«Veinticinco años después… ya no le dan flores»
Casi 25 años después, ese poderoso hombre hombre que saluda desde la ventanilla del autubús, como un inalcanzable superhéroe para las manos de centenas de niños y adultos de Azcapotzalco, está tendido en una capilla sombría, sin flores ni velas, sin las manos multiplicadas por cientos. Muerto.
Ese, a quien un niño chintololo observa sonreír, caminar apenas en medio de una lluvia de confeti y el tumulto de hombres y mujeres que se extasían quién sabe por qué cuando les tiende la mano, está metido en un féretro de madera fina, en un cuarto por demás desolador.
«Se llama José López Portillo», le dicen al niño de entonces, le dicen que es presidente de México y que ese mediodía de 1980, quizá 81, va a inaugurar una escuela primaria, la «niño agrarista», y un jardín de niños para las colonias populares aledañas al recién fundado fraccionamiento para trabajadores petroleros de la colonia Ampliación Petrolera.
Ahora ese hombre ya no existe, y sus restos son custodiados por no más de trescientas personas, entre ex colaboradores, ex colegas, parientes, amigos, sucesores, antecesor, que van y vienen de la capilla y muchos ni siquiera llevan flores para el muerto.
Pero la imagen es clarita: ese que dicen que se llama José López Portillo se baja del autobús y una lluvia de papelitos de colores le cae encima. Lleva una chamarra de piel y camina unos pasos por la avenida Campo Cantemoc, hasta la esquina con Campo Moluco, y se pierde de la vista del niño que no sabe por qué lo ovacionan, pero escucha que le gritan algo como «gracias, señor presidente» y «los petroleros estamos con usted».
Y las pancartas y mantas que cargan también agradecen algo que la memoria ya desechó. Y las vallas humanas se extienden casi desde la esquina de aquellas dos calles hasta la avenida Tezozomoc, profusas de aplausos, vítores y loas, mientras el niño de la colonia Plenitud, que solamente anda de curioso, nomás mira y no entiende, peo ve al superhéroe de cabello entrecano, con la mano derecha levantada para el saludo, como el Superman de la televisión. Pero en colores.
Ahora no hay gritos de júbilo. Las decenas de fotógrafos, camarógrafos y reporteros sustituyen a los colonos de San Miguel Amantla, Amplación Petrolera, San Pedro Xalpa.
La muchacha de cabello rubio, Paulina, quien cantaba «aquella jacaranda, aquel olor tuyo, sólo tuyo… tus miradas, tus palabras que a veces me consolaban…» en un disco producido por Bebu Silvetti y dedicado a su «Papachi», ahora llora ante el cajón de madera, vestida de blanco, con un turbante en la cabeza.
Y la hermana mayor, Carmen Beatriz, se abraza a Nabila, la hermana menor, y le dice que «todo va a estar bien, ya todo va a estar bien, no te preocupes más».
Y «el orgullo de mi nepotismo», José Ramón, atiende a cuanta persona llega al lugar, sereno, como ausente, como sin saber a dónde o por qué.
Las pancartas, las mantas del pueblo no son sustituídas con nada, porque el pueblo no está en el cuarto sombrío, ni en la explanada del lugar, ni en la calle aledaña, ni en las avenidas. Ni siquiera en las flores, pocas, o en las coronas, pinchurrientas.
El superhéroe a colores que saluda desde Campo Cantemos ha devenido «el perro de la colina». Y el Mesías que recibe cartas de los clasemedieros de la Petrolera yace sin honra en un funeral sin brillos.
El superhombre es una historia que todos quieren olvidar, el que no merece siquiera que su partido, el Revolucionario Institucional, le rinda un homenaje especial porque «la historia y el pueblo de México lo juzgarán».
El hombre con chamarra, rodeado de hombres con gafas negras y chamarras de piel, que saluda a la multitud, ya no está para ver que no era un superhéroe, ni para notar que la gente de Azcapotzalco que le agradecía los «favores recibidos» frente a la escuela «Niño agrarista» hoy no está en su funeral.
«Se llama José López Portillo», dice alguien. Y entonces, caen de pronto casi 25 años. Y casi nada.♠
Publicado en EL INDEPENDIENTE el 18 de febrero de 2004