No sé si es el tumulto de tanta gente junta, la necesidad imperiosa de sacudirme una emoción que se me atraganta en el cuello o sólo es un dejarme llevar sereno, silencioso, inexplicable: justo en el momento que él grita “ya es hora de que gane el pueblo”, justo cuando veo a la mujer que está a mi lado, una mujer casi anciana, el cabello cano, hirsuto, la boca sin dientes, la banderita amarilla atenazada en la mano, los ojos vidriosos que miran sin parpadeos a la pantalla, como quien pide una esperanza, yo ya no hago mucho por detener el contagio, las lágrimas que me brotan como truenos.

Comienzo a llorar.

Así, a lo macho. Como se chilla de emoción cuando se gana algo. Como se lagrimea al recibir una buena noticia largamente esperada.

En medio de miles que estamos hacinados como frijoles refritos en la plancha del Palacio de Bellas Artes, el lugar más cercano al Zócalo que puedo encontrar, comienzo a llorar como un chamaco.

Y no tengo una manera objetiva de decir esto, porque no tengo memoria para describir lo que ven mis ojos.

Yo, que he debido vivir tumultos zocaleros centenares de veces, que me ha tocado reportear cientos de marchas, mítines, primeros de mayo, cierres de campaña, festejos futboleros, desafueros, protestas, no tengo memoria suficiente para dimensionar lo grueso del gentío.

En su cierre de campaña, el candidato presidencial de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador, no ha llenado el Zócalo, ha desbordado el Centro Histórico de la ciudad de México, que dejó de gobernar hace siete años.

Porque no hay cientos, ni miles, ni decenas de miles. Somos centenares de miles, en miércoles por la tarde, que nos reunimos ahí, que marchamos, que gritamos, que bailamos, que festejamos desde el Ángel de la Independencia hasta el lugar al que podamos llegar, para compartir una idea, “ya es hora de que gane el pueblo”, y una emoción que estalla: «así como me quieren, así los quiero yo».

“Es un honor estar con Obrador”, gritan siete chamacos al unísono, armados con un largo pedazo de tela verde y una caja de cartón pintada con lo que pretende ser una efigie de Quetzalcóatl.

“El cambio ya va llegando, el cambio viene cantando”, twitean y retwitean otros, armando una red que entra por las pantallas de las computadoras, corre por los cables y llega hasta la calle que replica, a modo de fotocopias, las primeras imágenes de un Zócalo atiborrado.

Tangibles unos, virtuales los otros. Porque así es como funciona la nueva dimensión social. Una mitad tangible, gorda, avasallante, que se nutre de gritos y pancartas en medio de la calle, de olores, de texturas, de sabores, y otra mitad virtual, inasible, insospechada, que nace de los dedos de una mano acariciando un teléfono, una computadora, una pantalla, y conecta en un click individualidades distintas en los puntos más distantes.

Para crear juntas un nuevo todo, donde el aquí ya no sólo es sólo aquí sino aquí-ahí-allá, y donde la realidad se multiplica, se expande, se desborda. Nodos libres y unidos a la vez.

Por eso el Zócalo de López Obrador, oloroso a sudor, a elote, a salsa Valentina, a refrescos, pegajoso de tanta cercanía, ruidoso hasta el dolor de cabeza, es también un Zócalo virtual, repleto, que se replica en Monterrey, en Morelia, en Guadalajara, y hace de un time-laps de la empresa WebCams de México, subido quién sabe a qué horas por quién sabe quién en quién sabe dónde (http://www.webcamsdemexico.com/webcamtimelapse.php?a=f&c=9&f=2012-06-27) un trending topic en menos de una hora, y la forma en que paulatinamente se va colmando la plaza, el gentío, el paso del día a la noche, es visto por miles de ojos en cuadros de 1 foto por segundo, o 15, o 30.

Y aún cuando las pancartas, los gorros, las máscaras que se repiten por miles hablen de un temor, también hay escondida una esperanza.

Un temor, ante una nueva derrota, porque México tiene dueños y su poder inmenso no es cualquier baba: ahí están como prueba las mentes de miles de personas carcomidas por la televisión, convencidas de que “ese hombre es un loco”, aunque carezcan de argumentos para documentar el delirio; “es un Hugo Chávez”, aunque no sepan ni siquiera dónde está Venezuela; “nos va a quitar nuestro patrimonio”, aunque en realidad no posean nada porque todo se los han quitado cuando les enseñaron la mansedumbre.

Y una esperanza, robusta, plena, convencida esperanza, de que ahora sí es la buena. Que ahora sí va a ganar la gente, que por una vez las instituciones mexicanas serán instituciones y no una guarida de bandidos, que ahora sí los mexicanos pensarán también en el otro y no sólo en sí mismos, que por una vez tendremos una democracia verdadera, una libertad absoluta, que se acabó la corrupción, que se desmantelaron las redes de poder, que no existe Elba Esther Gordillo, la bruja del siglo XXI, que los mapaches son sólo unos mamíferos carnívoros de la familia de los prociónidos, que el carrusel es un juego de niños, que la operación tamal es una cruzada contra la hambruna diaria que padecen más de 15 millones de mexicanos, que la tinta es indeleble, que no hay anillos marcadores, que el fraude se castiga, que México es otra nación y no ha estado postrada por más de 85 años ni seguirá postrada otros tantos más.

“Se ve, se siente, tenemos presidente”, cantan unos en el Ángel, “si hay imposición, habrá revolución”, amenazan otros frente a la estatua de Cristóbal Colón. “Ingeniero, Ingeniero, yo voté por usted”, claman algunos más cuando llega Cuauhtémoc Cárdenas a apoyar un movimiento que hace seis años lo necesitó. «Presidente, presidente», chillan ante el candidato, «Obrador, Obrador», dice revueltos todos en una fila interminable de amarillos, blancos, rojos, que ocupa los carriles centrales del Paseo de la Reforma desde las tres y media de la tarde y que para las siete no ha acabado, no se ha diluido, ni se ha desperdigado. Dicen que van a votar por la izquierda, pues pese a todo el poderío mediático, aplastante, avasallante, no se logra destruir una candidatura que comenzó con burlas y acabó con ataques. Que empezó, según las cuentas de los que informan contra reembolso, 30 puntos abajo y acabó 4 puntos arriba.

Por eso no sé explicar lo que observo. Por eso me falta memoria para decir lo que veo.

¿Cómo se explican objetivamente todas esas calles bañadas de gritos, esa marea, ese coincidir de miles de mentes dispuestas? ¿De qué forma imparcial se relata que Madero está llena de gente, que Cinco de Mayo está llena, que 16 de septiembre está llena, que 20 de noviembre, Pino Suárez, Venustiano Carranza, Donceles, que la Avenida Juárez encausan un río de pancartas, banderas, cartulinas?

¿Cómo puedo decir lo que he visto?

¿Cómo puedo despojarme de mi propia emoción, de mi subjetividad, si veo a esa mujer desdentada, seguramente muy pobre, su ropa modesta, su banderita amarilla atenazada en la mano, su cabello hirsuto, justo en el momento que sus ojos, vidriosos de lágrimas, me hacen estremecerme al punto del llanto mientras escuchamos que Andrés, a través del eco de una bocina distante quién sabe cuántos metros, nos grita

«¡¡¡YA ES HORA DE QUE GANE EL PUEBLO!!!»… y todos creemos lo mismo, que sí, que ya es hora de que gane el pueblo?♠

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