Una mañana de diciembre de 2009, éste reportero se disfrazó de Santaclós y así, con botarga, barba, botas y entusiasmo, salió a las calles de la ciudad de México a contar una historia de Navidad.
¡Santaclós… Santaclós, usté no puede estar aquí! La voz del funcionario del Gobierno del DF parece una descarga de diábolos conforme se acerca.
El contorno de escuincles, unos 15 pares de diminutos ojos fascinados que me observan, comienza a disolverse.
—¿Qué no entiende, carajo? ¡No puede estar haciendo eso aquí!
—¿Pero qué estoy haciendo?
—Váyase. Pa’star aquí tiene que sacar permiso, esto es un lugar privado.
El hombre desenfunda de su cintura un equipo de radiocomunicación y, sin dejar de mirarme, de escanearme como se dice ahora, pide una patrulla para ese pedazo de Plaza de la Constitución donde nos encontramos.
Con su brazo el funcionario ahuyenta a las últimas palomas de un metro y 15 ilusionadas con mi disfraz, con mis abrazos.
El terciopelo rojo de mi saco se frunce en el puño de la autoridad; el sol, de por sí una estufa, parece subir su flama al máximo porque el peluche del traje, la panza de borra y manta, incluso la peluca, la barba de nylon, comienzan a sentirse mojados, me pican, me desatan una comezón que sólo había sentido cuando, de niño, me senté sobre un hormiguero.
—Nomás estoy aquí, deseando feliz Navidad a los niños, le digo. ¿Por qué tendría que decirle que soy reportero y por hoy un Santaclós callejero?
Él no recibe respuesta de su aparatito. A esas horas del domingo, la policía debe andar custodiando el circuito ciclista en Reforma o la pista de hielo.
En el Zócalo, vedado a Santaclós por obra de un decreto que más parece sancionar el comercio que no rinde votos que el ambulantaje, un hilo de familias observa en silencio, sin intervenir, el aquelarre funcionario-Santa, en el fin de semana previo a la Nochebuena del año de la violencia.
“Mira, ahí va Santa”
Mientras el funcionario duda, no recibe apoyos, aprovecho para detenerme ante uno de los tantos niños que abracé minutos antes: es una enorme bola de cachetes morenos, rojos, una boca mínima, dos manos juntas encima de un ombligo desbordado con camisa de Bob Esponja, dos brillantes pelotas negras debajo de las cejas, un deseo simple: “quiero que me traigas una bicicleta, con ruedas para que no me caiga”.
¿Y has sido bueno, obedeciste a tus papás? —le pregunté antes— porque sólo tengo regalos para los niños que se portan bien y obedecen a sus papás.
El “sí” inmediato estuvo acompañado de un rejuego de manos incesantes, la vista en alguna parte que no era mi rostro de Santaclós hechizo, un nerviosismo que se tradujo en piecitos sin descanso, en movimientos de cabeza, en titubeos que sólo acabaron en sonrisota cuando le solicite un abrazo, que duró un minuto.
Diego, como dijo que se llamaba, no fue el primero. Desde temprano comenzó el aguacero de apapachos, de gritos genuinos para celebrar el paso del disfraz rojizo, del “¡mira, ahí va Santa!”, con tantas miradas reencontrándose en una ilusión que no parecería de una ciudad con un índice de al menos 400 delitos diarios.
En la esquina de Reforma y Florencia los ciclistas avanzaban junto a la figura regordeta del costal de plástico relleno de almohada; y con sonrisas, gritos, saludos: “¡Ese mi Santa!”, casi exigían el “Jo jo jo” como respuesta.
Lo mismo adultos que niños, aunque más espontáneos los chamacos. Igual los paseantes con cámara que los trabajadores de limpia, incluso policías, quienes pedían su foto, “mi muñeca de carne y hueso”, “ora sí tráete un Ken para esta Barbie”, e inalterablemente convergían dispuestos en ese lugar extraviado a donde uno debe ir para creer las fantasías.
Desde los automóviles sonaban los cláxones, desde los patines, las bicicletas, las patinetas los “¡Qué Santaclós tan ñango, se ve que está dura la crisis!”. Desde los microbúses el “adiós Santa”, que llegaba a convertirse en romería si pasaba por la Alameda, si me aproximaba a Bellas Artes, si agarraba por Madero para llegar al Zócalo, y un tropel de enanos sin titubeos pedía un balón de futbol, una muñeca, un carro a control remoto, algo de ropa.
“Si no puedo traerte todos los juguetes que pides, piensa que te quiero mucho y que los regalos están llenos de amor”, decía a los niños cuando notaba la mirada agobiada de sus padres ante el cúmulo de peticiones.
Como otros dos mil, quizá dos mil 500 hombres vestidos como yo en las calles de la ciudad de México en esta temporada, según estimaciones del gobierno, sentía la obligación de mantener viva una esperanza, que si bien no es netamente mexicana sí es esperanza al fin, y mucha falta que hace.
Quizá por eso pesaba menos la botarga, por eso el clavo del zapato derecho no llegaba a doler tanto tras horas de caminata, por eso las rozaduras de la entrepierna, por la costura del peluche, eran soportables; quizás por esa obligación el estorbo de la panza podía ser sólo mínimo, y el calor de estufa a todo fuego, hirviendo bajo del saco alquilado por mil 300 pesos, llegaba a confundirse en cada abrazo.
¡Feliz Navidad!
Pero el funcionario insiste en que me vaya. La gente murmura la arbitrariedad mientras me dice que los “Santacloses” están confinados a la zona del Monumento a la Revolución, que si quiero evitarme problemas me salga del enrejado que privatiza el Zócalo.
Ya sé cómo se las gastan: en la noche, siete patrulleros jalonearán a otro como yo, incluso de los blancos pelos, para subir a la furgoneta: un Santaclós aprehendido, en una acción tan eficaz que ya la quisiéramos ver contra la delincuencia.
Vuelvo a mirar los ojos de Diego, un niño como tantos, quien parece no comprender lo que se dice.
Entonces entiendo como mi obligación defender su fantasía, y decido salirme del enrejado sin mayores aspavientos.
—Ya me voy, señor funcionario. Aunque no estoy haciendo nada malo, le digo.
El colaborador de Marcelo Ebrard se aleja unos pasos, pero vuelve la cara enfadada de inmediato porque escucha los gritoneos que le lanzo a manera de rebeldía: “Feliz Navidad. Feliz Navidad a todos… Jo jo jo”.♠
Publicado en El Universal