Sonia MirandaSonia no tiene manos, tiene pinceles, y mientras la gente que la rodea discute con el gendarme, “¿Por qué la quieren quitar, cabrones, abusivos…”, sus dedos de punta redonda y pelo de gato han dado color a la Bella del cuento, con unos ojos azul cerúleo tan inmensos que cualquier Príncipe caería rendido ante el encanto.

Cómo le gusta iluminar princesas. Traer a la vida rostros de ensueño con acuarelas, sentada casi todos los días debajo del mismo árbol, al pie de la Catedral Metropolitana de la ciudad de México, o en los portales cercanos si es que hay lluvia, con una calabacita anaranjada para las monedas, un letrero de agradecimiento y los dientes prestos a impedir que la policía de Marcelo Ebrard -o Miguel Mancera o el que sea- le arrebaten el espacio donde gana la comida de sus hijos.

-La semana pasada estaba en los portales, me querían quitar dos policías mujeres y que las agarro a mordidas, así, con los dientes, la gente decía que no, y no me dejaba.

Sus dientes prensan su propia piel, el borde del antebrazo pintado de acuarela color carne, verde agua, chispas amarillas: las prótesis de Sonia duermen en los adoquines.

Es una sobreviviente de la tragedia de San Juanico, 1984, aquella explosión que despertó a la ciudad aquella mañana del 19 de noviembre, que además de matar a su madre, dejó en la niña Sonia, de tres años entonces, una huella inocultable que, por más profunda que parezca, de verdad no alcanza a apagar unos ojos profundamente guerrilleros, decididos.

-Mi abuelita Petra me enseñó a ser muy independiente desde chiquilla, a no dejarme. Ella me dijo que yo podía hacer las cosas, que no era una inútil. Me ponía a lavar trastes, a hacer quehacer, tender camas, lavar, barrer, trapear, bañarme, saber cómo vestirme: eso no te lo enseñan en el hospital de Pemex-, dice.

El policía le insiste: váyase a Madero y Gante, señorita, allá están las estatuas.

Pero tiene su genio: cuando me embaracé, mucha gente, mi familia, me decían que por qué no abortaba, que cómo le iba a hacer, que no iba a poder, recuerda. Recoge las acuarelas. “Pero sí se pudo. Yo solita los bañaba, yo solita los cambiaba, eso lo aprendí sola”.

SoniaNomás le preocupaba el rechazo hacia Belén, de siete años (hoy debe tener 14), y hacia Julio, de cuatro (hoy de 11).

-Desde que tenía a mi niña en el vientre, que la rechazaran por mi culpa en la escuela, que le hicieran burlas sus amigos, que la criticaran, ese era mi temor- dice.

A Julián, el policía, ya se le amontonaron tres hombres, seis mujeres. Le dicen que no se manche, que qué poca madre, que Sonia no hace nada. La misma ola de gente que pasa, se amontona, mira nacer princesas de las manos de pincel, y se retira: marea de curiosidades y morbo ante una mujer con el rostro completamente marcado por cicatrices hondas, pliegues sobre pliegues.

“Luego llegan mamás con sus niñitos y los acercan nomás por la morbosidad, y ellos dicen: está bien fea, parece monstruo, y yo volteo y les digo: mientras me quieran mis hijos…me da lo mismo lo que yo te parezca”. Así somos. Así hemos sido.

Sabe dibujar con las prótesis, hace manualidades sin manos, pero cuando de veras le quedan chulas las princesas es si se las quita, cuando une sus dos antebrazos, se inclina sobre sus piernas que soportan la hoja y el pincel se vuelve dedos que bailan a colores. El poli insiste. Se trepa a la motocicleta.

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Sonia Miranda

“Me gusta mucho dibujar, dibujar y pintar. Es algo nato. Y las princesas le gustan a mi niña”, dice.

“Nada más tengo algo que me falta, algo nomás que quiero, y sí se que es…”, dice Sonia.

Hace la finta de que va a retirarse, pero ve que el policía ya se fue y se detiene: al rato, con su vestido de rosas amarillas, una nueva Cenicienta ya le sale de los garfios.♠

Publicado en El Universal

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