México es una ciudad de cosas inadvertidas. Una ciudad de palacios y parques por donde pasea el olvido, que es la forma más concreta con que los mexicanos demostramos nuestra indiferencia. Una ciudad de perros vagabundos, hormigas, estatuas carcomidas y teporochos solitarios, como el que se encarga de limpiar el jardín de Loreto, donde otros, supuestamente en su juicio, llegan día tras día para tirar su mierda.
A veces, ese hombre está rodeado por una decena de los casi un millón 200 mil perros callejeros que deambulan libremente por las calles. A veces está solo, ahogado por alcohol, solvente o lo que haya habido a mano. Nadie sabe cómo llegó hasta ahí, pero es común verlo: si no está de cruda, camina el jardín de Loreto, se sienta en la fuente diseñada por Manuel Tolsá y recoge latas de refresco, colillas, envoltorios de Gansito, plástico, clavos retorcidos, restos de torta, todo aquello que arrojan cuantos pasan por ahí.
Llena un costalito con sus hallazgos, se queda esperando mucho rato a que todos se hayan ido y se echa de panza al cielo frente al templo de Loreto, una joya inclinada de 200 años que medio se yergue, a punto de venirse abajo sin que alguien lo lamente, en la esquina de San Ildefonso y Rodríguez Puebla, tapizada de huecos de humedad, millares de hormigas negras, la polilla de los portones, publicidad furtiva, basura acumulada y las yerbas que le crecen a la piedra.
Es el símbolo de una historia cotidiana en los sitios públicos de la ciudad. Plazas, parques, jardines, andadores, alamedas, rotondas, monumentos, explanadas, estatuas, que parecen ser de nadie. Jamás de todos: de nadie.
Es la historia de una ciudad de datos curiosos: un 48.55 por ciento de sus habitantes la considera mucho muy atractiva para mostrarla a los visitantes. Pero no la cuida.
Dice la Encuesta Nacional de Hábitos y Consumos Culturales 2010: en el último año ¿Cuántas veces asistió a un monumento histórico, como catedrales, ex conventos, estatuas? El 66.14 por ciento, seis de cada 10 capitalinos, respondió: ninguna.
Sólo un conductor de automóvil, de diez que lleguen a la esquina de Paseo de la Reforma y Bucareli, utilizará su luz direccional para anunciar la vuelta a la derecha y sólo dos dejarán pasar primero a un ciclista o a un peatón. Nadie, en 25 minutos, llevará hasta un bote de basura la envoltura de una cajita feliz abandonada frente al McDonalds de Génova. Veintitrés personas leerán, a lo largo de media hora, el cartel que prohíbe tirar basura frente al Vivero en Coyoacán, pero ninguna hará caso.
Porque México es una ciudad de gente contradictoria: 69.02 por ciento de los capitalinos dicen nunca o casi nunca tener tiempo libre. Y si lo tienen, la mayoría decide ocuparlo principalmente viendo televisión o escuchando música. Sólo 0.14 por ciento va a una biblioteca.
Dice la Encuesta de Conaculta: los capitalinos confiesan, en un 43 por ciento, pasar más de dos horas diarias frente al televisor y desean, si es que tuvieran más tiempo libre, mayoritariamente hacer nada.
Amar a una ciudad
-¿Una ciudad se ama? -le pregunto por teléfono a Guillermo Tovar y de Teresa, responsable de la Crónica de la Ciudad de México.
-Hay mucha gente que ama a su ciudad, claro que sí, y está involucrada. Pero también hay mucha gente que la odia, mucha gente que detesta a su ciudad igual que odiaría a su madrastra o al mundo entero.
Woody Allen, el genio cineasta, ha creado verdaderas joyas cinematográficas sólo para adorar a la ciudad de Nueva York. Jorge Luis Borges se ha fundido para siempre con Buenos Aires y ha escrito textos eternos alabándola. En París, organizaciones de ciudadanos de todas las clases sociales han adoptado estatuas, puentes, calles, monumentos, para vigilar y exigir que las autoridades cumplan su cometido de restauración, conservación y salvaguarda de aquello que es de todos.
Durham, una pequeña ciudad en Carolina del Norte, Estados Unidos, vio nacer un movimiento social que ya se ha extendido a muchos otros condados de la costa atlántica: “Cásate con Durham” (Marry Durham). Con ese compromiso, los ciudadanos asumen públicamente su amor por la ciudad donde viven, con certificado nupcial y todo, y con ello afianzan su compromiso de mantener calles limpias, monumentos en buen estado, preservación de zonas comunes, rehabilitación de espacios deteriorados, elegir autoridades responsables, impedir el saqueo y la devastación.
En 2007, un grupo de empresarios propuso un programa para “adoptar” parques, jardines y áreas verdes de la ciudad, que nunca se concretó. El deterioro sí.
-También hay muchos grupos que están trabajando por la ciudad de México, gente positiva. El problema es que hay mucha más gente peligrosa, que pinta con spray indeleble los monumentos, que daña sitios públicos. Y también están las autoridades arbitrarias, que no hacen nada por apoyar a quienes quieren mantener la belleza de la ciudad – dice Tovar y de Teresa.
Porque el amor por una ciudad se demuestra con actos, dice, “pero la autoridad capitalina no incentiva a quienes pretenden conservar la belleza de sus inmuebles artísticos o históricos: uno arregla su casa, que tiene valor histórico, y de inmediato te aumentan el predial 30 veces, eso es un atraco, eso favorece a los propietarios que abandonan sus inmuebles y los dejan destruirse, eso penaliza a quienes restauran, es un absurdo”.
Si bien la ley local favorece la conservación de monumentos declarados por el INAH o el INBA como patrimonio artístico o histórico de la ciudad, esos beneficios no alcanzan a los miles de propietarios de inmuebles catalogados con valor arquitectónico, a quienes les significan muchos más problemas las remodelaciones o conservaciones que el abandono de los inmuebles.
Con los sitios públicos de la ciudad, en su mayoría, sucede algo parecido. Pero peor. Es cosa de andar la ciudad y comprobarlo.
“¿Y a mi qué?”
De lunes a viernes está llena de estudiantes. En sus bancas, maltrechas, deterioradas en serio, los más de 7 mil jóvenes de las vocacionales, preparatorias y secundarias cercanas se reúnen en parejas o en grupos durante horas. Eso la mantiene viva.
La Plaza de la Ciudadela. Está dividida en dos grandes bloques por la calle Enrico Martínez, uno poco arbolado donde se reúnen ardillas y parvadas de pájaros silvestres junto con decenas de ancianos que bailan danzón. El otro, más arbolado, preside la entrada principal de la Biblioteca México “José Vasconcelos”, la más concurrida de la ciudad, con casi 2 millones y medio de visitantes al año y más de 250 mil volúmenes en su acervo.
Lugar de reunión de jugadores de ajedrez, de vendedores de droga y comerciantes de cuanta cosa, la plaza guarda dos impresionantes esculturas de bronce que están por cumplir los 100 años de vida. Nadie sabe cómo llegaron hasta ahí, aunque la versión más arraigada es que fueron colocadas por órdenes de Victoriano Huerta, tras los sucesos de la Decena Trágica protagonizados por el usurpador.
Maltrechas, rotas, ambas estatuas presidieron alguna vez sendas fuentes que hoy están sin agua. Una de estas, representando a una mujer alada con el torso desnudo, sostiene en el brazo una hélice de Anáhuac. La otra sostenía en su brazo algo como una antorcha que ya desapareció. El conjunto, huelga anotar, está casi destruido, plagado de ratas, de cucarachas que hacen un camino directo, rectilíneo, hacia la zona de vendimia de papas fritas, refrescos y tortas de la avenida Balderas.
Cuando no hay patrullas, que suele ocurrir a menudo, los chavos organizan cáscaras que tienen el monumento a Morelos como centro de cancha. Los balones rebotan, reiteradamente, en la cerca del monumento, en los adoquines rotos, incluso en los charcos que son casi lagunas cuando llueve. El parque es suyo para usarlo, para dejar mochilas, refrescos, revistas, periódicos viejos. Terminado el encuentro los chavos se dispersan, la basura que dejan no. El parque es suyo sólo para usarlo: los 5 chavos y chavas que abordé dijeron pasar por ahí a diario pero no saber qué personaje estaba representado en el deteriorado monumento.
-¿Si ustedes ocupan la calle todos los días, por qué no le dan una barrida a todo el jardín? –le pregunto a uno de los vendedores de Balderas, un hombre de acaso 50 años, canoso, sin dientes en la mandíbula superior, que oferta películas originales baratas, “de a 50 varos” por artículo.
“Es que no da tiempo”, dice, “nosotros sí dejamos limpio nuestro lugar, pero no da tiempo de barrer todo. Para eso está el Departamento de Limpia ¿no?”.
-¿Y el cucaracherío? – le insisto. A sus pies anda un animalejo, café, gordo, bien brilloso como si acabara de escapar de la olla de aceite. Ambos lo vemos, porque el comerciante la pisa antes de que yo termine la pregunta.
“¿A mí qué?”, me dice, “yo no vendo comida”. Otro de los comerciantes se acerca. Me dejan hablando solo.
“¿Y tú, amas a tu ciudad?”
La chica pasea a su perro, un enorme animal de pelo color miel, por las jardineras que circundan el Kiosco Morisco, en Santa María La Ribera. Lento, el paseo es más un divertimento para el perro que para ella. Encadenado al cuello, el perro olisquea el pasto humedecido de tanta lluvia, hasta que encuentra el lugar exacto para defecar.
Por un minuto observo a la chica, pantalón deportivo, una gran marca en la sudadera, cabello recogido, no más de 23 años. Un hombre, sentado en una banca cercana, tras la cual hay montones de basura, yerba, hojas y desperdicios botados, también la mira. Apenas termina, el perro emprende el andar sin que la chica se preocupe por recoger las heces. Me le acerco de inmediato.
-¿Tú amas a tu ciudad? Le pregunto a bocajarro.
-Sí, sí la amo.
-¿Y cómo lo demuestras?
-Pues, no tirando basura, limpiando el frente de mi casa. No sé, siendo buena ciudadana – dice. Su voz tiene ese tono de inocencia, acaso infantilización, de moda en ciertos grupos sociales.
-¿Y por qué no recoges la caca de tu perro? Le insisto. Deja pasar unos segundos. Eleva los ojos momentáneamente. El micrófono y la cámara de EL UNIVERSAL la destantean.
-Porque sirve como abono para las plantas ¿no? Yo sabía que sirve de abono.
Cuando le digo que no, que esa materia fecal contamina, asegura que no lo sabía. Luego se va. En ese parque, esa mañana, hay en total 23 montones distintos de caca de perro.
El hombre sentado en la banca, molesto por las preguntas, defiende “el gran trabajo” de la delegación Cuauhtémoc para conservar el parque. Otra vecina lo increpa: el hombre miente, según se ve. Cuanto le pregunto por los montones de basura que se acumulan incluso al pie del kiosco, atina a decir: “ya luego viene el camión”.
En el número más reciente de la revista de la Universidad Iberoamericana, sociólogos y urbanistas plantearon la urgencia de recuperar los espacios públicos para la convivencia social y las relaciones humanas armónicas. Como un imperativo ante la fragmentación y la polarización social.
“Hay que recuperar la ciudad, y los derechos de ciudadanía. Hay que recuperar la convivencia y las experiencias del compartir. Hay que evitar que las identidades se separen, ya que al separarse se rearman unas en contra de las otras”, escribió el investigador Julio Mercader.
La coordinadora de la Maestría en Desarrollo Urbano, Gabriela Lee, anotó que los elementos del espacio público, los monumentos, los sitios públicos, los parques, son referencias importantes para la vida en comunidad, porque permiten a la gente reforzar los vínculos comunitarios, el arraigo y la identidad local.
Falta para eso. El Conaculta, que anunció recientemente un ambicioso proyecto de remodelación de la Biblioteca México “José Vasconcelos”, no contempla en éste meter mano alguna en el jardín de la Ciudadela, en las fuentes secas, en los monumentos desvencijados.
La autoridad capitalina, en los distintos procesos de remodelación de la Alameda Central y su periferia, no pasó, ni por asomo, por las fuentes interiores, todas rotas, quebradas, secas.
La delegación Azcapotzalco construyó fuentes en camellones y plazas que hoy son monumento a la destrucción.
El Monumento a Obregón, en lo que fue el majestuoso parque La Bombilla, es un muestrario de grafitis, mugre, devastación.
La delegación Miguel Hidalgo deja morir irremediablemente a la antiquísima Tacuba, a merced de ambulantes y rateros.
Las estatuas del Paseo de la Reforma no conocieron limpieza o cuidado alguno en las distintas remodelaciones.
El jardín que ocupa el costado del Museo de las Intervenciones, es un tiradero de basura.
Es la historia común de los sitios públicos de la ciudad de México: una ciudad de cosas inadvertidas.♠