Es el último talabartero del Abelardo L. Rodríguez, e incluso de todo el rumbo. Ha visto sucumbir puestos y oficios como el del jicarero, el tablajero de vísceras, el vendedor de semillas, el tlachiquero, la petatera, pero don Cesáreo Barona, 73 años cumplidos, rechaza que su mercado esté en peligro de muerte: “aquí han venido los señores chinos a quererme comprar el negocio, pero yo siempre les gano, ¿sabe por qué? porque me gusta hacer bien mi trabajo”.
Su pequeño local, “Norma” como distinción para su esposa, está justo en medio de una invasión de negocios con petacas, baratijas, mochilas y bolsas de manufactura china, sobre una calle que, si honrara lo que vende, debería llamarse Imperio Asiático y no República de Venezuela. Desde ahí, en su pequeño negocio que es la resistencia de lo nacional, Barona reta a sus competidores:
“Usted me trae cualquier diseño, cualquier modelo, cualquier necesidad, y yo se lo hago, lo que sea, sea bolsa, petaca, mochila, maleta, hasta las cosas modernas con ruedas… usted pida y le hago lo que sea, copias no, porque hay que pagar derechos, cosas nuestras” dice ufano, porque así es como se defienden los mercados.
En un entorno donde una veintena de locatarios del Abelardo L. Rodríguez han dejado de trabajar por quiebra, y muchos otros cambiaron o están intentando cambiar de giro para hacerse con locales de comida, el talabartero más antiguo del mercado recuerda cómo le sacó fortuna a los huaraches.
—Trabajaba para doña Virginia, la dueña de la huarachería, hacíamos todo tipo de artesanías, peletería, bolsas de mujer, todo cincelado a mano, como me enseñó mi papá. Un día la señora me dijo “tú quédate con el negocio. Me das dos mil pesos, como puedas y yo que digo ¿y de dónde los saco?”.
—¿Y qué hizo?
— Me puse a trabajar muy duro. Me dijo que le pagara con trabajos. Le fui pagando con bolsas, con maletas, unas billeteras, con unas petacas bonitas que hacíamos y vendíamos de a 10 pesos. Hasta que un día se quita el mandil y que me dice, “es tuyo”.
De ahí sacó para educar a sus seis hijos, dos de ellos seguidores de su oficio y una enfermera, una maestra, una trabajadora social y una psicóloga. “Con eso me compré mi casa”, dice, “la casa de mis hijos, ¿cómo no voy a trabajar muy duro para defender este trabajo, que es mi vida”.
Por eso aprendió a modernizar sus diseños, a abandonar los belices y morrales viejos para sustituirlos por maletas modernas, bolsas con dibujos de Toy Story, mochilas juveniles de WrestleMania. Por eso niega que el Abelardo L. Rodríguez, como otros 317 mercados públicos de la ciudad de México, vaya a morir, mientras haya manos que lo custodien.
“Yo voy a seguir aquí hasta que Dios me preste vida, no me imagino haciendo otra cosa”, dice el hombre, fino de trato, con ojos grandes.
Todo ha cambiado
En las calles del Carmen, a donde Barona llegó chamaco, quedan pocos locatarios de aquellos años, los que recuerden cuando el Abelardo L. Rodríguez era un moderno conglomerado social para la gente pobre y los relieves de Isamu Noguchi, los murales de Pablo O’Higgins, Antonio Pujol, Ramón Alva y Marion y Grace Greenwood que los rodean todavía esperaban despertar la conciencia de clase de un pueblo amodorrado.
Ahí está Doña Aquilina Mendoza, hace muchos años vendedora de huevo y gallinas en las calles de Circunvalación, y hoy comerciante de misceláneos que todavía recuerda los olores de los yerberos, el tizne de las tortilleras, el rigor de la madera que soportaba los primeros puestos de su mercado.
“Empezamos en un zaguán, en la esquina de la Morelos con una caja de huevo, y de ahí fuimos progresando, compramos un puesto de madera, aquí afuera, y ahorrando pesetitas, porque teníamos muchísimas ventas, compramos, creo que en mil pesos”, dice la mujer, quien también vende mole de olla, un pollo con acelgas que parece estar bueno.
“Nuestro mercado se empezó a ir para abajo porque mucha gente de alrededor vendieron a los fayuqueros, nos quedamos pocos”, dice la mujer.
Según las autoridades locales, los mercados públicos agonizan porque la gente ha preferido recurrir a los supermercados y a las tiendas de conveniencia, esas que abren 24 horas y cambian tanto de empleados que uno no reconoce lo que una vez fuera la tiendita de la esquina.
“Las cadenas de autoservicios nos están matando, junto con las autoridades, literalmente, porque ellos venden mucho más barato, no podemos competir con ellos, en horarios, en precios, en libertad”, dice Leticia Ramírez, líder de los comerciantes del Abelardo L. Rodríguez.
—¿Qué necesitan?
—Ampliar horarios, dinamizar el cobro, tener margen para ofertas, facilidades para introducir giros como cafés, negocios de internet que están de moda, dice.
Tras años de abandono, de olvido sin políticas públicas, ahora parece haber conciencia de lo que implica la pérdida de los mercados públicos como parte de la cultura nacional.
Algo ha de tener de cierto todo eso: alrededor de la vieja talabartería de Barona, de la cocina económica de doña Aquilina, sustituyendo los oficios que sucumbieron con el tiempo ya merodean los vendedores de baratijas chinas, quellos que ofrecen las USB a 100 pesos, la bisutería de plástico de Taiwán, los plásticos manufacturados en la India y hasta los puestos con carteles, DVD piratas o pósters que muestran al actor cubano William Levy mostrando su trasero a quien lo mire.♠
Publicado en EL UNIVERSAL