PLAZA MAYOR No. 11

En la Plaza Mayor hay que estar a las vivas, siempre a ojos pelones y orejas bien abiertas, porque la transa, el engaño con sus miles de caretas, acecha en cada esquina, en cada sitio que huela una cartera llena.

Y no hay más que bajarse de algún vagón del Metro. De la estación Merced, para más señas: entre traer en la cartera 900 pesos, antojo de una tele, y quedarse después sin un centavo, sin pantalla de Plasma y embaucado, no deben de mediar ni 10 minutos, según han de constatar Héctor Alcaraz y sus bolsillos.

Es ahí nomás, en la salida Anillo de Circunvalación de la estación del Metro. Justo en la puerta donde empieza el laberinto de puestos ambulantes, con sus molduras rebosadas de equipos modulares como naves espaciales, de televisiones de modelos varios: Akai, Mecky, Toshiba, Sony, Fuyikoi, Makendai.

Un joven gordo, quizá en los veintitantos, calva la cabeza y los ojos negros, cara redonda rodeada de barros, con camisa polo de rayas coloradas y pantalón de mezclilla, lanza sus anzuelos apenas a la primera mirada que Héctor posa entre las teles: “¿Qué buscas? Plasma de 42 pulgadas, Sony, mil 200 varos, te damos garantía”.

“Es una tele armada, por eso es tan barata”, dice el hombre cuando le preguntan. Suelta su retahíla de propuestas: “si te la llevas, te la dejo en 900 pesos, y te la traigo empacadita de la bodega en una caja. Aquí la probamos. Te la llevo hasta la puerta del metro, hasta el taxi, a tu coche, dónde me digas”.

Frente a él los monitores repiten la telenovela. Tras de él la avenida truena en claxonazos. Junto a él un hombre vigila la compra-venta. Alrededor de él todos los puestos repiten la estrategia.

La televisión funciona como pocas, no tiene ni un rayón en la moldura, los cables en perfecto estado, las marcas de las letras que no se ven hechizas. Por ningún lado se asoma la sombra de la transa: fayuca bien parida en las tierras de lo barato.

Una mujer, acaso setenta años, come en el lugar su sopa de estrellitas. Un niño juega entre los puestos. “Es un negocio familiar, todo es derecho”. La oferta tentadora se impone a las preguntas. “¿Y si la compro y me la roban en la esquina? ¿Y si le doy el dinero y ya no regresa? ¿Y si son robadas? ¿Y si se descompone luego, luego?”

“Desde el principio sabes que hay una transa”, dice Héctor, “pero no sabes por dónde te van a llegar. Te quieres poner atento para ver dónde va a estar el problema, pero no lo ves”. Fernando, su amigo, lo secunda: “por dos mil 100 pesos te dan el DVD portátil y la Sony nuevecita, y sabes que hay algo mal”. Pero no se ve por dónde.

A mayor interés del comprador, mayor entusiasmo de quien vende. Apenas los convence, les hace firmar en la supuesta nota, “todo es derecho”, pero se lleva el dinero a los bolsillos y suelta a sus murciélagos:

“En esta dirección, República del Salvador 131 (o 31, también dice) tienes que comprar el regulador que necesita la tele, te cuesta 7 mil 500 pesos. Si no lo compras, no funciona”. “Si quieres un regulador más barato, el gringo te sale en 5 mil 500”.

Las quejas de Héctor y Fernando no hacen mella. La trampa se ha cerrado. “Nosotros no hacemos devoluciones de dinero. Si no quieres llevarte la tele, te la cambiamos por cualquier otro producto”.

Pero la tele más barata no la dejan ahí en menos de 3 mil 500. El estéreo menos caro es vendido a sus dos mil 200. Ni un iPod, ni un videojuego, ni celular al menos, porque los que tiene el hombre obeso rebasan los mil 200 pesos en la oferta.

“Pues ya que me transaste, déjame el celular en 900 pesos”, dice Héctor enfadado. “No, mi chavo, no me sale, ponle 200, por lo menos”, lanza el gordo en su desfachatada Catafixia.

Héctor, al recordarlo, enrojece las mejillas, como que esboza una mueca resignada, y cuando parece que quiere soltar el más sonoro insulto que conoce, apenas echa una frasecita recortada, un pellizco para sí mismo por querer comprarse un Plasma Sony en 900 varos: “me chingaron. Pero al menos que no fue pistola en mano”.

Publicado en el diario EL CENTRO

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