PLAZA MAYOR No. 19
Dicen que muchos son resultado de las mandas que los cábulas de por el rumbo hacen a San Juditas para salir del reclu, o que los ponen justo donde le ha salido algún muertito a las paredes, o para desaparecer montones de basura. Dicen que en la Anáhuac, y también en Santa Julia, los altares son como “flores que les nacen a las banquetas”.
Según los habitantes de ambas colonias, esas que “de noche sí está grueso, de noche mejor ni meterse”, los altares a la Virgen de Guadalupe, a San Judas Tadeo, a la Santísima Muerte o al Cristo Crucificado son expresión de la religiosidad de la gente, pero también una forma de sacudirse la violencia en una de las colonias consideradas como de más alta peligrosidad en la ciudad de México.
“El altar lo puso un compa que acaba de salir, fue una manda que hizo a San Juditas”, cuenta Juan Carlos, un mecánico que trae la imagen de la muerte tatuada en el brazo.
Habla de un altar de cemento pintado de azul, con remate circular y detalles pintados con esmero, que se alza justo a la entrada de un conjunto habitacional con el emblema de Super Barrio.
En el interior del pequeño recinto hay un Cristo crucificado, varias láminas de San Judas torneadas a mano y una imagen de la Virgen de Guadalupe que parecen haber sido pasadas por trapo y sacudidor apenas diez minutos antes.
“Mi hermano también acaba de salir, y entre todos le ponen flores y les arreglan”, dice el mecánico. Comenta que en las noches de diciembre, cuando se acerca el día de la Guadalupana, las calles se llenan de lazos de colores, rondallas, serenatas y bailes para celebrar a su patrona, que hay concursos para premiar el altar más luminoso, que pasan la noche del 11 de diciembre entre serenata y serenata.
“Es el único día que conviven ratas y tiras”, dice el hombre, huérfano de mano derecha, arraigado en la Santa Julia desde la generación antepasada.
Quizá por eso, dice otro vecino, es muy común que en las calles de la colonia los altares improvisados, algunos hechos con troncos tirados por la Compañía de Luz, con figuras pintadas a mano o rotuladas con aerosol, sean colocados casi de emergencia cuando la gente inaugura algún nuevo tiradero.
“Nadie se atreve a tirar basura en un lugar donde haya una imagen de la Virgen de Guadalupe”, comenta Andrés Benítez, “por eso ponen los altares un tiempo y luego ya cuando se destruyen las mesitas o los troncos, los quitan”.
Pero son altares vivos, comentan en otro punto de la Santa Julia, porque el mural que se observa detrás de una réplica en miniatura de iglesia antigua, cambia cada noviembre, y adopta formas insospechadas de ciudades en el olvido, un pasado de tranvías y carretas, el rostro de la colonia a principios del siglo pasado, o el pueblo perdido en los recuerdos cinematográficos.
“Si vienes por ahí de finales de noviembre, mediados, vas a ver al artista trabajando, luego se va, pero cuando se va acercando la fecha de la feria, en diciembre, viene a cambiar la pintura y a ponerle cosas nuevas”, dice un vecino quinceañero.
Y son tan diversos. Apenas caminar un par de cuadras, del Circuito Interior calles adentro, casi cada cuadra tiene su propio adoratorio, con los colores que prefiere y la imagen del patrono de la calle.
De mármol o cantera, azulejo y loseta, los altares contrastan, por inmaculados, con las paredes grafiteadas y los muros descarapelados que regularmente les rodean.
Casi todos con flores frescas, con cristales limpios y cortinas bien lavadas, como si se tratara de oasis de tranquilidad en medio de bravas calles repletas de talacheros, vendedores de garnachas, “robertos” en bicicleta, perros, vecindades ruinosas, mugre.
Como una Morelia en miniatura, en la Anáhuac se suceden las capillas como cadenas de un rito que, según lo más enterados, tiene una tradición que sobrepasa los 50 años de establecido. Y de generación en generación se acrecienta.
“Generalmente hay un altar por cada dos o tres manzanas, y la gente se coopera para hacerles sus misas, para ponerles sus flores y sus veladoras”, dicen en el inmenso adoratorio de Laguna de Tamiahua.
Justo enfrente, escoltados por dos inmensos pinos que son la única vegetación que adorna toda la calle, están un San Judas y una Virgen, con un inmenso letrero que llama a los vecinos a cooperar para el adorno.
“Estos altares son de todos”, dice un teporocho antes de pedir sus diez varos pa’ la cruda. Diosito, al menos ese en quien ellos confían, está en cada calle como testimonio de que aún en esos rumbos la gente puede llegar a ser medio cabrona, pero nunca tanto como para no necesitar también la ayuda “del de arriba”.♠
Publicado en el diario EL CENTRO