Ya tienes harta hambre. Y estás muy cansada, Zulhey. Es más, como ya llevas vigilando nueve horas y estás a punto de salir a comer cualquier cosa no muy cara, coordinas los tiempos con tu oficial, para que la estación no se quede sin policía: no imaginas, cómo podrías imaginarlo, que estás a unos minutos, a un grito, de llenarte la ropa de sangre.
Son justo a las 14:25 horas del 15 de abril de 2011. “Un día que no se me va a olvidar, de veras”, dices. Policía Auxiliar adscrita a la Terminal Pantitlán de la Línea 1 del Metro, desde hace dos años estás acostumbrada a los sobresaltos, “es parte de mi trabajo”, te resignas. Éste, sin embargo, no tiene parecido, ni estás preparada: es el momento de tener en tus manos una nueva vida.
“Camino por el andén, para salir, ¿no? Y de repente me dice mi oficial: ven, acompáñame, vamos a un apoyo”. Lo recuerdas sin duda. “Yo hasta pensé que me estaba bromeando, porque me dice: una mujer está en labor de parto”.
Como quien cree que es otra broma de compañeros, de esas que hacen menos pesada la chinga de vigilar 12 horas continuas una de las estaciones más peligrosas y conflictivas del sistema Metro de la ciudad de México, con más pereza que prisa te acercas al Centro de Monitoreo. Una mujer gime.
En esa pecera de vidrio y paneles huecos, a la vista de todos, Arcelia Vargas Pérez, 37 años, un rostro lleno de miedo, un dolor intenso bajo el vientre abultado, ya no puede esperar por los paramédicos, muchos menos llegar al hospital de Perinatología, a donde iba cuando le empezaron las contracciones. “Es que ya no aguanto, por favor”, dice. Te asomas, con más miedo que determinación, y ves que una cabecita ya está perfilada entre las piernas.
“¿Sabe qué, compañero? La señora ya no va a aguantar”, dices decidida mientras te quitas el chaleco y untas tus manos con alcohol. Comienzas a rezar.
-Luego luego trajeron una camilla y la pasamos a un cubículo, pero fue cuestión de nada. Ya na’mas fue en el momento que nosotros dimos la vuelta, pues, yo me acomodé y ya tomé la posición y la señora expulsó, entonces ya tomé yo al bebé de la cabecita, no dejé que tocara piso ni nada, para que no se contaminara”.
-¿Pero cómo lo recibió, en las manos?
-Pues sí, la verdad. En las puras manos. Totalmente llena de líquido amniótico, residuos de placenta. Curiosamente, para el uniforme tengo unas ligas y las tenía en las muñecas. Con eso hice el amarre y con una navaja que me prestaron los compañeros, del botiquín, corté.
-¿El cordón umbilical?
-Sí, el cordón. Tomamos al bebé, lo envolvimos en una playera que se quitó un externo, personal del sistema, que nos la prestó. En ese momento, yo lo tengo en mis brazos al bebé, pero… me le quedo viendo y, siento, no sé, como si alguien, Dios, me guiara: que lo agarro de los pies, que le doy una nalgada y en ese momento que empieza a llorar… eso fue toda algabaría, ya ahí todos gritamos… “no, felicidades comandante, bien hecho”.
-¿Qué sintió usted?
-En el momento en que el bebé yo lo tomo, le doy la nalgada y llora, dije: ya es de vida. La tensión que tenía en el parto se me liberó. Como una descarga… yo veía al bebé en mis brazos, que no se movía, y me dije: Dios mío ¿ahora qué hago? Por eso me sentí feliz cuando lloró. El niño respiraba.
Tendrías que ver cómo se te ilumina el rostro cuando cuentas ese instante, Zulhey. Tu cara, de por sí redonda, despliega una sonrisa de dientes tan blancos como granos de cacahuazintle. Tus ojos, oscuros, de pestañas chirris, se esconden discretos. En los pómulos te nace un sol.
La importancia y el temor, dices, son la señora, pero sobre todo el bebé. Sin equipo adecuado, sin aparatos dispuestos para un parto, sin succionador de flemas, nada, la vida del niño está sólo en tus manos: que no se contamine, que no se caiga, que no se golpee, que no se lastime y con ello surjan consecuencias irremediables para él. Y para ti.
La mujer a quien ayudaste, a manera de agradecimiento, te comenta que siempre había pensado que ustedes los de la policía capitalina, ese ente sin rostro al que uno siempre define como muy corrupto (sobran razones), no estaba capacitada. Que nada más se dedicaban a la extorsión.
Por ello, ahora que recuerdas ese pequeño bulto, blanquito, delgadito, larguito, lleno de sangre, que pesó como dos kilos y dejó el cubículo y a ti misma cubiertos de sangre, olorosos a fluidos, dices convencida:
“Los sacrificios valen la pena. Las mentadas de madre, los desprecios, el sueldo tan bajo, todo vale la pena. La vida tiene su equilibrio, es perfecto, te da lo que te mereces, tarde que temprano, siempre. Si tú quitas, se te quita; si tú das, te da”.
Así te vas a la calle. Otra vez a la estación Pantitlán, donde éste año han nacido tres de los cinco bebés que registra el sistema en 2001. Donde eres la vigilante. Donde nadie sabe que tu nombre, policía Zulhey, designa el movimiento que tienen las olas cuando chocan contra las rocas.♠
Publicado en El Universal