Crónica de un reportero encuerado en la sesión fotográfica de Spencer Tunick en el Zócalo de la Ciudad de México.

El Zócalo de la ciudad de México, la mañana de los encuerados de Tunick

Parece que su libertad se oculta en los calzones.

Parece que ahí se esconde, que ahí se guarece de la sentencia de ancestral sometimiento: “tu cuerpo es sucio, feo, es condenable, no lo toques, no lo mires, no lo exhibas”.

Apenas salta un gritito inaudible, el naked agringado, y la pelotera se desborda en sus aullidos, gritos, repegones, euforia inusitada que salta de pene a pene, de vagina a vagina, para armar un castillo de sonrisas, albures, complicidades y diversiones: a encuerarse todos.

La plancha del Zócalo mal barrida, con vidrios, con basura, es un muestrario de estrías, celulitis, pelos en la espalda, pero también de cuerpos orgullosos de su imperfección hermosa, de miradas sin lascivia, de diversidad vuelta pellejo, carcajadas por el atrevimiento tumultuario, de esa primera vez con tantas pieles juntas sin murallas.

“No mires para adelante, te va a salir una perrilla”, grita Javier encuclillado, 19 años, y la carcajada acuña cientos de respuestas, decenas de risas y “lo que se vea aquí, aquí se queda ¿eh?”, revueltos con atrevidos “ya encontré mi reloj” o “se me van a salir las llaves del carro”.

“Me da mucho morbo, por eso vine”, dice un hombre treintañero cuando mete sus calzones a una bolsa, cuando mira encuerados por todos lados y se abraza a su compañero, cuidadoso de no tocar penes ajenos.

“Es una sensación de libertad, de frescura, por eso me da gusto estar aquí”, dice Lorena, 56 años, y abraza a su esposo de frente al edificio del gobierno del DF, muestra sus senos y balancea su cabellera, la cicatriz de una cesárea, la sonrisa.

Todos los cuerpos posibles se esfuerzan en las piruetas, y al contacto con los helados adoquines de la plancha se funden en sonoras carcajadas, en multitudinarios aconteceres de un día distinto: “¿Cuándo vas a volver a estar acostado en el Zócalo, encuerado y viendo al cielo?”

Por eso las miradas van de un pubis a unos senos y de las nalgas contiguas a los rostros de otros, porque ver tantas opciones posibles de naturaleza humana genera risas, curiosidades y efectos insospechados. “Pensé que se me iba a complicar estar encuerado, que me iba a excitar, pero nel, está bien chido”, dice Arturo, 41 años.

Son las ocho de la mañana en la Plaza de la Constitución, y en medio de 18 mil, veinte mil cuerpos desnudos no hay asomo de vergüenzas, ni se aparece Belcebú ni acaba el mundo.

Las sensaciones se multiplican y los resabios de las opresiones aparecen en la gente, porque al mismo tiempo que blanden la desnudez de sus pubis de adultas, la vellosidad de sus sexos descubiertos, las mujeres se afanan en cobijar siempre sus senos.

Están eufóricos, encuerados y felices, pero perplejos de sí mismos, desbordados, confundidos. Quieren gritar “mamazota”, pero sólo les sale algún aplauso. Quieren decir “aquí están los chiles mexicanos”, pero sólo les salen sus “que a toda madre” desmedidos.

Y entre los “vayámonos encuerados hasta el Ángel” o “voto por voto, casilla por casilla”, las caminatas sobre 20 de noviembre, o los “péguense más, que no les de pena”, parece que, encuerados, por primera vez utilizan algo que siempre habían traído oprimido en los calzones: el gusto por la libertad de ser humanos.♠

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