Cuando la voz de Ildefonso Acevedo, el rematador estrella de Hilco-Acetec, declare el número de la paleta ganadora del último lote de la tarde, el viejo centro comercial Amaya, alguna vez pensado como un buen negocio, volverá a los listados gubernamentales de bienes en remate que nadie adquiere, para contar desde ahí su historia: los planes a veces se derrumban.

Porque de eso está llena la primera subasta pública del Servicio de Administración y Enajenación de Bienes de la Secretaría de Hacienda, el SAE. Vehículos incautados al narcotráfico, maquinaria agrícola decomisada por lío fiscal, mercancía importada a México de manera ilegal. Abandonos, bancarrotas, embargos, planes rotos que se convierten en una oportunidad de negocio para otros.

Ildefonso Acevedo lo sabe: la puja por lo incautado también depende del entusiasmo que se imprima a la sesión. Los hombres siempre desean lo que tiene el otro.

Por eso parece que su garganta se inyectara de vigor con la danza de millones de pesos, de postores, y sus pulmones, un par de órganos bien organizados, trabajaran sólo para expulsar el aire que necesita esa fonación extrema: “Un millón trescientos mil-un millón trescientos mil a la una-tengo un millón trescientos mil-quiero un millón quinientos-millón quinientos-tengo un millón trescientos, quiero un millón quinientos-un millón trescientos-a la una-tengo un millón trescientos mil, quiero un millón quinientos mil-un millón trescientos mil-a las dos-un millón cinco un millón cinco-¡un millón quinientos por acá!-tengo un millón quinientos quiero un millón setecientos”.

El salón del hotel parece la convención motivacional de un grupo de empresarios, con galletas, refrescos y café incluidos. Abundan por igual los sombreros y los trajes de marca, las botas vaqueras y los mocasines italianos, los sacos casuales, las Mac, la mezclilla, los rostros de reconocible origen de medio oriente y los que no ocultan su mestizaje, los celulares en la derecha y las paletas numeradas en la izquierda, los socios. Porque las ofertas pasan por saber lo que quiere el otro.

Encargado de la puja, el hombre de unos 55 años de edad, robusto, canoso, rojo por el esfuerzo, conoce el terreno que pisa la subasta. Ingeniero mecánico con casi 30 años de experiencia en avalúos, martillo en la diestra dirige una orquesta de intereses que habrá de generar, en una tarde de febrero, 39 millones 427,590 pesos.

En la primera subasta pública presencial de bienes administrados por el SAE, es fácil detectar que las pujas se hacen por grupos, de empresarios o comerciantes, que se van dividiendo los bienes según sus intereses particulares: lotes de CD y DVD vírgenes que salen a la venta a 335,769 pesos, terminan siendo adquiridos en un millón 900,000 pesos. Lotes de artículos escolares, bisutería y relojes que salen a subasta por 235,000, alcanzan el millón 730,000. Juguetes inflables, llaveros y carritos a escala, de 144,700 pesos al arranque de la puja, son vendidos en un millón 40,000 pesos.

El procedimiento es sencillo, el SAE licita la subasta, para que sea organizada y coordinada por particulares con experiencia, recibe los avalúos que califica una junta directiva multisectorial y preside las ceremonias públicas de remate. En los últimos dos años, Hilco-Acetec y su competidora, Caraza, dos de las más grandes empresas de avalúo y subasta de bienes públicos y privados que controlan más de 50% del mercado en México, recibieron las licitaciones gubernamentales y organizaron las subastas presenciales: los interesados pagan una cuota de inscripción, de entre 300 y 500 pesos, para obtener la lista de bienes. Si hay interés específico, se paga una garantía, que va de 10,000 a 400,000 pesos, según el interés particular, se hace una oferta de arranque, se negocia y se subasta.

Se oferta de todo, porque se incauta de todo. La joyería del narcotráfico y el mármol que una empresa asiática intentó introducir sin papeles, en medio de un cargamento de muebles para baño. Automóviles olvidados en los depósitos del país, bicicletas, muebles, toneladas de sustancias químicas que nunca fueron recogidas. Casas. Terrenos. Lotes comerciales que, como el centro comercial Amaya, tienen una historia perdida detrás.

Una década a remate

Cuando doña Amalia Amaya encargó el diseño de su centro comercial al arquitecto Roque Guerrero, el futuro del lugar era distinto.

La plaza comercial, que habría de llevar su apellido para extenderlo por todo Mexicali, estaba planeada para soportar sin esfuerzo las abrasadoras tardes de Mexicali. Era un inmueble grande. Dos naves interconectadas a una planta principal, con más 3,500 metros cuadrados de superficie construida y 130 locales disponibles. Ubicada en el fraccionamiento Virreyes, zona comercial e industrial de clase media baja aledaña a la siempre concurrida carretera que lleva a Tecate, iba a detonar el comercio pequeño en la zona, iba a ser el mercado de minoristas más exitoso y bien construido del rumbo y habría de provocar, con su bonanza repleta de arrendadores, el nacimiento de nuevas plazas. Pero eran los últimos meses de 1994.

–No se sabe muy bien qué fue lo que pasó. Nosotros hicimos el proyecto original, que incluso cambiaron en algunos trazos, pensando en locales pequeños, como en un mercado popular, porque en la zona no había mercados populares bien diseñados. Pero la obra, luego de entregar el proyecto, la hicieron unos familiares de la señora Amaya.

–¿Cancelaron el proyecto?

–No, el proyecto sí se hizo, sí abrió. Después de que yo entregué el diseño, cambiaron el proyecto. Ésas son cosas que no recuerdo muy bien, han de ser muchos años, pero creo que sus parientes, gente que ella contrató después, quisieron hacer algo más grande, un centro comercial con más presencia, la verdad no sé qué pasó, que no funcionó.

Desde el teléfono, la voz del arquitecto Guerrero hace el recuento de más de 15 años atrás: el centro comercial estaba presto para recibir a grandes cantidades de compradores en un espacio bien distribuido en forma de equis, incluso, se planeó un amplio patio central, iluminado por una cúpula de estilo californiano y vistas hacia la avenida Río Paraná, a través de amplios ventanales y arcos que a la vez permitieran, aun entre los pasillos escalonados e interconectados, la circulación de gente y de aire. La cercanía de la carretera federal, junto con su ubicación próxima al concurrido Camino Nacional y el desarrollo de unidades habitacionales, eran la apuesta. Y la perdieron.

En la oficina del Catastro de Mexicali dan algunas pistas del porqué: el costo de la obra, alrededor de 2 millones de pesos, se disparó con la crisis bancaria económica de 1995. El crédito contratado con el Banco Nacional de Comercio Interior (BNCI), provocó un agujero superior a los 5 millones de pesos de aquella época que, aunado a la recesión que siguió, se convirtió en una barrera infranqueable para los propietarios del inmueble. Ya no hubo poder económico que pudiera hacerle frente al rescate del centro comercial.

Aunque la familia Amaya intentó fraccionar la pérdida, primero con la venta de la plaza local por local y luego del lote completo, aun como terreno, nadie en Mexicali se interesó o pudo adquirirlo.

Según relatan en el municipio, en esa época más de 2,000 comercios, entre pequeños, medianos y grandes vendieron o perdieron sus propiedades en la oleada de fracasos financieros más impactante de la última mitad del siglo XX. Muchas maquiladoras cerraron, lo que derivó en un desempleo abierto y brutal que hizo desplomar los niveles de ingresos de las familias. Durante por lo menos dos años, la Cámara Nacional de Comercio local no registró una sola apertura de centros comerciales en la región. Y sí muchas quiebras.

La pugna

A mediados de 1997, el banco acreedor reclamó la adjudicación del inmueble, ante la imposibilidad de Amaya para cubrir sus adeudos vencidos. Aunque quedó el margen legal abierto para la recuperación del bien, la familia no hizo mucho por recuperarlo. El costo era muy elevado. Lo que siguió después alejó aún más las posibilidades de recobrarlo.

En un intento por sanear los número críticos del BNCI, prácticamente en la quiebra por los pasivos derivados de la crisis, en enero de 1998 la Secretaría de Hacienda determinó que el Fideicomiso Liquidador de Instituciones y Organizaciones Auxiliares de Crédito (Fideliq), adquiriera la totalidad de activos de la banca de desarrollo, incluidos la cartera crediticia de BNCI y sus bienes adjudicados. Entre éstos estaba el centro comercial Amaya.

El 4 de diciembre de 1998, el Fideliq lanzó su licitación pública SAB Nº 03/98, en la que, por primera vez, apareció la oferta del sueño de la señora Amalia, para su venta al mejor postor.

Entonces los espacios de la plaza comercial costaban 18,100 pesos el más pequeño, de 7.88 metros por lado, y hasta 346,900 los más grandes, con entradas amplias y 150.88 metros cuadrados de área. En promedio, el costo por local oscilaba entre 29,00 y 35,000 pesos de entonces.

“Es un inmueble amplio, que efectivamente tiene ya mucho tiempo. Lo que el SAE hace es someter los bienes a licitación por ciclos de dos semanas cada lote. Si no salen en su temporada, digamos que descansa en el siguiente lote y espera a ser puesto a enajenación hasta la tercera semana otra vez”.

Víctor Manuel Angelares, representante de la institución ante el público en general interesado en subastar, explica que, por ley, la institución resguarda toda la información relacionada con la propiedad antecedente de los bienes adjudicados, “es una obligación impuesta por la ley en el caso de información de carácter personal, para proteger tanto al propietario original como al comprador”.

Los únicos datos públicos disponibles, dice, son de carácter técnico: a más de 13 años desde la primera vez que entró a una ronda de enajenación, el centro comercial, con el número de listado 10005515 y código de inventario 130403, hoy tiene un precio inicial para postor de 8 millones 239,000 pesos, aun con el deterioro de su estructura inutilizada por completo.

Ocasionalmente, a través de distintos procesos de licitación, el nombre del centro comercial aún se mueve en los listados junto con los otros 150 inmuebles que pasaron a la órbita de la Secretaría de Hacienda y no han sido vendidos: a veces lo someten a subasta, a veces se le adjudica un contrato para vigilancia o supervisión de la estructura del inmueble. No más.

Así ha estado desde finales de los 90: entre mercancía decomisada, vehículos, muebles descontinuados, lotes de cargamentos incautados, aeronaves, chatarra, espera la llegada de una veleidosa paleta de subasta que oferte algunos millones, en esa feria de ofertas y postores que va ganando presencia entre la gente.

Un mundo por explorar

“El mundo de las subastas todavía es muy poco conocido por la mayoría de la gente”, dice el gerente de Marketing de Hilco-Acetec, Israel Aguilar. “No hemos logrado todavía que el grueso de la gente se entere de estos actos que son verdaderas oportunidades de negocio”.

El modelo, dice, parte de la oportunidad de hacerse de bienes que, por su procedencia, suelen ser mucho más baratos que sus competidores en el mercado. El porcentaje de comisión, de 15% para la empresa gestora, es absorbido por partes iguales entre comprador y vendedor, lo que garantiza, además, un costo-beneficio equitativo para las partes, porque siempre se trata de artículos fáciles de comercializar.

“Este programa de comercialización”, dice Sergio Hidalgo Monroy, director general del SAE, “apoya la reinserción de bienes improductivos en la economía”. En 2010, el SAE pudo recuperar más de 380 millones de pesos en licitaciones y subastas. “Este año se va a intensificar el número de eventos comerciales, garantizando que la totalidad de bienes cumpla con las normas de calidad oficiales”.

En cuanto a la procedencia de los bienes inmuebles, principalmente es la Secretaría de Hacienda, derivado del incumplimiento del pago de impuestos. También están la inutilización de bienes de la administración pública, tanto federal como estatal, las incautaciones en aduanas por malos procesos administrativos y las confiscaciones al crimen organizado.

Precisamente, en la sesión de febrero, la joya de la corona de la subasta es un anillo confiscado por la Procuraduría General de la República (PGR): tiene al centro un enorme diamante de 18 kilates, circundado por 32 pequeños diamantes de corte brillante y 16 más grandes, cortados en trapecio para adornar los bordes. Su precio de salida es de un millón 400,000 pesos: llegaría casi a los tres millones.

Quien lo adquiere, un hombre de ojos profundos, delgado, silencioso, no acepta una sola pregunta cuando se le aborda: “Estoy ocupado, muchas gracias”, dice. Es el mismo que puja, además, por dos de los cuatro relojes de oro y diamantes subastados en la sesión, por un automóvil BMW y un lote de bisutería.

No se sabe más, porque la discreción es parte de las reglas no escritas. Ariel, un hombre de origen israelí, cuenta esos detalles. “Puedes estar comprando un lote decomisado a tu competidor. Puedes comprar la casa de un narcotraficante. Para que haya igualdad de circunstancias, el anonimato es lo mejor”.

El SAE dice que, mediante los depósitos bancarios se garantiza que el narcotráfico, el crimen organizado y los negocios turbios no contaminen los procesos de remate. Pueden llegar a identificarse grupos de socios, dice Ariel, nunca personas, “pero sabes quién es quién”.

Hasta diciembre de 2010, el SAE contaba, para su administración y enajenación, con más de 7,500 inmuebles en todos los estados del país, con un valor estimado de 3,640 millones de pesos. También tenía bajo su responsabilidad 61 empresas: siete públicas, cinco en liquidación, seis en administración, 33 aseguradas, cuatro en concurso mercantil y seis en fideicomiso.

En un informe previo a la subasta, Ildefonso Acevedo por su parte ha explicado que durante 2010 se organizaron 15 subastas en México a través de 12 empresas de avalúos, por un monto total de 1,200 millones de pesos y, para 2011, se espera un crecimiento del sector en un 30%.

El día de la subasta, llama a los compradores a interesarse, a pujar, a ofertar. Son en total 242 lotes subastados, con más de 10,000 artículos que, a lo largo de nueve horas adquieren 60 postores de los 87 registrados. Al ritmo de su voz, esos hombres, y muy pocas mujeres, se hacen de lotes de autos para deshueso, cargamentos de papelería, equipos para baños, joyas. Planes rotos que una vez fueron oportunidad de negocio para otros.♠

Publicado en la revista EXPANSIÓN

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