PLAZA MAYOR No. 16
En la Plaza Mayor hay vagones del Metro que llevan en su interior sólo mujeres, rodeadas de mujeres como ellas, donde el ser femenino, al menos esa versión almibarada de lo rosa, se diluye entre puntapiés bien propinados, mentadas de madre sin retoques y empujones de guerreras.
“Quítate de la entrada, pendeja”. Y la joven rechonchita, ni siquiera veinte años encima, visiblemente obstructora de las puertas, mira directamente a los ojos de quien reclama, y despacito, como inmutable, sin aspavientos, le lanza un grito que provoca que el murmullo del vagón se desvanezca: “pues si tienes tantos güevos, ven y quítame, pendeja”.
Lo que sigue es un delirio. La morena reclamante, quizá trabajadora de algún banco, pasa la mano derecha por sobre la cabeza de la joven, la estudiante, y le toma el cabello con el puño.
El convoy apenas avanza ya hacia Juárez, y la chica de la puerta, quizá universitaria, se apresta a tomar de los pelos a la otra, que para no caerse se agarra como puede de los tubos bamboleantes. Cómo llueven las mentadas.
El centro del vagón está casi repleto, pero las mujeres que miran a las otras dos trenzarse de las greñas, nomás se hacen a un lado como quien abre espacio, sin detenerlas, sin tranquilizarlas, con una mirada de fascinación repetida en por lo menos 10 pupilas: “puta”, grita una, “cabrona”, dice la otra. Y puros silencios alrededor de ellas.
“Estas chamacas de ahora”, dice una mujer ya casi anciana, sentada en la fila que mira mejor a las trenzadas, y sigue contemplando sin meterse. Cuando el tren llega a la estación del Benemérito, la estudiante suelta el pelo de la oficinista que hasta bufa, se arregla como puede la mochila y sale del vagón mentando madres: “aquí nos vamos a encontrar, cabrona”.
“Yo le hubiera dicho lo mismo”, le dice una mujer, acaso cincuentenaria, a la oficinista rijosa que se va calmando. “Arréglate el cabello, se te desacomodó”, le dice otra, y le pasa un espejo que saca de su bolso. “Le hubieras volteado una cachetada”.
De más atrás, las miradas de morbo no cesan de caer sobre la mujer morena, traje sastre gris, pañoleta morada, labios carnosos, bolso negro al hombro, pelo medio rizo enredado hacia la nuca, filosofía chilanga: “la que se deja es por pendeja”.
Entonces regresan los murmullos. Dos mujeres sentadas a cuatro lugares de la escena discuten entre ellas si “sería menor bajarnos en Eugenia”, para tomar no se sabe cual pesero sobre el Eje. Otra comenta que “Gaviota es una tonta”, y más allá alguien dice que “otra vez me dejó a los niños sin comer”.
El vagón especial para mujeres, según ha dicho el policía Abel Lorenzo cuando le permitió la entrada al reportero, “es para que a las señoritas no las molesten, y para que nadien las agredan”. Habla de los hombres, claro. Dice que “luego se pasan de cabrones, y les hacen cochinadas a las muchachas”. Quizá no se ha subido él a uno.
Porque en Hidalgo, el toque de apertura de las puertas es como el silbato para una carrera de hombro contra hombro, donde las mujeres se lanzan como fieras sobre los espacios ocupables, con sus bolsas como escudos y sus manos como lanzas.
Y entre empujones y empujones se miran retadoras fácilmente, frucen los labios como si estuvieran enojadas, hablan bajito pero consistentemente, se exigen espacio sin dulzura o tientos.
La presencia de cuando mucho siete niños apenas les reclama la mirada. Los olores de perfumes azucarados se revuelven. Ninguna lee el periódico del martes. Algunas llevan libros, revistas TV Notas, algo sobre “superación”, y los horóscopos. Irán ahí unas 15 que viajan maquillándose, tal vez otras 20 que van pensativas. No le ceden el asiento a nadie, ni se piden permiso cuando pasan.
El recorrido llega al Centro Médico, y a la entrada de los hombres, pareciera que las mujeres se aferraran a sus bolsos, al contenido de sus revistas, a la cavilación de sus asuntos. Cruzan las piernas, las que pueden, y como si fuera cosa de la magia, parece que otra vez se vuelven frágiles y delicadas, femeninas.
Publicado en el diario EL CENTRO