PLAZA MAYOR No. 13
En la Plaza Mayor hay un cruce de miradas que nace entre destellos, entre cortinas tendidas por las luces y las sombras de una muy olvidada sala de cine que pueblan solitarios. Y cuando convergen, cuando se topan esas miradas, se vuelven el preludio de un abrazo, de los roces silenciosos, de la lascivia pura.
Treinta pesos después, y sólo quince pasos adelante, el bullicio de un Eje Central plagado de ambulantes, de mercanchifles de grito y jaloneo, se convierte en insondable orquesta de gemidos, en parloteo de manos que se buscan, que se escarban, en el último reducto de cine pornográfico grandote, devenido gris leyenda de la “época de las cavernas”: el cine Teresa.
Manuel, el prostituto rubio de camisa blanca, pantalones blancos, tenis con sus franjas rojas, que se sienta en la escalinata cancelada del “Teresa” el siete de julio a las siete de la tarde, a la espera de algún cliente, de algún algo, cuenta que la venta de su cuerpo, en ese cine, ya casi le resulta un mero simulacro.
“Ya no cae mucho”, dice. “Ya no como antes”. Y eso que en la inmensa sala construida en 1924 no debe haber de menos los noventa hombres. Y eso que el boleto de la entrada marca el número 625 mil 969 de la Serie H. Y eso que desde las butacas azules más recónditas se escapa el cuchicheo de quien apura el goce.
¿Cuántas historias se ha tejido el Teresa en estos tiempos? Las que hayan sido, van muriéndose de a poco: el “cine de los hombres solos”, lo llamó hace unos años Alejandro Caballero, el maestro periodista. El cine “de piojito”, el cine “de las porno”, el de “las cachondas”, el que, con funciones dobles, hoy concede a sus visitas, cada tarde más escasas, la permanente oscuridad que necesitan, el beso en la entrepierna, la vehemente caricia solitaria, la “chaqueta”.
“Hace 10 años era otra cosa”, dice Manuel, todavía sentado en la escalera. Frente a él pasan de repente hombres maduros, mayoritariamente ancianos, alguno que otro joven, un travesti. Camina hacia los baños, donde la puerta de mujeres ha sido cancelada permanentemente, y desde la hilera de mingitorios se desata una jauría de miradas, dirigidas inalterablemente hacia su ingle.
“Esto ya no es como antes”, dice. Camina hacia la sala, y en la pantalla explota sin reservas un cuerpo de mujer humedecido, una cópula de años 80, algunas secreciones.
Dos hileras de hombres se amontonan en los pasillos laterales de la sala, y por entre las butacas rechinan toqueteos de manos y bocas afanosos, chasquidos de boca contra boca, de mano contra nuca. Las cabezas se reclinan, hasta casi desaparecer entre las piernas. Aumentan los mirones.
En una especie de ritual para ellos mismos, los hombres se pasean por la sala oscurecida, husmean entre butacas, se miran, se acarician, se buscan, se someten, se sientan o levantan según sus apetencias.
“Pero ya no es como antes”, insiste el prostituto. “Antes venía un cuate con su lamparita, para que no hicieran bola en los pasillos, y era bien divertido ver cómo corrían para que no les echaran la luz en la cara. Ahora ya ni eso”, dice.
A menos de 10 pasos, en la calle, una tienda de juguetes sexuales, con cabinas de video personales, se ha convertido en la más fiera competencia del antiguo cine.
Los carteles censurados de sus propias vitrinas, ya sin ir más lejos, bien podrían palidecer ante las portadas explícitas, con genitales expuestos y sexualidades inclasificables que muestran los miles de cartuchos de video que venden en los puestos ambulantes que tapan sus entradas. “Ya nomás es para hacer hambrita”, dice Manuel.
Desde la apertura legal de sitios para el encuentro sexual masculino, que se han multiplicado en pocos años por los cuatro puntos cardinales de la urbe, el Teresa es, más que cine porno, un cine de nostalgia.
¿De qué otra forma había de ser en una ciudad tan copada por teibol-dances, por sexo de Internet gratuito, por cuartos oscuros a destajo, noches de suínguers, chous de sexo en vivo y cientos de sex-chops de cualquier marca, convertidas, apenas en minutos, en tiendita de la esquina?
Publicada en el diario EL CENTRO