En sus ojos, color pulpa de zapote, va tomando forma un charco que amenaza con derramar algún viejo dolor sobre su rostro, pero María Elena, 48 años hace muy poco, lo seca de repente con un convencimiento: «una familia que te lastima, que te hace daño, no es una familia. Por eso yo estoy mejor aquí».
Muchas semanas después de huir de su hogar en Toluca, de que alguien la encontró dormida en una banca, la invitó a una nueva casa y la abandonó meses más tarde, de que vagó y durmió bajo los puentes, la mujer lava su único vestido, rojo cenizo, mientras cuenta, «en este mundo no hay amigos. Si hay traiciones entre familia, que no se duele la madre traicionar a la hija, cuanti menos con una gente extraña”.
¿Cómo se llega a perderlo todo, a todos, a estar tan solo en una ciudad colmada por millones? María Elena contesta. «Mi madre es una persona mala, con mucha maldad en el alma, igual mi familia, me lastimaba, me hacía mucho daño. Qué bueno que me alejé de ella y qué bueno que ella está alejada de mi”.
“Mi madre cree mucho en brujería”, casi grita, tres veces, en el lavadero, “por eso me salí de mi casa, porque me dijo que yo le estaba haciendo brujería. Yo no le iba a hacer algo a ella, a una madre, por muy mala que ella fuera, por monstruosa que fuera, yo no le iba a hacer un mal”. De un golpe cierra las bandejas de esa pulpa de zapote que lleva en la cara, apenas antes de que el charco se desborde.
Unos días más tarde, el domingo, habrá de celebrarse el Día de la Familia, esa festividad nacida de un decreto, pero en el miércoles lluvioso María Elena, su rostro como un pergamino casi transparente, apenas convive con su única familia a la mano: los 10, 12 indigentes que temporalmente pueblan el Albergue Benito Juárez, en el corazón bullicioso de la vieja Mixcoac.
“Estos lugares no son permanentes, yo misma lo comprendo, no son para cualquiera. No hay como estar en la casa de una persona, pero si los familiares nos rechazan y nos echan a la calle, no hay más remedio que estar aquí. Aquí tengo un techo, trabajo… qué mas quiero”, dice.
Habrá unos ocho hombres sentados a la mesa, café o leche tibia en los tazones, un plato de pan de dulce donado por El Globo, y Pedro Infante, siempre en blanco y negro en el televisor también donado, que no para de gesticular un guapachoso “ay, mamá, que yo no fui, yo te lo juro que yo no fui”.
Apenas hablan entre ellos, los indigentes. Sus rostros como máscaras, las miradas en ese lugar donde uno se va cuando está sin estar, el cabello ajado, algunos carcomidos por un cáncer, la diabetes, casi todos con apenas dientes, esquizofrenia o paranoia como escudos de la mente ante una realidad que aplasta, detenidos en ese albergue temporal que los refugia gratis.
Pero, a diferencia de los otros, María Elena está sana. Ni siquiera titubea o baja la mirada cuando habla. Cuando Luis, un caballero, le pide una fotografía para El Universal, ella se muestra con arrogancia ante la lente, altiva, se acomoda el vestido, “yo tengo que posar” dice resuelta, y posa.
“Soy afanadora, trapeo y barro en un asilo, a las tres salgo y me vengo para acá”, dice María Elena. Sus tres comidas diarias bien aseguradas. Como los demás, la ropa que lleva ha sido donada por benefactores del albergue, como todos puede ahorrar en una caja, para juntar algo de dinero que la ayude a salir para buscar lo suyo. Sola.
¿Espera algo del futuro?
“Espero seguir trabajando, y tener salud para seguirlo haciendo, eso espero y eso quiero”, contesta. A su lado pasa un hombre desvencijado comiendo un pan dulce, pero no lo mira. El aire frío que antes se sentía quedo, ahora menea un árbol que crece junto al dormitorio. Se apresura a limpiar su ropa, a sincerarse un poco: “no me falta nada para ser feliz. Para nada creo en Dios”.
“Me gustan la luna y las estrellas”, dice de su única familia posible. “Me gustan mucho los días lluviosos. No se, me siento más viva. Con el sol me siento, haga de cuenta, que me muero, pero con la lluvia siento que vuelvo a nacer”.
Entonces, definitivamente usted es de lluvia – escucha María Elena.
“De lluvia y de oscuridad”, confirma, y se va. Una hilera de sílabas se le fuga por la boca: cualquiera juraría que está sonriendo.
Publicado en El Universal