Si la cárcel es un infierno, éste tiene un cocinero: se llama Neptuno. Y cuando termine de contarnos su historia sabremos por qué siente que su alma se torna cada día más negra, un poco más obscura.

Esa tarde está parado ahí, justo en medio de una corredera de homicidas, violadores y asaltantes. Blande como tridente una cuchara de metal que es más larga y más grande que su propio brazo y, con un grito sonoro, organiza la pelotera de trastos, peroles y cubetas.

“Esas ollas llenas, muévanse, ámonos cabrones”, dice con camaradería el único hombre que no es un reo, y esa cocina con 60 cuerpos uniformados de caqui que vienen y van sin tropezarse, sin tocarse siquiera silenciosos, se ordena, se activa.

Ahumados por los vapores mezclados de las ollas gigantes de frijoles charros que tienen un sabor a chile serrano, por el arroz blanco con demasiado ajo para ciertos gustos, por el atún a la vizcaína con papas tiernas, jitomate oloroso y buen sazón, los hombres se agrupan para comenzar el ritual: 12 mil 500 internos del Reclusorio Varonil Norte del Distrito Federal tienen hambre y ellos, los ayudantes de Neptuno, están obligados a darles su comida en punto de las 12. Ya.

Un grupo vierte los frijoles, otro organiza las cajas para los 2 mil kilos de tortillas, los contenedores del arroz, los del atún, el sellado de las ollas para el traslado, los malvaviscos del postre, la formación de los carros en la puerta de la cocina, la limpieza de contenedores vacíos, el lavado de utensilios. Apenas pasan 7 minutos.

“Yo sirvo regularmente con una calidad y así sale de mi cocina: frijol y sopa de pasta o arroz. Alubias, lentejas, guisado. Un postre, tortillas. Pan en el desayuno y la cena. Recibo en mi cocina 25 mil panes en promedio diarios, y tortillas”. Neptuno domina su reino.

Tiene horarios ajustados. 12 mil 500 desayunos, a las 7 de la mañana, 12 mil 500 comidas, exactamente al mediodía y 12 mil 500 cenas, que si no están listas a las 7 de la noche detonan conflictos entre los reos.

Una ocasión, los “rancheros”, internos comisionados por sus compañeros de anexo o área para conducir los alimentos, volcaron el contenido de todo un carro con comida para 650 reos. El anexo se levantó en protesta y el propio Neptuno habló con los líderes del área, “siempre hay uno que los mueve”, para calmar la bronca.

“Les hice nueva comida en 15 minutos. Así de organizados están los muchachos en mi cocina”, dice orgulloso mientras los mira.

Formados los carros, rotuladas las ollas para cada área del penal, uno de ellos abre entonces una compuerta de la cocina que da a un pasillo al aire libre, en la zona de Talleres del reclusorio, donde una multitud casi monocromática de hombres viejos y jóvenes ya espera, detrás de la reja custodiada, a que comience el reparto.

Adentro, la comida es oro

Los “rancheros” se acercan conforme los nombran para llevar los carros. Si alguno carga una olla de más, una caja de tortillas de menos, Neptuno sale de su cocina y va hasta él, arregla el asunto y quienes lo observan notan cómo el tumulto de hombres presos, con hambre, no se atreve a chistarle un vituperio.

Porque es un penal, con sus reglas propias, esas que Neptuno conoce a la perfección después de cinco años haciendo la comida y defendiendo, incluso a golpes y amenazas, su terreno.

“Cuando me contrataron yo asumí un compromiso y he llegado al punto de conflictuarme con mucha gente por querer hacer las cosas bien, porque, bueno, es mi cocina y aquí adentro estás en medio de una lucha muy desigual”, dice sereno.

Usos y costumbres de ahí dentro, donde todo cuesta porque todo vale, la comida es oro y así se cotiza, por eso puede ser una cuando sale de la cocina y otra distinta cuando llega a los dormitorios del penal, donde otros mandan:

“Así les des caviar, allá adentro lo pueden convertir en mierda. Apenas pasan el retén donde ya no hay seguridad ni externos, hacen lo que quieren, obviamente con la intención de vender, de obtener un beneficio”.

Por eso su máximo orgullo es haber conquistado territorio.

“Cuando yo llegué, aquí estaba mal, aquí era suciedad, era desorganización, falta de alimento, además el saqueo que existe. El mayor problema era el saqueo que hacía el interno”, cuenta.

Por las manos de Neptuno pasan, cada semana, mil 89 cajas de huevo, 12 mil 600 kilos de salchicha, casi el doble de piernas y muslos de pollo, unas 18 toneladas de frijol, ocho de arroz, 4 de carne de cerdo, café, lentejas, azúcar, puré de tomate, jamón, carne de res, surtido todo lunes, miércoles y viernes, porque no hay congelador.

En el mercado restringido del Reclusorio Norte, cada pieza, cada cosa tiene su valor, inmenso, por ello trabajar con personas que ha delinquido, dice Neptuno, le pudo representar el conflicto de la confianza, que ha ido superando.

—¿Cómo lo hiciste?

—Con la ayuda del área de seguridad, por supuesto, pero además cuidándolos yo. No te queda de otra que revisar a la gente cuando se va y si la encuentras robando algo, pues la despides.

Por eso la cocina tiene escalafón, que depende de la confianza, la experiencia y las ganas de trabajar.

Llegan por petición propia y lo primero que hacen es limpiar pisos, baños, utensilios. Luego son ayudantes, cargan los bultos, limpian frijoles, lavan carne, vierten los alimentos, pasan a la zona de guisos, sazonan, baten, hasta que finalmente cocinan. Ganan dinero, reducen condena, aprenden.

“No puedo tener a cualquiera haciendo guisados, en primera porque no están acostumbrados a trabajar con cofia, cubrebocas, uniforme, porque aquí están acostumbrados a andar sin camisa, encuerados, por eso en mi cocina todo es un proceso de aprendizaje”.

—¿Y los cuchillos?

—Los cuchillos los manejo yo.

—¿Sólo tú?

—Bueno, no. Los manejan quienes están asignados al corte de alimentos, pero los guardo en mi oficina bajo llave, y esa llave nadie la toca más que yo.

Neptuno recuerda una anécdota, cuando cierto grupo de internos intentó entrar por la fuerza a la cocina y sus muchachos se armaron con los utensilios de cocina para evitar la incursión. “Me imaginé una carnicería, ca. Por eso los cuchillos”.

¿Quiénes son los malos? 

Neptuno es un hombre de baja estatura, “para mi todos son altos”, corpulento, de nariz como nuez y labios delgados. Aunque sus ojos son pequeños, cuando platica los abre lo suficiente como si quisiera ayudar a la mente a cocinar los recuerdos.

Desde que llegó al Reclusorio y le propusieron encargarse de la cocina, dejar el área de supervisión del parque vehicular de la dependencia, puso en práctica el método de aprender observándolo todo.

Sin preparación como cocinero, con la única experiencia de haber atendido un negocio familiar de barbacoa, los primeros días en el Reno sólo se dedicó a mirar, a cuidarse, a medir, como se dice, el agua a los tamales.

“Yo estaba en área central, pero mi domicilio está aquí cerca, así que por comodidad lo agarré”

—¿Y qué se siente darle de comer a los malos?

—¿Y quiénes son los malos?

—Los que están adentro, ¿o no?

—Pues aquí adentro no son todos los que están, ni están todos los que son. ¿Quién es malo? Tú y yo podemos ser malos y no estamos aquí adentro, dice, para ridiculizar prejuicios ajenos.

Mira hacia sus ayudantes, hacia Jorge, quien está a cargo de los frijoles y en un par de meses compurgará condena por robo, hacia su compañero, quien dice estar seguro de encontrar un buen trabajo, cuando salga, porque ya sabe trabajar en una cocina industrial, como de restaurante y podría poner su propia cocina económica. O más.

Neptuno observa hacia José Luis, dos veces asaltante; a Ignacio, defraudador, que en medio del jaleo de los guisados parecen hombres confiables afanándose por hacer lo que les toca lo mejor que pueden. De veras.

“Te vuelves de la cárcel”

Neptuno, cuyo nombre heredó de su padre, “de niño me molestaba, ahora, de alguna manera me da fuerza”, dice que trabajar en la cárcel, en la cocina del penal, le ha significado experiencias buenas, pero también malas.

—Tu actitud hace que te respeten, pero ya aquí, si no le metes unos chingadazos a un güey… los mismos chavos, de repente los tienes que arrear con un palo y eso te hace cambiar.

—¿Tú has cambiado?

—Tú te das cuenta de que no eres el mismo. Yo difícilmente era grosero, difícilmente gritaba y te podría decir que me ganaba el respeto de la gente más con mi actitud que con la fuerza.

—¿Cómo eras antes?

—Yo, antes de trabajar aquí, era muy sociable, no tenía precisamente grandes amigos, pero sí tenía un círculo más grande de gente con la que convivía, ¿no? Ahora no. Tenía más léxico para entenderme con la gente o para sostener una plática y además más temas… de repente te clavas aquí y tu círculo se vuelve pequeño, pequeño.

—Cambiaste.

—Todo cambia, todo cambia, hasta tu comportamiento, en todos los sentidos, cambia. En tu juicio o bebido cambia, más bebido. Tienes que aprender incluso a moderar tus tragos porque, con que pierdas tantito el control… bebido te vuelves alguien de la cárcel, como diablo.

—Te sale tu lado oscuro…

—No, no… pero tú sientes. Después de tanto que platicas con ellos y que peleas y todo eso, de repente estás bebido y sí te sientes capaz de hacer una pendejada de las que hacen ellos y eso ya te hace pensar a ti: ¿Pues antes cuándo iba yo a pensar así?

Neptuno ya no está en la cocina. Servida la comida, sus ayudantes comienzan a preparar la cena, las lentejas, las ollas de café. Se desprende del tapabocas, de la cofia, y sale al patio a fumar un cigarro, un Delicado. Al rato, afuera, se echará un “camellito”.

—Neptuno, ¿cómo haces para que esto no te coma?

—Desde el momento que sales de aquí el aire es diferente. Quizá tú te vas a dar cuenta cuando te vayas. No sé. Pero aquí huele diferente.

—¿A qué huele en el reclusorio?

—Te juro que huele a conflicto, huele a cárcel, a sufrimiento, no sé, todo lo que te puedas imaginar. Y sobre todo, cuando estás aquí todo un día, te juro que sales de la aduana y el aire es diferente, eso te permite calmarte y tu estrés, todo lo que te echas aquí a cuestas, te da un chance.

—¿Y por qué sigues aquí?

—Porque me gusta, me gusta mucho. Mi mujer me dice que me salga, mi hija también. Pero a mí me gusta.

Mira hacia la zona donde miles de hombres toman el sol, donde algunos comen en trastos viejos, en latas, en lo que pueden, y entonces, a manera de despedida, Neptuno confiesa, como si se hablara a sí mismo:

—¿Sabes cuál es mi mejor ritual? Marcar por teléfono. Cuando salgo de aquí, en la tarde, casi directamente voy a marcar por teléfono, a mis hijos, a mi mujer. Y ya eso me regresa mi vida.♠

Texto publicado en EL UNIVERSAL

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