Él se llama “Lágrimas”, aunque debía llamarse “Cicatrices”.
Abre un poquito menos los ojos negros, esas canicas pestañudas de una hermosura robada a la más triste mirada de perro tierno, y sonríe, con labios francos y abiertos, para sosegarse con su futuro: “a ese hijo de su pinche madre también lo voy a matar”.
Ningún músculo se altera después en el rostro de “Lágrimas”, ni los párpados de pestañas interminables, ni los pómulos surcados por heridas, ni el cuello, apenas sus labios, que recuerdan la violencia más cruda, la acometida del pene agresor, el dolor bajo la espalda, las piernas dobladas, la panza en vértigos: “a ese hijo de su pinche madre también lo voy a matar. No se me olvida su cara. Va a llegar ese día en que me voy a sacar la espina”.
Ni siquiera se detiene en los detalles, nomás acumula imágenes rojas y las vierte a borbotones sin detenerlas, como agua de un arroyo que le saltara de la boca: “porque por ese hijo de su pinche madre no voy a cobrar, a ese hijo ‘e puta lo voy a matar yo con mis manos y sin un centavo, verá”.
Parece que las palabras lo calman, como si de tanto decirlas se hicieran actos consumados para su remanso. “Lágrimas” habla como si viviera lo que dice. Junta sus manos pequeñas, de uñas limpias, como quien está pronto para un rezo, se rasca la cabeza, casi a rape, y pasa los dedos por la vieja herida en “L” que divide su frente. No deja de mover las pupilas el chamaco, ni bambolear las rodillas. Acaso frunce las cejas, de cuando en cuando, pero se altera muy poco si relata su pasado. Porque, a los 16 años, “Lágrimas” es un niño que tiene pasado, y una lágrima tatuada en la mejilla.
* * *
“A mi todo mundo me conoce, aquí y afuera, y me tienen miedo”, confirma, y las fotos de su rostro, viejas y nuevas, reflejan el paso de tres décadas y no de unos cuantos años.
“Lágrimas” acumula llagas más que lágrimas. Desde sus primeros ingresos al Consejo Tutelar, a los 10, cuando robó primero y lesionó después al director de una escuela primaria en Topolobampo, su tierra natal, hasta una de las últimas, o de las más “frescas” acciones conocidas: el asesinato, con el afilador de un carnicero, de dos vendedores de droga que debían favores a un cártel en Tijuana.
Las llagas de su cuerpo, las líneas arrancadas a la carne, le nacieron con la “Cuerno de Chivo” de su tío materno: “a los seis, siete años, me agarraba y me daba, me decía que hasta que deje de llorar, hasta que deje de llorar, como hombre, y me pegaba en la espalda, en las piernas, con la cuerno de chivo me pegaba, y hasta que dejaba de llorar pa’ que ya no me pegara”.
Se le ahondaron con la rudeza de la violación y la indiferencia brava de su madre, mujer bronca de costa sinaloense, que a golpe de frustraciones vació cuanto rencor encontró en su hijo más pequeño.
“Ya ve lo que pasó”, dice “Lágrimas”, “sígame pegando, sígale pegando a mis hermanos para que vea lo que va a seguir pasando. Le echo en cara mi vida, todo el tiempo me ha golpeado mucho. A mi madre un te quiero no me sale decir, no se por qué: rencor que le tengo”.
Y como tantas llagas juntas matan, ahí está “Lágrimas” en los relatos traspapelados del “Frontera” de Tijuana, en esos rojos encendidos que reseñan, sin piel de por medio, el asesinato de dos “burros” de 14 y 16 años de edad, presumiblemente del Cártel de los hermanos Arellano Félix, en unas bodegas cerca del mar, a manos de una puntiaguda “chaira”, que es la herramienta que usan los carniceros para afilar cuchillos destaza reses, que él llevaba “preparada para el bisne”.
“El presunto homicida, menor de edad, fue calificado como Chacal por los vecinos del lugar”, dice el diario, y la foto de “Lágrimas” bañado de sangre ahonda, pudre.
“Los pasé de lado a lado. Al último, eran cinco todos, al último ya no le pude sacar la chaira, porque se le atravesó, no se si agarraría hueso, no se, porque cuando yo jalaba, la echaba así pa’ tras pa’ seguirle tundiendo, el chavalo se quejaba y de doblaba, y no le salía”.
Y con sus ojos hace la seña del herido, el rostro de dolor que ya vivió y que aún recuerda, mientras escucha el relato de otra nota perdida en las páginas del “Frontera” que, en 2001, informó que un par de muchachos aparecieron muertos en un Centro Cultural del sur de Tijuana, con señales de puñaladas hechas con un casco de vidrio roto para herir. Para él, para “Lágrimas”, todo fue una confusión entre camaradas. Un “subir la loquera” en noche de parranda, porque nada más registra en su rostro de niño.
Reconoce, eso sí, que se hizo duro por el frío de la frontera, el frío de la tierra, que él intentaba alejar como podía, como la vez que usó “un perro lanudo, bien grande, estaba bonito el perro, y con él me quitaba el frío. No me echaba encima el perro, por un lado me ponía y me quitaba el frío”. Y el frío de todos, el hielo de los sin opción, que como él nomás asientan en sus hojas criminales un parco “tuve que defenderme, y lo hice como pude”.
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Sentado en esa silla, “Lágrimas” parece no sentir lo que relata. Aunque cierra los ojos para contar su vida en los campos de amapola y marihuana, su voz bien puede estar contando la reseña textual de un fin de fiesta.
“Allá me traían con pistolas, con cuernos, con todo, pero no me gustó nada porque le tiene que hacer caso uno a ellos”, dice, y cuenta poco a poco que el dinero se escurrió tal como vino.
La paga de la siembra, dice, no suele ser tan alta pero, obligado por su tío, “por un pariente nomás”, era el destino que tenía marcado un niño como él, de “suerte perra”.
Alguna oficina de gobierno, que puede llamarse Procuraduría General de la República o cualquier otra inoperante cosa, dice sin sentirlo que más de 13 mil niños son rexclutados por el narcotráfico para la siembra, custodia, venta de la marihuana, la cocaína, lo que sea.
Y también sin sentirlo dicen que esos niños, una vez crecidos, se convierten en la carne de cañón de todas esas mafias: “Lágrimas” conoce el sabor de ese destino.
Muestra sus manos, repletas de callos, de tatuajes, de heridas, las muestra nomás y sin que pause, resume jornales de once horas arrancando a la tierra el enervante. “Ni siquiera se qué cártel”, dice, qué mafia lo tuvo contratado en sus terrenos. Lo que sí sabe es que volver, lo que se dice volver, hoy ya no puede, porque también ahí dejo muchos “problemas”.
El trabajo es sencillo, dice: uno carga al hombro su cuerno de chivo, aunque sea 5 o 6 centímetros más grande, más pesada, que sus propios brazos, y desde lo alto de la Sierra “creo que es la Madre ¿No? La Sierra Madre”, uno vigila que los helicópteros que pasan por la zona, convenientemente adiestrados, contratados, para no ver los metros y metros de amapola en flor, las millas repletas de arbustos panzones de marihuana, no se acerquen demasiado con uno, dos disparos al aire. Es la señal, dice, para que se sepa que ahí está “el asunto arreglado”.
Así desde las seis, siete de la mañana, en rondines de 12 por 12 horas, con derecho a comida abundante, paga segura y un lugar caliente para dormir, que junto con la ruta precisa para escapar cuando llega un helicóptero ajeno, son las cosas que más se aprecian monte arriba.
“Lágrimas” enfurece la mirada en los recuerdos. Cierra los ojos y los surcos hacen volver las chingas de jornadas enteras sin remanso. La “novia” que le endilgaron en la pisca, porque era hija de “uno de los grandes y se enamoró de mi”, el bramido del patrón, el color de la hoja de mota, el olor del pesticida, el ruido de los helicópteros judiciales ciegos ante el sembradío, la intoxicación continua.
Recuerda también la huida, aprovechando la llegada de un contingente de soldados de quién sabe cuál Guarnición de Sólo Dios sabe qué Zona Militar, aparecidos por ahí de noche, con cargas y hasta lanzallamas, que provocaron una corredera brutal, aunque ni un solo detenido.
“Lágrimas” pudo llegar, como haya sido, hasta Badiraguato, y de ahí juntó suerte para echarse el camino hasta Culiacán. “Es el mejor lugar para esconderte”, dice, “saben que estás aquí pero no vienen a buscarte, la plaza está templada”.
Una vez en la capital, “Lágrimas” dice que encontró el amor. “Dejé mucha droga, ya dejé mucha droga, dejé resistol, dejé thiner cuando conocí a mi señora, cuando nació mi hija que no conozco, dejé la jeringa, a mi nadie me creyó, pero yo lo que le dije a ella fue que poco a poquito vas a ir viendo mi cambio”.
Tuvo, a los 16 años, su primera hija, pero no la pudo conocer, porque en eso lo agarraron.
“¿Y cómo empezaste a matar?”. “Maté nomás. Maté y ya”. Y abre los ojos, los desborda. Los destella.
* * *
“Lágrimas” tiene los brazos llenos de dolor. Y todo el cuerpo.
“Es un dolor bonito, porque me corto, descanso conmigo mismo, me gusta sentir el dolor, y no me gusta decirle a nadie. Me miran las cicatrices, por eso saben que me corto, pero no le digo a nadie”.
Y las líneas horizontales, invariablemente horizontales, le cruzan los brazos de casi hombre desde la muñeca hasta el hombro, en gruesos y delgados hilos de piel como montañas, que parecen dibujar su propia cordillera.
Sobre su pecho, sobre la piel de su pecho, a la altura de la tetilla derecha hay una enorme cicatriz en forma de corazón. Debe tener cuatro, cinco centímetros de diámetro el promontorio de la piel, que sólo es huella de un tatuaje antiguo de una cruz sobre una tumba. El mismo niño la borró con lo que tuvo, arrancándose la tinta con las uñas, con el filo de un vaso roto, con desesperación añeja.
Casi cada vestigio de su dolor, o de su furia, están grabados en sus brazos, en sus piernas, en su abdomen. Desde la “L”, que divide su frente, provocada por un intento fallido de suicidio, una noche de enervante en que decidió aventarse desde lo alto de un cerro sinaloense para acabar con lo que era, y que lo tuvo en coma durante cuatro, seis días sin recuerdos. “De puro milagro no me morí, porque ya me iban a desconectar en el Seguro, porque yo no estaba bien, y me iban a desconectar, pero de puro milagro desperté”, dice.
Hasta el tatuaje último, al final del ojo izquierdo, negro como gota de agua bien marcada, puerca, que no quiere borrar porque lo nombra, es su designio: “una lágrima tatuada son asesinatos, por eso me dicen Lágrimas, por la que traigo tatuada en la cara”.
Y esos surcos son su desahogo, la salida de la furia. “Así no le hago mal a nadie. Imagínese que cada vez que tuviera coraje en vez de hacerme eso a mi mismo, sacara una punta y atravesara a un plebe y dijera: uh, qué gusto”.
Y su castigo. Porque acepta sin temor que la vida, al menos la que le queda, será sólo pagar por lo que hizo: “me van a matar, ya se que me van a matar. Debo muchas”.
“¿Y el perdón? ¿Podrías perdonar a los que te hicieron daño, Lágrimas?” Y se calla. Se queda callado un momento y fija sus enormes canicas en quien le habla: “No”, dice “Lágrimas”, y su rostro se cierra, como un compuerta que no permitiera el paso del aire, de la luz, del olvido.
Y esa gota que nunca termina de bajar por su mejilla, esa permanente lágrima tatuada en el infierno, aparece ahora más negra, más grande, más profunda, como sólo pueden ser profundas, y grandes y negras las cicatrices, demasiadas cicatrices, que debe tener tatuadas en el alma.♠