Cuando la mujer grita desde el fondo del patio -¡corre… cooorreeee y va corriendooooo… el nopal… la rosa!- y como un resorte se liberan decenas de manos que buscan corcholatas para señalar cartas, risotadas, coros de voces que murmuran discretos “¿p’os qué dijo, tú…?¿Rosa y nopal…?”, lo que menos se espera uno es que en esa noche, apacible noche de rumor tropical en abril, suceda algo más que un simple e inofensivo juego de lotería.
No hay algo que avise ¡ahí va el golpe! Los niños, sus primos más grandes, las tías, las muchachas con sus novios, algunos amigos de ellos, las vecinas de la otra cuadra, todos van llegando a eso de las once, montan seis mesas en el patio trasero, abren sus Escuis sabor hierro o fresas, sus Tecates bien frías, eligen cuatro, seis tablas, ponen sus cincuenta centavos por tableta y comienzan a jugar. Como si nada, mientras Sonia (llamémosle así, por pura seguridad) canta a garganta batiente: “¡las jaaaaraaas… laaa chalupaaa…!”.
Y de pronto brinca.
-Anoche mataron a diecinueve en el Mante… ¿a poco no supieron?- dice alguna voz de entre las mesas.
-¿A cuántos?
-Diecinueve… los dejaron en unas bolsas negras, sin las cabezas, puros troncos… todos ahí sobre el camino del Hotel Monterrey… por ahí… así- dice la mujer. La frente cruzada de pliegues, esos que se forman si uno se resiste a que el asombro se le escape por la cara. Los ojos puestos en sus cartas. Las manos sin temblores. Las miradas de casi todos encima de ella.
-¿Pero no fue hace tres días?– pregunta una voz de hombre, cantadita, que de inmediato denota su origen norteño- porque hace tres días se supo de algo, claro que se supo de algo de unas bolsas-
-No. Si estas son otras. Sabe, tú…. nooo, el Mante está feo ¿ves? ‘orita, desde las ocho ni alma en la calle. Era tranquilo, pero pues ya no. Pachangueabas… dos, tres, cuatro de la mañana. Orita no… ¿ves? – dice.
-Ay, cabrón…-digo. De los veinticinco, quizá treinta jugadores de todas las edades, la mayoría hace eco de la noticia sobre los muertos del Mante, mientras colocan las fichas en sus tablas de Lotería. Incluidos los niños.
-Jueguen, ya… ¡la escaleraaa… el gorrito…!- dice Sonia desde el extremo del patio. Los muchachos se miran entre sí. Los niños abren los ojos, como si los destellaran.
-¡…el bandolón… el pescado… la bota…- insiste la gritona, tamaulipecas de cepa. Delgada como esos carrizos que crecen en los márgenes del río Bravo, como una sombra tatuada en los párpados cuarentones, que de pronto le tiemblan como si abanicaran las mejillas. Acomoda las cartas en su mano izquierda, toma una con la derecha, y sigue:
– Ay, estos… ya van a empezar con sus porquerías… ¡el melón… el catrín…!
-¡Uh… ya amarré!- grita un niño, y entonces los rumores se incrementan. Desde todas las mesas se multiplica el ruidero de fichas y voces. Aquel murmullo, primero tímido como olas sin espuma, ya es contundente como un mar muy picado de gritos que se funden, se confunden con la cantada de las cartas, las noticias del Mante, de la muerte, y el juego, la lotería: el niño ya amarró… en El Mante, dicen… ¿con qué amarró?… que otra vez en El Mante… amarró con el melón.
-¡Las jaaaraas… la chalupa…!– dice Sonia agudizando el tono.
-Ya amarré yo también- grita alguien más. El ruidero es entonces un estadio en domingo. ¿Cómo se vive con esa montaña rusa de emociones de tan distinta índole?
-¡La garz…-
-¡La garza, buenaaaa, buenaaaa!- la interrumpe un niño. Se desata por todo el patio un ¡nooooo!, sonoro, festivo. Desordenado.
-¡Buenaaaaa!– grita otra vez el chamaco. Nueve años. La cara una luna roja. Los ojos un par de enormes uvas negras. Completamente negras. La sonrisa inocultable, de tan amplia, tan plena. Ha ganado la primera partida de la noche. La segunda hilera horizontal.
-¡Se la echaron… se la echarooon!- se desternilla la mitad de la gente en el patio. Es el hijo de la propia Sonia quien ha ganado.
Nadie habla más de los embolsados de El Mante. El niño ha ganado. Si cada tabla le cuesta al participante 50 centavos, y cada cual utiliza entre tres y cinco tablas a la vez, el premio para el niño asciende a casi 50 pesos, más otros 20 que van a un fondo denominado el pocito, que se acumula a lo largo de la noche. Los muertos del Mante ahí, en medio de la risa del niño, que ha ganado.
En espera de la segunda tirada, el patio vuelve a la calma. Por unos instantes.
Playas sin coronas
Es una típica casa tamaulipeca, como tantas otras en este tiempo: su corredor vedado, una bala que ha horadado el muro de la calle, su ventanal tapiado de madera para detener los plomazos, la virgen de Guadalupe justo sobre el quicio de la puerta principal, Nuestra Reina Morenita bendice este hogar, una jaula sin cotorritos, que fueron muertos en una refriega que pasó por la calle hace algunos meses y dejó a su paso el daño colateral más barato que haya pagado esta gente.
Y adentro la fiesta. Que no se adivina afuera. En el patio, que es resguardado por la misma casa y por muros cada vez más altos, que dan a calles solitarias por las que es necesario vadear, como si fueran laberintos colmados de silencio, y brincar al paso de tres o cuatro gatos pinchurrientos y acalorados, ratas, mucha basura, cucarachas del tamaño de tortugas diminutas y ni siquiera ladridos de los perros.
Si ha habido suerte, para llegar hasta ahí no habrá habido balaceras, ni asaltos, ni apañes sorpresivos. Tal vez sólo el encuentro con las torretas amarillas y rojas de patrullas sin sirenas, con las luces blancas, hirientes, de tanquetas militares de zumbidos secos, que de tanto en tanto se pasean rigiendo la noche.
¡A dónde van? Vamos a casa de mi mamá, oficial. Bueno, con cuidado, ya es muy noche, arre. Gracias señor.
Y así. Hasta encontrar un zaguán. Buenas noches, doña Celia. Ya venimos a jugar. Buenas noches, mijo. Pásenle al fondo, ahí están las muchachas. Y el bullicio nocturno, que se repite todas las noches, de todas las semanas, como ha sido todos los meses, desde que ha comenzado la guerra.
-¿Ya pagaron todos allá… los de aquella mesa?– dice la gritona desde el fondo de la casa, presidenta del festejo.
Sonia apenas deja pasar unos cuantos segundos, sin escuchar respuestas, y avisa de la nueva tirada. Las manos se apresuran a vaciar de fichas sus tableros. Apuran el trago de cerveza. El mensaje vía teléfono celular. El tuit. Enchamoyan y enlimonan raudas los churritos de maíz, los cacahuates son ajo, y hacen salivar a quien los observa mientras se escucha “corre y va corriendo…” y se posicionan en sus sillas como si fuera a comenzar un paseo en montaña rusa:
¡El Violonchelo, Vio-lon-chelo…!-
La gente que la escucha, sabe que Sonia elige la suerte a su antojo: una carta de arriba, una del medio, una de abajo. Nunca en el mismo orden, siempre sin ver hacia las el mazo de cartas. La suerte, que debe ser derecha para todos.
-¡…el arpa… la sirena…!- y con un orden inusitado, los jugadores, sean grandes o no, asumen con seriedad el reto.
-¡…la corona …! – dice Sonia, y entonces, otra vez, al murmullo del juego se le cuela un comentario:
-No dejaron vender Corona en las playas de Madero- me dice alguno de la mesa.
-¿No dejaron, quienes? – pregunto.
-Ellos.
-¿Quiénes ellos?- insisto. Me olvido de las corcholatas que van acomodándose en los tableros de todos los demás. Me olvido de los niños que escuchan con avidez a Sonia, de las ansias del triunfo momentáneo pero placentero. Sabroso.
-Ellos. En toda la playa, ora en Semana Santa, todos los restaurantes de esa playa tenían prohibido vender Corona. Nomás Tecate.
-¿Quiénes… por qué?- le insisto. Pero mi interlocutor se encoje de hombros. Lleva el dedo índice de su mano derecha a la mitad de los labios y me mira con los ojos desorbitados.
-Rafaguean los camiones, los secuestran…
-¿Los Zetas… el Cártel del Golfo?
-Andan diciendo que la mitá de la playa es de ellos. La Marina ya lo sabe, dicen. Que los negocios son de’llos. En el mercado les cobran a las gentes. Hasta 10 mil pesos. En las tiendas. Hasta los pollos. ¿Las chamoyadas? Les cobran. ¿La barbacoa de los triciclos? Les cobran. Chamaquillos, chamaquillos, como de 20 años. Se cuenta mucho del caso del señor ese que le descuartizaron al hijo… por entregar su cuota en pagos, que no le alcanzaba, pues… y eso le dijeron, que así como él pagaba en partes, así en partes le regresaban al hijo-
Yo apenas escucho. Estoy en esas playas, el Tamaulipas de los años 80, como si se tratase de una película mil veces contemplada. Mi niñez: esa albercototota de arena oscura que no se acaba nunca. Las pisadas de los cangrejos dibujando rutas, igual en las playas de Matamoros, que antes se llamaron Lauro Villar y hoy son Playa Bagdad; las de La Pesca, cubiertas con los tonos más dorados del golfo y aquel atardecer de un durazno imposible en la laguna Madre, la temperatura precisa del río Soto la Marina, las de Playa Miramar, en Madero.
En las mesas la gente dice algo sobre el pago por derecho de piso, algo de “más de 40 comerciantes se han tenido que ir, un hotel de ahí lo dejaron a medio construir porque no quisieron pagar el entre”, algo sobre quién sabe qué.
Y yo pienso en el eterno relajo en las gradas del parque de béisbol de Reynosa, de las noches en el estadio de futbol del Tampico-Madero, la jaiba que de brava nunca ha tenido mucho. Y en el jolgorio. El gentío inagotable en noches de Semana Santa, los océanos de cerveza, los duelos interminables, a muerte, que hervían la sangre entre los ecos de los tríos huastecos con aquello que decía “…de Altamira, Tamaulipas, traigo esta alegre canción y al son del viejo violín y jarana canto yo…”; la garganta rasposa y sin igual de José Alfredo y sus “…olas altas, olas grandes, que me arrastran y me alejan, cuando anclemos en Tampico quédense un ratito quietas, tan siquiera cuatro noches, si es que entienden mis tristezas…”, o los órganos llorones del inmenso Rigo Tovar, de su himno “A orillas del río Bravo hay una linda región, con un pueblito que llevo muy dentro del corazón”.
Qué borracheras, pienso. Qué amor por esta tierra, qué poesía de raíces. ¿Queda vivo algo de todo aquello? ¿De todo eso que era Tamaulipas?
-Jueguen… jueguen… ya pasó La Sirena, mira- tercia la esposa de mi interlocutor, mirándome de frente, como reconectándome con el hoy, como si quisiera sacarme de aquella película que no he de volver a ver jamás.
-Mejor cuéntale lo que te pasó- le dice un hombre de pronto, como rogándole para que comparta conmigo, el visitante, su anécdota de la noche.
Y entonces, por la expresión de ella, por la forma en que mira hacia sus cartas, por cómo se escabulle el color de su rostro, se que lo que voy a escuchar no tiene mucha relación con el Pino, la hermosa carta verde y amarilla de lotería que, entre risotadas expectantes, acaban de cantar en medio del alboroto.
“¡Tírese, mi’jo… tírese al suelo!”
Habla ella:
-Fue hace un rato ya, ¡chihuahua, hombre! Acababa de pasar lo de Monterrey, ¿si sabes? Lo de la maestra que calmó a los niños. Pues igual pasó acá, pero en una fiesta. Hubo balacera y quedaron en medio los chamacos. Mi Fermín entre ellos. Nos avisaron y fui por mi hijo de volada ¿veá? Él no estaba, esteee… andaba trabajando en la plataforma. Ya se había sabido que Ellos habían puesto una manta. Que no saliéramos. Que nos quedáramos. ‘ora anda mucho eso. De esas cosas que dices: está cerca, no pasa nada ¿veá? ¿Qué puede pasar? Pues, cuando llegué por el niño, estaba muuuy nerviossso ¿veá? Pobrecito. Pues ya… lo calmé, nos calmamos y mejor nos fuimos. Y en el camino de regreso veníamos ya tranquilos y que nos pasan tres camionetas echas la mocha. Y atrás venían otras echándoles bala. Ahí en la calle, echándoles bala… yo… pu’s sí me espanté ¿veá? No sé ni por qué artes me orillo y que le grito al niño, ¡tírese, mi’jo… tírese p’al suelo… tírese! Se escuchaban los balazos… en el coche… no… como zumbidos ¿veá? Imagínate mi desespera… (solloza. Limpia su nariz. Gimotea) El niño me decía si nos vamos a morir, si nos vamos a morir, y yo, ¡que no, mijo, que no nos vamos a morir! Como una hora habremos estado así, ni sé. Bien calladitos, sin gritar… como pudimos abrimos la puerta, así hechos bolita los dos… él adelante y yo atrás de él… al coche le tocaron varios tiros, pero… gracias a Dios…-
Entonces llora sin reservas. Es un llanto espeso. Como una sopa de dolor. Con su mano izquierda la mujer, llamémosle Rosaura, seca el caldo que le ha nacido de los ojos, mientras con la derecha coloca una corcholata en la figura del Borracho. Quiere ganar.
– ¿Y ya se ha calmado?– le pregunto a su esposo. Rosaura aún tiembla.
-Algo– dice. Toca con los dedos su pantalla del teléfono celular. Me enseña una página electrónica con un mensaje. Un aviso de toque de queda para alguno de esos días en alguna de esas ciudades de esta entidad:
Gente tamaulipeca no tengan miedo, solo cuidamos su bienestar, cuidamos la plaza somos gente preparada no somos jovenes, crean, respetamos a la mujer no matamos civiles solo a la gente que es, no teman eviten los relajes nosotros no atacamos a gente que no es. no tengan miedo, los zetas los quieren asustar, los marinos no vienen por nosotros , es en contra de los zetas, este fin de semana respeten el toque de queda hoy y mañana pasado y a partir de las 12 am de el sabado y el domingo a partir de las 9 pm no salgan.
-No… si ya mucho que se calmó -dice Rosaura, un ojo al juego y otro al teléfono de su marido- lo peor, lo peor fue hace dos años, tres (2009 y 2010).
Rosaura y su esposo me enlistan entonces: los toques de queda en ciudad Victoria, la capital del estado. Las balaceras en Mier. Las plazas vacías en San Fernando. Los comercios cerrados en Reynosa. Las playas desiertas. Secuestros y emboscadas en la carretera que atraviesa Tamaulipas para llegar a la frontera con Estados Unidos. Lo intransitable que es cualquier camino despoblado cuando se asoma la noche. Las muchachas que son enviadas a los reclusorios de Matamoros, para servir de diversión sexual a los narcotraficantes internos. Y ese algo que es muy parecido al estremecimiento, que “comienza aquí, en la mera boca del estómago y se sube”, vertiginoso, infame, hasta la base de la quijada. La entume. La congela. La paraliza completa, antes de que se pueda escapar un grito en plena balacera y eso signifique ser blanco de las balas. La muerte.
Es algo que he visto relatar en otro lado. ¿Dónde? No lo voy a recordar en ese momento preciso sino hasta después: en la cuenta de Twitter @ValorPorTamaulipas, una suerte de alerta ciudadana, sin identidad precisa pero con veracidad irreprochable y valentía sin reservas, que desde hace un par de años da cuenta de todos los sucesos que nadie más se atreve a difundir: Tamaulipas es un hervidero de sangre, balas y miedo, en donde las autoridades, cualesquiera que sea su identidad, poco terreno le han podido arrebatar a quienes en verdad gobiernan.
-No… si eso no es nada- tercia David, un muchacho de acaso 19 años. Novio de una de las chamacas. Moreno. Muy delgado. La nariz un cacahuate rosado. Estudiante.
Mientras las mesas se alebrestan porque ha ganado quién sabe quién la segunda corrida, ¿o ya la tercera, la cuarta?, en los ojos de David destella un brillo tupido, indescriptible, cuando me suelta una pregunta:
-¿Quieres ver cómo hacen el chicharrón?
“Una sopa mugrosa…”
No bien alguien empieza a barajar el mazo, David me acerca su teléfono celular. Es un video. Pa’ k se te quite l’ambre dice el asunto del mensaje.
Es Tamaulipas, de eso no hay duda. Algún lugar cercano a Camargo, un municipio próximo a Nuevo León, contiguo a San Fernando, aquella necrópolis improvisada donde fueron acribillados 172 migrantes, cuyas muertes causaron conmoción mundial.
Armados con hachas, machetes, metralletas, un grupo de nueve hombres, quizá algunos más, interrogan, uno tras de otro, a cuatro hombres y tres mujeres, todos arrodillados. Semidesnudos. Nombre completo y apodo. ¿A qué organización perteneces? ¿A qué te mandaron? ¿Dónde te detuvieron?
Cuando el interrogatorio termina y ellos han señalado a qué comandantes de zona, policías, diputados, funcionarios estatales responden o de quienes reciben cobijo y protección, el líder de los hombres armados, sin rostro, lanza una advertencia a la cámara:
-Esto va pa’ todos los mugrosos… de parte del Cártel del Golfo… sigan mandando pendejos y van a mamar…-
Es el arranque de una carnicería. Uno a uno, los arrodillados son decapitados de todas las formas imaginables. Un golpe certero de hacha. Un cuchillo en la yugular. Un corte de machete. Cinco, diez segundos, a lo mucho. Muñecos que caen. Jirones de seres humanos bien bañados en sangre. Pedazos. Sólo pedazos.
En el patio se escucha el eco de fichas manipuladas. Algunas risas. Alguien que ya amarró tirada.
-El paraguas…-
David pregunta: “¿Parece una película… ve’a?”. No puedo responderle. Tengo miedo. El miedo que nace de atestiguar la animalidad más absoluta en que México entero ha caído. El juego que sigue su curso se confunde en mi mente: el diablito… el sicario… la rosa… el decapitado… el soldado… la muerte.
-¡Buena!- grita alguien. Y el murmullo jubiloso. Sonia que grita: ¡Pocito… pocito!
Ahí están las imágenes, personas que han sido sacrificadas exactamente del mismo modo en que la Biblia describe que Dios ordenó a Moisés ofrendar a su hijo.
-Así los desaparecen-dice David. No deja de mirar el teléfono. No dejo de mirarlo a él.
-¿Cómo pueden acostumbrarse a vivir con esto?
-¿Y a dónde se va uno?- me dice.
La noche de la suerte empieza a cambiar. La mujer que está en mi mesa ha ganado gana la partida y con pocito: las cuatro figuras que están justo en el centro de la tabla. Hay gritos. Muchos gritos. Algarabía. Después de varias jugadas, no se cuántas, el pocito ya acumula más de 150 pesos. La lotería mexicana. Esa típica diversión ingenua y colectiva que se conforma con 54 figuras mezcladas en tablas de 16 cuadritos, que se van señalando con frijolitos, con piedras, corcholatas, conforme la gritona canta las cartas del mazo. La típica de todo un país, con sus dibujos firmados por Don Clemente y la Gran Fábrica de Naipes Gallo, la de origen decimonónico, aparecida allá por 1887, cuando México aún no era una carnicería.
Entonces lo entiendo: por eso están reunidos.
Antes que quedar atrapados por el miedo a las balaceras, a los secuestros, a las extorsiones, a las persecuciones, las amenazas, la muerte, sucesos cotidianos en el estado más violento del Golfo de México, parientes, vecinos, amigos de una buena parte del territorio tamaulipeco han vuelto a reunirse al refugio del fresco de los patios, como hacían los abuelos, para pasar la noche en inocentes juegos de lotería y pláticas.
Juegan noche tras noche, como un acto supremo de resistencia ante el terror. ¿Qué más desafiante que reír en medio de la muerte? ¿Qué más osado que no negarse las sonrisas cuando te apuntan a la sien con un cuerno de chivo?
-Ya no le cuenten. Lo están asustando- dice alguien, pletórico de ironía.
-Mejor cántanos las cartas- me piden. Las manos no dejan de temblarme.
Miro a las mujeres, esas lindas porteñas prometidas por el poeta José Sierra, hacia las que puede navegarse en busca de amor, diluirse ahora en el llanto de sus miedos. A los hombres, buenos en esencia, que guardan en sus teléfonos los números de ambulancias, patrullas, auxilios inmediatos y cuentan que allá, en algunos pueblos y comunidades, la gente ha comenzado a armarse de valor y crear brigadas de autodefensa. Al abuelo, que no se cansa de decir que todo va para peor y maldice al gobierno. A las abuelas, que al despedirse de sus hijos se quedan petrificadas ante las puertas y lanzan suspiros interminables.
Los miro a todos, a los niños que ríen y cuentan chistes sentados en esas mesas colocadas en U en el patio trasero de esa casa, en una ciudad cualquiera de Tamaulipas que deliberadamente tergiverso y no identifico con claridad, para que a los culeros les cueste más trabajo acecharlos.
Pienso en ese acto supremo de rebeldía que no da señas de existencia detrás de esos muros cada vez más altos, de esa puerta presidida por Nuestra Reina Morenita:
Guarecidos bajo el fresco de la noche, mujeres, hombres, chamacos, protegidos de todo cuanto pueda pasar afueran, en aquellos laberintos, fraguan una resistencia que se alimenta con petardos de gritos, de carcajadas que duran horas, en un espacio que nada ni nadie, absolutamente nadie, podrá jamás arrebatarles.
– Cántanos las cartas- insisten.
No, ni madres. No puedo.♠
Publicado en la revista Emeequis