Tal vez será un cadáver. Tal vez las partes reblandecidas de un cuerpo mutilado, el feto de un bebé que nadie quiso, la mascota perdida, los restos de un hogar que se derrumbó, un sillón desvencijado, los pedazos de algún automóvil, chatarra. Lo que sea que Julio encuentre a su paso bajo el agua, será bueno: ya estar ahí, en la serenidad de lo profundo, es su única forma de encontrar sosiego. Tranquilidad. Paz.

Por eso ha de ser que su expresión cambia cuando habla de sumergirse. Por eso ha de ser que su rostro de nariz ancha, de labio inferior grueso y carnoso, de dientes grandes, afilados, de pelo cano, de ojos como rendijas por donde apenas pasa la luz, recuerdan mucho a ciertos peces abisales: Julio César Cú también es como un pez, y nada en las profundidades acuáticas de la ciudad de México.

– Cuando estoy aquí arriba ando como nervioso – dice- cuando paso mucho tiempo sin inmersión, hasta mi esposa me dice que ya me hace falta el agua. No sé, a lo mejor no me lo van a creer ¿no?… nada más toco el agua y ya me tranquilizo.

– ¿Qué siente?

– Siento mucha tranquilidad. Me entra mucha paz. Estas tú solo. No hay nadie alrededor. No ves nada. Nada más estas contigo. Cuando estoy a punto de entrar, siempre me pongo nervioso, me entran nervios, pero nada más toco el agua se me quita. Tocar el agua me da mucha paz.

– ¿Pero… y la suciedad? ¿No le da asco nadar entre la mierda?

– No ves nada. No hueles nada. Allá abajo, hay veces que pones tu mano enfrente de ti y no la ves. Generalmente el agua es tan turbia que no alcanzas a ver nada – dice.

Julio es hoy el único buzo especializado en imersión dentro del drenaje profundo del Sistema de Aguas de la Ciudad de México y, según nuestros cálculos, ha realizado una cifra muy cercana a las 500 inmersiones a las entrañas oscuras del desagüe subterráneo capitalino, con todo lo que lleva en su torrente.

Para quienes gustan de la numeralia, el trabajo de Julio podría resumirse así: a la razón de unas cuatro horas en promedio, multiplicadas por alrededor de 15 inmersiones anuales, durante 28 años de trabajo, Julio ha buceado entre las aguas que ennnegrecemos todos juntos por lo menos mil 600 horas de su vida. Toda una vida.

Adiós a los nervios

El plástico del traje de buzo, o el material del cual esté confeccionado, cuando se pega a los pantalones crea una sensación de caricia, de envoltura protectora: cualquiera que sienta el abrazo de las cobijas antes de levantarse, sabrá lo que se siente portar el traje de Julio.

Hermético por completo, el traje es un escudo contra toda clase de enfermedades, infecciones, incluso peligros como la gangrena, la septisemia, inminentes para quien debe bucear en lo oscuro de las aguas de desecho de la segunda ciudad más grande del mundo, donde lo mismo navegan las heces de todos que los desechos industriales, hospitalarios, tóxicos.

No es raro que en la inmersión el equipo pueda rasgarse. Que por sus movimientos alguna varilla, algun pedazo de madera, una piedra desgarren el equipo. Ha pasado antes y seguirá pasando: “es parte de los riesgos de este trabajo”, dice.

Y es muy pesado. Confeccionado en Europa por especialistas de Noruega y Dinamarca, donde se registran las temperaturas de inmersión más gélidas del mundo. Cuando Julio y su ayudante, Ricardo, rodeados de tanques de oxígeno, mangueras, cubetas, aspersores, escobas, me echan la mano para ponerme el casco, una especie de escafandra de un metal muy grueso, opresiva, asfixiante, en cuanto la ponen en mis hombros siento encima de mi cabeza el peso de un niño de 10 años. Y es un niño gordo.

Una vez puesto el casco, el aire disminuye. El calor se encierra. Si te toca ser neurótico, es muy probable que a la opresión que se siente al portar todo el equipo, se sume la de saber que vas a nadar entre la caca. A lo largo de sus 28 años de experiencia, por lo menos 10 hombres han pasado por el puesto de Julio sin permanecer. Es el único que ha aguantado.

– Es un trabajo que te tiene que gustar. Alguien que sea muy nervioso no puede bucear – dice. A mi luego luego me entra la angustia del encierro, casi de inmediato le pido que me quite el chingado casco- te tiene que gustar la sensación del traje, del agua, porque allá abajo estás solo, nadie va a poder ayudarte.

Julio, cuando está abajo, sólo tiene el tubo de vida, un cable de entre 15 y 20 metros de longitud que lo conecta con el equipo de comunicación que está arriba, en lo seco. Pero todas las maniobras y riesgos los asume él, en la soledad de lo profundo.

– Abajo no nadas, sólo caminas. Vas caminando con los pies arrastrados, porque es un terreno fangoso. Tienes conocimiento de lo que te van diciendo arriba, pero debes confiar en tus sentidos, debes confiar en lo que tu gente te dice.

Julio baja conectado al umbilical, como también le llaman al tubo de vida, a veces montado en una canastilla de acero y a veces en escalera. En cuanto se sumerge por completo empieza el reto: sólo dispone de su intuición, del conocimiento de su trabajo y de la suerte, que a algunos compañeros les ha dado la espalda.

Morir drenaje adentro

Una ciudad como México, que puede desalojar entre 30 y 220 metros cúbicos de agua por segundo, de acuerdo a las temporadas de estiaje o lluvias, siempre está en riesgo de un colapso por su sistema de drenaje, por las inminentes inundaciones que deben ser resueltas. Al fin ciudad que nació siendo lago.

“Hemos tenido que retirar incluso salas completas, muebles de todo tipo, hasta motores y carrocerías de automóviles que la gente o las industrias tiran al drenaje o a los ríos que desalojan aguas industriales”, dice Julio.

Es justo el mismo problema que en 1980 delinearon los responsables de la operación hidráulica de lo que entonces se llamaba Departamento del Distrito Federal. Julio, entonces un muchacho veinteañero aficionado al buceo, fue invitado a un trabajo muy específico: ahorrar, con su inmersión, un trabajo técnico que podría retrasar las soluciones indefinidamente y con ello afectar no a miles sino a millones de personas. A su modo, Julio es nuestro héroe.

-¿Y cuál es el momento que más recuerda?

– Me siento muy satisfecho de los cuerpos que he recuperado. Que se acerquen los familiares y te digan gracias, por ayudarles a recuperar un cuerpo para llorarlo en paz. Es algo que no pagas con nada. Mucha gente puede no ser rescatada. Pienso mucho en eso.

– ¿Alguna vez piensa en la muerte?

– No. Algunos amigos me han comentado que abajo, cuando estan solos, platican con ella, que la sienten y le hablan. Yo no la he sentido. Quizá porque, gracias a Dios, nunca me ha pasado nada. Yo me pongo a cantar. Cuando estoy muy concentrado, empiezo a cantar.

– ¿Y qué canta?

– Cualquier cosa. Me gusta de todo tipo de música. A veces reflexiono, pienso en muchas cosas. Es fácil cuando estás allá abajo.

– ¿Y cuando no trabaja?

– Ya estoy en tiempo del retiro. Pero no quiero pensar en eso. Lo estoy retrasando. Me gusta mucho mi trabajo. – Julio enciende su rostro. Está rodeado de figuritas de buzos, de fotografías de sus inmersiones, de caricaturas. Su oficina, en terreno seco, está inundada de sus cosas de buceo. De su emoción.

Por eso, cuando le pregunto por aquello que más le gusta de su chamba, esa que pocos podríamos apostar que le despierte tanta emotividad, el buzo abre sus ojos como de pez abisal para decir “todo. La verdad. De mi trabajo me gusta todo. Cuando estoy allá adentro, buceando, soy un hombre feliz”.

Ha de ser cierto, pienso: ¿cuántos de nosotros podemos encontrar la paz, la serenidad verdadera, la felicidad, desempeñando religiosamente el oficio que elegimos para vivir?♠

Publicado en EL UNIVERSAL

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