Desde los doce años es dueña de todas las calles de una ciudad que la ignora.
-Me vo’a morir pronto. Y así ‘tá chido, valedor. Si me van a matar o m’voy a morir, ‘tá chido, valedor. ¿Qué? ¿Me das veinte varos, p’un taco?
-¿Por qué te vas a morir?
-Nomás. Porque todos se mueren ¿sí ves? Se murió la Rosita. El Bola. Lucero. Chicarcas. Manitas. Se murió el Aurelio. Todos nos morimos. ¿Sí t’vas a mochar con los veinte varos?
Junto con otros nueve jóvenes y niños que intermitentemente hacen de ese crucero de la colonia Anáhuac su centro del mundo, La Pato, el rostro de tres cicatrices, pequeña y enjuta como la niña que no ha dejado de ser, la descascarada mirada de quien monea, acondiciona como refugio el bullicio cercano de la Torre de Pemex. Los muchos pasos cercanos. El humo, el ruido, el viene y va de gente que no mira.
El sofá, dos hacales, un costal y seis cobijas verdes y azules de rumores amargos, rancios, son la principal decoración de la casucha temporal donde duerme, donde duermen todos ellos: tres paredes de lona azul, plástico que fue inservible propaganda política, amarradas con mecate a la barda de lo que un día sirvió de pozo de suministro y hoy pertenece al olvido y al Sistema de Aguas de la ciudad.
Para sobrevivir, La Pato hace rondas de limpiaparabrisas que empiezan a las 9, cuando los miles de automovilistas que bajan del norte de la ciudad quieren llegar al Circuito Interior y al Centro; se interrumpe hacia la una de la tarde, cuando ya ha juntado más de 70 monedas diferentes que le sirven para una guajolota, un refresco de cola, los cigarros y la mona, y sólo concluye pasadas las nueve de la noche, porque los tarjeteros y las reclutadoras falsamente rubias del teibol vecino ocupan el camellón para llamar la atención de los ansiosos.
La tarde en que le hablo, viernes de tránsito e infierno, La Pato está desbordada: además de sus 227 pesos de ganancia, se ha hecho novia de un joven callejero que ronda la misma avenida, pero en sentido contrario. El Joel. Un chavo flaco, mucho más alto y moreno que ella, de cabello acelerado, la nariz con aros, un tatuaje oscuro en el hombro derecho, un rostro armónico.
Juntos, como si fueran una de esas parejas de aves cenizas que usan el cableado para piar su romance, el Joel y la Pato ocupan el sillón durante seis minutos. Se abrazan un rato, se besan, se restriegan uno al otro la piel debajo de la ropa y dejan que tantos ojos, tanta gente, observen o ignoren según le apetezca. Luego se van y es cierto: son pájaros cenizos.
-¿Para ti que es la vida, Pato?
-Una jalada.
-¿Y el amor?
-Nada.
-¿Entonces por qué andas de novia?
-Todo s’un rato, valedor. Mientras me muero o mientras me matan.
Toma los cincuenta pesos que le doy y me cuenta, sin que se lo pregunte, cómo perdió los dedos de la mano: “mira, valedor, me los quitaron. Se m’pudrieron por la ‘tropellada y me los chingaron, nomás. Luego siento que los tengo”.
La miro detenidamente: La Pato tiene un par de ojos oscuros, más que negros, con pupilas que tiemblan como lunas en agua, una mano casi cercenada por esas calles que no saben de apapachos y una piel rugosa, como de lija gruesa, que de cerca despide un tufo a solvente. Ella no sonríe.
Antes de irme, ya casi tengo ganas de decirle que está equivocada. Que a veces cualquier caricia es suficiente cosa buena que esperar de esta vida, pero entiendo mi ridículo: cuando ella se avalanza sobre los distintos parabrisas, cuando acciona su botellita que chorrea agua y logra recibir varias monedas pero ninguna mirada, entiendo que tanta indiferencia junta sí aniquila, sí destruye. Mata.♠
Publicada en EL UNIVERSAL