Con un caballito de tequila Grillos en la mano derecha, Óscar de la Renta mira la noche, que tiene Luna de uña sobre Garibaldi. La primera voz del Mariachi Imperial Azteca, José Aguilar, da paso al coro y el diseñador comienza a cantar, primero quedo, como si rezara, y luego a voz de chorro: «que digan que estoy dormido y que me traigan aquí… México lindo y querido…» El ícono mundial de la moda en el siglo XX está de juerga.

Eliza Bolen, su hija, envuelta en un caramelo colorado de seda con pedrerías finas, zapatos alucinantes, aretes de bisutería de otro mundo, lo busca con el segundo tequila de la noche. Llega hasta la parte de la terraza donde su padre canta, y mira cómo se humedecen los ojos del mayor diseñador de modas que haya nacido hasta ahora en tierras Latinoamericanas. Observan la plaza juntos: centenares, allá abajo, chupan, ríen, cantan. Decenas, ahí arriba, chupan, ríen, cantan.

«Recuerdo mucho a mi amiga Dolores», dice el hombre cuando suena el «Cielito Lindo». Cosido a la vida, en los linderos de los 80 años, garboso como esas palmeras greñudas de Santo Domingo, su República Dominicana, sereno, tropical. Sorbe de su tequila blanco como si la medianoche en la cantina al aire libre más hermosa del mundo fuera el mediodía.

«Recuerdo su elegancia, su espíritu bello», dice Óscar, «extraño a mi amiga Dolores del Río». La primera Diva mexicana en el cine hollywoodense está en Garibaldi con Óscar de la Renta, en esta noche fresca de un siglo distinto. «Salud».

Óscar de la Renta llega a México, después de 31 años, para mostrar su colección más sofisticada en la Plaza México, para hacer de «este país que tanto amo» un centro mundial de la moda. Ha querido volver a Garibaldi, caminar por entre los borrachos, oler la chela derramada, sortear las botellas rotas, las mujeres de caricias imposibles, los hombres de bravura derretida, escuchar mil canciones revueltas, vivir el México genuino: «son tantos recuerdos. Está tan cambiado este hermoso país», dice antes de anunciar a sus amigos: «quiero El Rey».

La secretaría de Turismo de la ciudad de México le organiza el ágape. En punto de la media noche en la plaza repleta, para el genio dominicano todo está permitido y, junto con sus musas y muñecas, revive el Garibaldi de otros tiempos. «Quiero ir al Tenampa, pero me han dicho que está cerrado por un luto. Qué lástima», dice. José Aguilar, sus trompetas, sus guitarras, no han dejado de cantar: una piedra en el camino le enseñó que su destino era llorar y llorar.

«México es un país, al desnudo, maravilloso», dice Óscar. Mira a la gente que baila en el Tropicana, mira allá abajo a las prostitutas ir y venir sobre la plaza, a los teporochos que se sacuden los fantasmas, a los perros flacos, a Don Juan el viejo sin dientes que vende toques de a 40 watts, a Seferino el atolero, que ha dejado su carrito de donas y conchas justo en el lugar donde estacionan la camioneta de la cual descienden las modelos y el modisto. Observa. No parpadea Óscar de la Renta. Observa todo.

Desde el otro extremo de la terraza del Museo del Tequila y el Mezcal, una muñeca de ojos grises, azules, esmeraldas, se acerca al diseñador. La boca es un durazno carnoso, los pómulos son de una niña en verano, las piernas largas, inabarcables de un primer vistazo, la esbeltez que se le cobija en un bombón blanco con grabados negros que Óscar ha dibujado el verano pasado.

Pasa el maniquí perfecto por el borde de la zona reservada y 24 hombres, desde la zona de los simples mortales, la miran, la admiran: «es Candice Swanepoel», susurra una mujer. «No mames, qué chulada de vieja», dice uno de ellos. «Mamita sabrosa», replica el otro. La muñeca voltea. Sonríe. Las sirenas hipnotizan para hacerse inolvidables.

Lissete Trepaud, la directora de relaciones públicas de la telefónica que ha traído a México al diseñador, lo abraza entusiasmada. «¿Estás contento?», le pregunta. Candice lo abraza también. «Es hermoso todo esto», dice Óscar, y el mariachi le regala «La Bikina». «Este es un país que amo profundamente».

-¿Qué recuerdos le trae la moda de México?

– Recuerdos maravillosos. Es un país generoso, creativo, con mucho color, texturas maravillosas, con figuras que invitan a crear. Es sorprendente, me encantan los vestidos tradicionales de este país, son hermosos.

-¿Y lo nota muy cambiado?

-Todos hemos cambiado. Pero sigue estando hermoso, sus mujeres son hermosas, alegres, divertidas, bellas, dice. Voltea hacia la plaza, allá abajo y confiesa: «para las mujeres no hay mejor vestido que su cuerpo desnudo, son las más bellas desnudas», dice. Entonces decide bajar hacia la plaza.

«YO ‘STOY MAS BUENA, HIJA»

Quién sabe en qué está pensando el funcionario de Turismo que guía al diseñador. El grupo compacto que llega con ellos a la puerta, se dispersa apenas salir del Museo del Tequila. Una a una, las chicas, sus vestidos de formas imposibles, sus zapatos de dimensiones extraterrestres, sus rostros, su delgadez extrema, su olor a frutos a punto de reventar de azúcar, se mezclan con el gentío que desparrama alcoholes por los poros, fiesta, gritos, aullidos: «como quien pierde una estrella, ay».

Siguiendo a quién sabe quién, Óscar camina rumbo al Tenampa. No se arruga un átomo de su saco, no se mueve un centímetro de su pañuelo de seda en la solapa. Parece que no le pesan 79 años cumplidos. Sortea como puede los botellazos, los vidrios abandonados, los briagos sin dientes, gente que, en medio de su festejo, quién sabe cómo se percata del paso de esa gente distinta: no es sólo la ropa, es el barullo, los tequilas en manos de doncellas de revista, los peinados, los bolsos. «Saludos a Perú», dicen unas borrachitas y Óscar les saluda. Quién sabe con quién lo confundieron.

«Yo estoy más buena que esas viejas, hija», grita una mujer, un vaso de medio litro de cerveza en su mano derecha, el cabello atrapado en una dona de tela, los labios entre juguetones y envidiosos. «Y no estoy chaparra». Ríe. Una de las modelos, Marilya, la mira encantada, le sonríe, no entiende lo que dice la mujer y quienes la acompañan: «ira, sabrosaaa», se escucha, y también un clásico «grandotas, aunque me peguen».

Pasos adelante del tropel, temerosa, verdaderamente angustiada por el gentío que se les abalanza, Lissete Trepaud avanza dudosa, busca disimulada la mano del dominicano, los ojos de las otras modelos del séquito. «Todo está seguro», le digo, «sólo están divirtiéndose. «No se ven mucho por aquí este tipo de… rostros». Entonces su semblante recupera la confianza. Sonríe.

Óscar clava los ojos en la multitud hasta que encuentra un vendedor de zarapes moreno, mulato, alto y canoso. «Mira, ese hombre es igual a André Leon (editor de la revista Vogue)», dice y Alex Bolen, su yerno, estalla en carcajadas.

A unos pasos del «Guadalajara de Noche» un tropel de borrachos rinde homenaje a Pedro Infante y Óscar, jubiloso, pide también tomarse foto junto al ídolo. Ahí se suman sus chicas, Lissete, su hija, su yerno, el funcionario capitalino Alejandro Rojas Díaz Durán. «Viva el mariachi», dice el diseñador.

Sonríe. Entra unos minutos al salón de baile, bebe otro sorbo de tequila, baila unos cuantos compases de una salsa guapachosa y, sin rostro de cansancio en la mirada, le guiña nuevamente uno ojo a la noche con Luna de uña que lo acompaña en su regreso a Garibaldi.♠

Publicado en EL UNIVERSAL

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