Ehécatl Ríos intenta serenarse. Para que el eco de aquellas palas, las que juntaban la tierra de la tumba de su colega Rubén Espinosa, no llegue a taladrarle el sueño. Para que esa sensación de irrealidad no aparezca otra vez. Pero no puede. Tiembla.timthumb.php

Ehécatl, fotoperiodista también, escribe sobre sus miedos en las redes sociales. Si lo leen algunos de sus amigos, si comentan, ya cuenta como exorcismo. Compartió su pesadilla: “Me atrapaba el cuerpo con sus piernas de pulpo, me aprisionaba con la espiral de una serpiente, sacaba su lengua buscando mis labios… las pesadillas tocan mis sábanas y sólo queda sucumbir ante el dulce insomnio”.

Otra vez, Ehécatl está tiritando. Se siente amenazado. Porque teme por su hijo. Porque vive en Veracruz. Porque no hay refugio posible. Porque mataron a su compa, a Rubén, y nadie puede asegurar que no van por él. Porque violaron a su amiga, a Nadia, y nadie puede prometer que no será el próximo. Porque la oscura noche de la impunidad absoluta no quiere amanecer. Y no va a amanecer pronto.

Ehécatl Ríos contesta el teléfono a un extraño, al periodista que escribe esto.

—¿Les pegó muy duro, verdad?

̶ Pues, es que… el mensaje de todo esto es muy claro ¿no? No… este… no estás a salvo ya ni siquiera… antes era que la mayoría de los periodistas estaban destapando cosas del narco y así… pero uno hacía diarismo, cobertura de otras cosas…

—Supongo que para ustedes está todavía más complicado… porque los tienen muy ubicados…

—No, ¡está de la chingada! O sea, sí… yo ahorita llevo un rato sin trabajar en prensa, pero aun así… —dice Ehécatl Ríos. Un eco repite sus palabras. Un zumbido. Bzzztt… bzzztt. Como línea telefónica con más de dos auriculares escuchando. Como de pájaros en el alambre. Cuelga.

—¿Se sigue escuchando el eco? A lo mejor estás cableado… puede ser.

—Ah, sí… eso seguramente —responde.

—Mándale un saludo a estos muchachos.

—Jeje —jejé… yo no tengo bronca.

—¿Cómo estás, cómo te sientes?

—Es un dolor bien increíble. La emoción es tan grande que ni siquiera la entiendo, ¿no? Es odio, es coraje… mucho miedo. Estar como en medio de todos y, de repente, estás en shock ¿no? Así te la pasas. En shock. Mientras revives una y otra vez la misma escena que no te deja dormir.

La escena no podía ser más dolorosa: el momento en que Ehécatl se enteró de que habían asesinado a Rubén Espinosa, su amigo, junto con cuatro mujeres: Nadia Vera, Yesenia Quiroz, Alejandra Negrete y Mile Virginia Martín.

El momento en que le preguntó a una amiga ¿qué onda con esto? y ella respondió en seco, sin matices: “Ya apareció… y está muerto”.

—Cuando me dijo, me puse a llorar en el suelo. ¡No es posible, no es posible! Fui al funeral de Rubén y me repetía ¡esto no está pasando… no está pasando! ¿No? Tenía que ver los cuerpos de los dos para poder procesar ¿no?, para saber que sí era real, ¿no? Y aún ahí, estando en frente de Rubén… y… verlo ahí… es muy duro… como que hay una parte de ti que no quiere ver eso… porque… mucho tiempo hicimos coberturas juntos… tomando foto… —intenta explicar, Ehécatl, pero no puede. Un torrente de emociones lo calla. Respira. Suspira. Gime.

Eso hace para que el aire que inhala le proporcione la fuerza para narrar lo siguiente.

Porque eso es aún más difícil de contar, para él y para sus compañeros reporteros, fotógrafos, camarógrafos. Para Noé Zavaleta, corresponsal de la revista Proceso en Veracruz. Para Felyx, otro de los amigos de Rubén. Para los activistas de organizaciones civiles que ni siquiera se atreven a dar su nombre porque sienten la lumbre que les quema entre las manos.

UnknownNos están siguiendo…

Está en Xalapa. Una tarde de un miércoles de febrero de 2014, después del asesinato del periodista Gregorio Jiménez, allá en Las Choapas, en los límites con Tabasco, Ehécatl se encuentra en la capital del estado. En la plaza principal, sobre la avenida Juan de la Luz Enríquez: la plaza Lerdo, rebautizada como Plaza Regina Martínez para impedir el silencio de un homicidio impune.

Las fotos del portal alcalorpolítico no mienten. Ehécatl, junto con un grupo cada vez más grande de reporteros, fotógrafos, camarógrafos, dibujantes, editores e incluso alguno que otro columnista, lleva hasta las puertas del palacio de Gobierno un caudal de flores blancas y una cartulina: “No les creemos. Justicia para Goyo”.

Va vestido de negro. También Rubén. Y los demás colegas. Casi todos. Una cadena humana de periodistas en luto.

Una chamarra de piel, con ese cuello que todos llaman Mao, y la mochila de su cámara colgada en la espalda. Los tenis negros con franjas blancas. El cabello rizado, que le imprime un tono básicamente juvenil a su rostro: un círculo casi perfecto, bordeado por una barba que nace rala en las patillas y va oscureciéndose hasta ser una tupida maraña de pelos en la barbilla. Sus manos, con la cámara a punto del disparo y un clavel blanco sujeto en la izquierda. Sus ojos, que miran a quien lo fotografía y por consiguiente a los demás. Directamente.

En esa marcha, o en alguna otra de esos días, recibió la primera amenaza. Ehécatl lo recuerda con total claridad:

—Le tomo fotos a una persona, que me pareció sospechosa: nos sacaba fotos a todos y no era del gremio. Se me acerca y me dice: “¿Qué quieres? Te enseño mi credencial si quieres… soy de la Sedena”. Me posó así, como diciendo “¿güey, qué pedo, no?”, lleno de cinismo, como si se sintiera amparado por todo este caos.

Pero no es todo. Justo tres semanas antes del asesinato de Rubén, Nadia, Alejandra, Mile Virginia y Yesenia, le llegó otro mensaje. Aún más perturbador.

Iba caminando con su hijo pequeño por las calles de Xalapa, la capital cultural del Golfo de México. De repente, se le cruza el mismo hombre:

—Lo más molesto fue eso. Me ve así, con una prepotencia, con un odio, ¿no? Como diciendo “ya se quién eres”. Y se sigue de frente. Sin mirarte.

Ehécatl permaneció helado. Se quedó, como dice, con el problema mental atravesado. No es que deba temer por su propia seguridad, sino también por la de los más cercanos, los suyos, que son todo cuanto tiene y todo lo que quiere.

—Y no han sido los únicos incidentes. Hay una persona que tenemos súper identificada como oreja de la Secretaría de Seguridad Pública, que siempre anda tomándole fotos a los compañeros. De repente se le ve tomando las caras a todos los que se manifiestan.

Una tarde, en una de tantas movilizaciones sociales que ocurren en Xalapa, tropieza con él, accidentalmente. Lo empuja. Le responde algo, no recuerda qué, y se enoja. Tanto que se abalanza sobre él y le tira el teléfono celular con que toma las fotos de los asistentes al mitin.

—Después, cuando lo pensé, estaba súper arrepentido. Un compa tomó las fotos del momento. No sé… a lo mejor en algún momento eso pueda ser útil. No lo sé —dice. Enmudece en el teléfono. Seguramente piensa.

Es lo que ha hecho tanto en estos días. Pensar. Es lo que han hecho tanto otros colegas suyos. En medio del insomnio, pensar. En medio del miedo, pensar. En su condición. En su circunstancia. En las posibilidades de ser los siguientes en la lista.

Como lo escribió Felyx, como pide que se le llame, desde el lugar donde se encuentra exiliado: “Ayer, durante la protesta, la lluvia cayó con rabia. Hoy, cuando te despedimos, el sol brilló con la misma luz que en tus fotos irradiaba. La luz que nos iluminará”.

Así lo anotó Ehécatl en su blog Ojo de Viento. Ahí escribió claramente:

Si me matan

ya se sabrá que estoy ahí juntito,

cada cual con su cámara,

cada cual con sus historias.

Porque también se sabe quienes estamos en la mira,

de no dejarnos comprar,

no callar y dar la voz,

también los ojos,

a los que tiemblan más por los destrozos.

 Un colega suyo lo entiende perfectamente. Noé Zavaleta, el compañero de trabajo de Rubén, su amigo, lo ha publicado así: desde el multihomicidio del 1 de agosto pasado se han recrudecido el acoso y la intimidación.

“El Comité Universitario de Lucha, que agrupa a estudiantes de la Universidad Veracruzana, de la Facultad de Humanidades y activistas sociales y ambientales, denunció que tras el asesinato de la activista Nadia Vera y del fotoperiodista de Proceso, Rubén Espinosa, el hostigamiento policiaco y de la Fuerza Civil en el estado de Veracruz, se incrementó”.

No deja espacio para la duda. Noé reproduce las palabras de los activistas, quienes describen: “La SSP, la Fuerza Civil, los ministeriales, los policías vestidos de civil rondan nuestras calles, nuestros barrios, vigilan nuestras casas, nos toman fotos. Elementos de la Fuerza Civil han detenido a compañeros, sin motivo, para llevarlos a los separos y amedrentarlos por horas, fuera de proceso. Sin cargos. Así andamos, con el aguijón de la amenaza tras la nuca”.

Una época de miedo como la veía Eduardo Galeano en el mensaje que escribió en su muro de Facebook. El miedo, como ceremonia de confirmación del poder, como de guerra sucia, según la define el filósofo Michael Taussing en su libro Un gigante en convulsiones: “La guerra sucia es una guerra de silenciamiento. Oficialmente no hay guerra alguna. No hay prisioneros. No hay tortura. No hay desapariciones. Sólo el silencio que consume en gran parte el lenguaje del terror, intimidando a todos para que no se comente nada que pueda ser interpretado como crítica a las fuerzas armadas”.

Es como se vive en Veracruz. Sin exageraciones. ¿Qué son, si no, 14 periodistas asesinados en apenas cinco años? Catorce.

Acoso… soterrado o abierto

Cómo le sonarán a Ehécatl Ríos y a cientos, miles de periodistas de Veracruz las palabras de Jorge Morales, el integrante de la Comisión Estatal para la Atención y Protección de los Periodistas, cuando critica la indolencia absoluta de Gabriela Arango, presidenta de la Comisión Permanente de Atención a Periodistas del Congreso local: “Lo que queríamos era… era una atención directa. Un esquema suficiente… pero nos dijeron que no se podía… nos mandaron al caño”.

Cómo interpretarán los periodistas veracruzanos el hecho de que esa comisión legislativa, creada para atender y proteger a los trabajadoreas de medios de comunicación, sólo se haya reunido una vez en 19 meses. En en ese lapso mataron a Rubén Espinosa.

Como dice Jorge Morales en La Jornada Veracruz, “lo que buscamos era una atención inmediata… no nos pelaron. Ni dieron la importancia”.

El ejercicio periodístico en México es una profesión de alto riesgo, con altos niveles de impunidad.

Es cosa de revisar la danza de cifras oficiales del Mecanismo federal para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas: desde 2012 ha recibido más de 170 solicitudes de protección, principalmente en Guerrero, Veracruz, Estado de México, Chiapas y Oaxaca.

Cosa de revisar los sucesos recientes:

Mientras camina por las calles de Cuitláhuac, un municipio cercano a la ciudad de Córdoba, el corresponsal del diario El Buen Tono, Raúl Rodríguez, es alcanzado por un sujeto que viaja en motocicleta.

—¡Qué fuerte está la calor! —dice el motociclista.

Sin contestar, Raúl lo mira. Nada.

—Por cierto… ¡bájale a tus notas! —remata el motociclista, antes de alzarse un poco la camiseta, dejar al descubierto una pistola y continuar su camino.

Desconcertado, según narra el propio diario, Raúl pide ayuda a la policía municipal, pero no hay resultados. Incluso viaja a Córdoba, porque presenta la denuncia penal. Pero no pasa nada.

Y otro reportero, Jair Negrete, dedicado a labores de difusión de una oficina episcopal en la zona de Agua Dulce, cerca de Coatzacoalcos, es golpeado por patrulleros de la Policía Municipal, quienes luego de exigirle dinero le dicen:

—Te conozco. Eras reportero de TV Azteca. Vas a pagar todo lo difundido. ¿Trabajabas en una empresa nacional y no me puedes dar dinero? ¡Qué pinches miserables son los periodistas, piensan que son los dueños de todo!

O el caso de Daniel Orozco, que relata Noé Zavaleta en uno de sus textos. Un chavo de apenas 23 años, reportero de La Red, un diario de nota roja de Coatzacoalcos, que después de cubrir el hallazgo de una posible narcofosa recibe una serie de mensajes en su teléfono celular: “¡Bájale de huevos!”, “te tenemos ubicado”, “¡te vamos a romper la madre!”, “¡Por hocicón te vamos a partir la madre!”.

Así le pasó también a Filadelfo Sánchez, locutor de La Favorita, una estación de radio en la región de Mihuatlán, Oaxaca, quien antes de ser asesinado de siete balazos, justo al salir de la emisora, recibió mensajes del mismo tipo: “Te vamos a romper la madre”.

Y a Indalecio Benítez, también comunicador radiofónico, cuyo atentado, en la zona de Luvianos, en el triángulo que forman Guerrero, Michoacán y el Estado de México, tuvo un desenlace terrible para él y su familia, según pudo relatarle a Elena Michel en El Universal:

“Al regresar, después de cenar unos antojitos, vimos a unos hombres encapuchados salir de mi casa. Le dije a mis hijos agáchense, nos van a atacar. Y los tres que iban atrás se agacharon. Yo le di el acelerón al coche y escuché los disparos. Se escuchó como hueco. Eso fue todo. Me doy a la fuga y me interno en la Marina (un retén cercano a su casa). Les pregunto ‘¿vamos bien?’. Y me dicen sí. Pero nunca me concentré en mi otro hijo. Al llegar a la Marina me dice uno de mis hijos ‘Dieguito se desmayó’. Bajo, lo agarro y me percato de que está muerto”.

Desde entonces, Indalecio vive en el exilio. Como al menos otros 60 periodistas, según estiman las organizaciones Freedom House y Artículo 19. Son desplazados. Por hacer su trabajo que, como dice Noé, se ha convertido en una carga:

—Claro que ahora estamos con zozobra… con incertidumbre, porque no sabemos cuándo va a parar esto. Desde Regina Martínez (corresponsal de Proceso asesinada) venimos diciendo que esto ya es un parteaguas, que hay alguien que debe poner un hasta aquí… ¡Eso fue en abril de 2012 y le seguimos contando!

—Sin saber cómo va a parar, ¿no? Sea allá en Veracruz, sea en la Ciudad de México…

—Exacto. Tenemos miedo porque, hay qué decirlo, nos preguntamos ¿quién sigue? Nos sentimos muy golpeados porque… ¿cómo te digo?, nos dieron donde más nos duele. Le pegan a un gran amigo, pero también a un cuate que traía compañeros de las nuevas generaciones. Rubén, de 31 años, traía a chavos de entre 22 y 25 años, tanto fotógrafos como videografos, a quienes les enseñaba cosas del periodismo, de la fotografía. Rubén hacía grupo, unía amigos y se llevaba bien con todos —dice Noé.

Cuando hablo con él, la voz de Noé suena triste, pero firme. Como si el miedo de los días posteriores al homicidio múltiple que él mismo describe se fuera transformando poco a poco en hartazgo, en rabia. En otra cosa.

—Esto nos causa mucho escozor. Varios de nosotros no podemos ya dormir tranquilos. Despertamos de zozobra en la madrugada. Lo he platicado con otros compañeros. Algunas compañeras, incluso, en las mismas coberturas, de puro recuerdo se ponen a llorar. Pero también hay mucha rabia. Mucho coraje. Una impotencia porque el asunto de Rubén no fue de la noche a la mañana, porque desde 2012 venía quejándose de agresiones y presiones.

—¿Tú te sientes tranquilo?

—Estoy… es muy relativo. Qué te digo. Ahorita voy caminando, solo, por el Centro. Pero… con los compañeros estamos todos en un plan como de niños chiquitos: a las nueve de la noche todos nos reportamos… si en la casa, si dónde están, si con quién… todavía la semana anterior todos los días alguien me tenía que llevar a mi casa, amigos o amigas, y me recogían lo más cerca de mi domicilio. Lo seguimos haciendo.

Pero no hay nada que garantice que no habrá más agresiones. Por eso su enojo. Tal como le ocurre a Ehécatl. Como pasa con otra colega desplazada, cuyo nombre pide no revelar porque tiene miedo, pero me dice:

—Me voy a ir de aquí. No puedo dormir. Me despierto bañada en sudor. Me han dado ya dos ataques de ansiedad en esta semana, con taquicardia. ¿A dónde? No sé. Si Veracruz no es seguro y México tampoco, entonces me voy a largar a la chingada…

—¿Fuera de México?

—Fuera del mundo si es necesario. No aguanto. No aguanto más el miedo —dice. Y estalla. Como Ehécatl, como Noé, como todos cuantos conocemos alguna de esas historias del acoso sistemático contra los periodistas mexicanos.

Sigue la vida…

—¿Qué es lo que les molesta? ¿Por qué los acosan tanto?

—Eso es lo que yo quisiera saber —responde Ehécatl—. Yya no sabes nada de lo que está pasando. No se puede sentir uno con ninguna tranquilidad en esta ciudad, en este estado, creo que en este país. Te roban todo, ¿no? Llega un punto en el que hasta es molesto caminar en la calle y cuidarte hasta de tu propia sombra. Sientes que te siguen, sientes pasos, ya no sabes hasta qué punto es real. Porque ya no sabes nada de lo que está pasando.

—Como paranoia…

—Sabes netamente que te estás siguiendo. ¿Qué puedes hacer? ¿Tomarles fotos? ¡Y de qué sirve!

Pienso que ese estado de ánimo es el de todos. Por eso el reclamo abierto, frontal, que le endilgaron a los diputados veracruzanos en el Congreso, cuando Ehécatl y otros irrumpieron en la sesión como huracán en una fiesta indignante y procaz:

Señores Diputados: estamos aquí porque una vez más han asesinado arteramente a un colega nuestro, peor aún, para muchos de nosotros, Rubén es un hermano.

Hoy exigimos al Congreso local, si les queda vergüenza, dignidad y un poquito de conciencia social, que exija a la Fiscalía General del Estado (FGE) que ponga a total disposición de la Procuraduría General de la República y de la Procuraduría del DF todo el avance de la investigación ministerial relativa al ataque de los estudiantes perpetrado el pasado 5 de junio y del cual Rubén como activista y reportero de Proceso y AVC Noticias dio total cobertura y seguimiento.

Pedimos a la comisión pertinente del Congreso local que «exija» —sus exhortos no sirven, son papel reciclado en la Fiscalía— a la FGE que deje de proteger a elementos de la Secretaría de Seguridad Pública que participaron por omisión o complicidad en el ataque a estudiantes, en el que el principal crítico de ese acto de arbitrariedad fue Rubén Espinosa. Cobertura que le derivó en amenazas e intimidaciones, por lo cual se tuvo que refugiar en el Distrito Federal, lugar donde dijo sentirse “tranquilo y seguro”. Ya vimos que no fue así.

Señores diputados locales, hemos dejado de creer en las instituciones… demuéstrenos lo contrario.

A ese reclamo en el Congreso se sumó un texto elaborado por periodistas y difundido en redes sociales, dirigido al gobernador Javier Duarte:

“Gracias por el pésame. En realidad espero que te duela, que te duela mucho, como a mí, como a muchos. Es irónico como los cómplices silentes, esos que no se ven, los que nos toman fotos, los que mandan a que nos las tomen, también lo sienten ¿Sientes culpa? ¿Sientes miedo? Espero que sí, como todos nosotros, espero, porque tú mejor que yo sabes quiénes estamos fichados, sabes quiénes somos, quiénes son nuestros hijos, quiénes no nos hemos vendido, a quienes ya no nos quieren contratar, sabes a qué hora he llegado a casa y con quién, mis hábitos”.

Ehécatl comparte la desazón, el sentimiento de desamparo en que los ha colocado de nuevo la realidad. Por ello escribió este texto para serenarse.

He tenido pocas certezas en la vida.

Seguir tomando fotos,

encapsulando el alma,

y vivir con esa frase que retumba,

que me dijo hace tiempo Rubén y me recalcó:

“Puño arriba, frente en alto”♠

Publicado en Emeequis

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