Le nombramos Periodismo Literario (Literary Journalism, Narrative Journalism, Jornalismo Literário, Journalisme Littéraire) la denominación más extendida internacionalmente, pero también Periodismo Narrativo. Términos próximos, pero no sinónimos.
Su característica principal es plenamente identificable: el género de textos periodísticos que utiliza recursos expresivos considerados como propios de la literatura, para relatar los acontecimientos noticiosos que conciernen al individuo y su sociedades.
Está en auge. En Estados Unidos, buena parte de Europa y también en América Latina -con México incluido- sus ejemplos son numerosos y reconocibles.
Al mismo tiempo que un número cada vez mayor de periodistas y editores se aventuran en su ejercicio, difusión y perfeccionamiento, desde la academia aumenta la atención y el estudio de sus categorías y componentes.
Suele confundírsele con la crónica periodística –aunque en México, en los hechos, a cualquier texto periodístico plagado de adjetivos o afanes estilísticos mínimos se le suele confundir con la crónica- pero el periodismo literario es mucho más:
Es un género híbrido -y por híbrido debe entenderse el producto de una fusión entre culturas diversas- resultado de una conjunción precisa, habilidosa, de veracidad verificable, vinculada tradicionalmente al periodismo, e intención estética, vinculada tradicionalmente a la literatura.
Así como debe cumplir cabalmente con el pacto con el lector (la garantía periodística de que cada dato, cada frase, cada hecho relatado tienen tras de sí un trabajo periodístico minucioso, verificable y completamente ajeno a la invención o a la ficción) el periodismo literario no opone resistencia alguna para utilizar cuanto recurso expresivo de la literatura está a su alcance.
Así, se sirve de los géneros más diversos, desde la novela hasta el cuento, desde el ensayo hasta la poesía, y del cúmulo de figuras retóricas que le ofrece el lenguaje escrito.
Su objetivo es llevar hasta la mente del lector, al centro de su raciocinio y al conjunto de sus emociones, la noticia, el mensaje informativo.
Y como también involucra a todos los géneros periodísticos, los trastoca para transformarlos, fusionarlos o renovarlos.
Por ello, el periodismo literario es más que únicamente crónica: es entrevista, que se cruza con la biografía y la semblanza para engendrar el perfil, la mirada de 360 grados sobre un personaje; es crónica, que traspasa el cuento, la novela y el cuadro costumbrista, para ampliar sus fronteras de mera narración cronológica; es artículo de opinión o columna, que atraviesan el ensayo, la disertación literaria o el monólogo interior para constituirse como ensayo periodístico literario; es nota informativa, que puede imbricarse con las estructuras del cuento o incluso la fábula para explicar un momento específico de un individuo o un acontecimiento en la sociedad.
Es un género que suma a otros géneros y que dota al periodismo, o mejor dicho recupera para el periodismo, a los seres humanos con rostro e historia individuales, que sirven de vehículo para explicar lo colectivo.
En síntesis: el periodismo literario es un género de géneros. Amalgama.
¿Puede hablarse de éste como un género nuevo? No, ciertamente.
Tal como anota el catalán Albert Chillón en Literatura y Periodismo: una tradición de relaciones promiscuas (UAB, 1999), más precisamente se trata de una reclasificación. Con ésta se designa un conjunto de escritos claramente multidisciplinarios y transfronterizos.
Así como a la composición que conjunta fotografía, literatura, pintura, sonido, movimiento y música se le identifica con precisión como Cine, la denominación Periodismo Literario aglutina los productos periodísticos que, en uso pleno de esa condición multidisciplinaria, recogen aportaciones expresivas de los géneros literarios testimoniales -diario personal, relato de viajes, ensayo, prosa costumbrista, género epistolar, entre tantos otros-, así como de las modalidades documentales -historias de vida, tradiciones orales- de los discursos televisivos contemporáneos -serie policiaca, telenovela, serie de intriga o misterio- y hasta de los cinematográficos –efecto Rashomon, flashback, flashforward-.
Reconoce con una identidad precisa a todo aquel periodismo que abreva de las fuentes literarias personales, como las memorias, las autobiografías, las confesiones, los relatos de experiencias, las semblanzas, los retratos, la novela histórica, el relato policiaco, las historias cortas y los cuentos.
El periodismo literario es un género contemporáneo de la novela realista, de la prosa literaria testimonial, de la narrativa científica y de la escritura periodística, facetas distintas, pero vinculadas, del mismo fenómeno cultural y comunicativo: la sensibilidad realista de la época moderna.
Otros estudiosos alrededor del mundo también han aportado ya sus nociones particulares al respecto: Norman Sims, investigador de la Universidad de Massachusetts en Amherst, y cofundador de la Asociación Internacional de Estudios sobre el Periodismo Literario (IALJS, por su denominación en inglés: International Association for Literary Journalism Studies), explica que el Literary Journalism es una combinación precisa y deliberada de inmersión, voz, exactitud y simbolismo con ambición literaria.
El canadiense Bill Reynolds, presidente de la IALJS y coautor de Literary Journalism across the world (University of Massachusetts Press, 2011), dice que el género es la utilización de recursos que alguna vez se reconocieron como característicos del Nuevo Periodismo estadounidense, pero que han formado parte de manifestaciones periodísticas anteriores, en distintas partes del mundo, muchas décadas antes de que Tom Wolfe acuñara el famoso denominativo en los años 60.
El investigador estadounidense Mark Kramer dice en Literary journalism: a new collection of the best american non fiction (Ballantine Books, 1985), que es aquel género en el cual las artes estilísticas y de construcción narrativa, asociadas desde siempre a la literatura de ficción, ayudan a atrapar la fugacidad de los acontecimientos.
Los españoles Jorge Miguel Rodríguez y María Angulo, coeditores de Periodismo Literario: naturaleza, antecedentes, paradigmas y perspectivas (Fragua, 2010) lo designan macrogénero, porque agrupa un conjunto de composiciones que unen el rigor del reporterismo, el respeto por el pacto de lectura (el compromiso y el deber del periodista de no inventarse ni un solo dato, ni una escena) y la calidad estética del relato.
Un macrogénero que además adopta todo tipo de géneros y estéticas de la cultura de un tiempo y un espacio. Como periodismo, registra todo lo que acontece a la humanidad. Como literatura, como poética, revela el alma del hombre en ese instante de la historia.
En el periodismo literario, la adopción de recursos expresivos de la literatura no escinde a los textos de su condición periodística, en tanto que no se trata de un ornamento estilístico, ni siquiera de un mero recurso estético para cautivar al lector, sino de una posición definida ante la realidad. A la manera de Flaubert: “el estilo es una manera absoluta de ver las cosas”.
Rodríguez y Angulo son claros: la estética no sólo embellece el relato periodístico, sino que, al detenerse en los detalles que el periodismo tradicional y estandarizado ignora, alcanza una dimensión más humana y, por lo tanto, más real de la historia. El resultado son crónicas, reportajes, perfiles, artículos, columnas que logran una máxima eficacia periodística, referencial y factual, al narrar los hechos.
El cruce indistinto entre fronteras es claro y deliberado, escribe el académico español Fernando López Pan: el paso del periodismo a la literatura no es el salto del mundo de los hechos al mundo de las ficciones, sino un cambio del plano del simple registro al plano de la interpretación.
Los hechos narrados bajo la lógica del periodismo literario interesan, en la medida en que están saturados de humanidad, no de sensacionalismo ni sensiblería.
En algunas regiones del mundo, principalmente América Latina, se le designa con periodismo narrativo, apelativo recurrente sobre todo entre aquellos periodistas quienes, al mismo tiempo que lo ejercitan -de forma generalmente intuitiva- han comenzado a reflexionar sobre su condición y arquitectura.
Uno de ellos es el colombiano Juan José Hoyos, quien después de tener tras de sí una sólida carrera periodística decidió aportar material documental y escribió la que hasta ahora es quizá la mejor metodología sobre el género que se haya escrito en nuestro idioma: Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo (Universidad de Antioquia, 2003).
Lo define como un discurso que se funda con la aplicación de potentes herramientas narrativas, que permiten “abordar la realidad de modo total y transmitirla al lector como una vivencia en la que están involucrados todos los sentidos”. Son narraciones, porque captan el mundo en toda su complejidad. Resuelven con eficacia el duelo entre la inteligencia y los sentidos.
El argentino Pablo Mancini lo explica como un periodismo que presta más atención a la escritura literaria que a la escueta narración de hechos, que constituye la prerrogativa esencial del periodismo en el sentido moderno del término.
En la misma lógica, otro argentino, Roberto Herrscher, autor del ensayo Periodismo narrativo: cómo contar la realidad con las armas de la literatura (Universidad de Barcelona, 2012), dice que los textos del género, que pueden llevar al lector a las voces, las lógicas, la sensibilidades y los puntos de vista de los otros, tienen una enorme ambición escondida: no buscan sólo informar, entretener o enseñar algo, sino además que el lector cambie, crezca, conozca “no sólo una parcela del mundo que desconocía, sino que termine conociendo una parcela de sí mismo que no había frecuentado”.
En todo caso, como señala López Pan en el artículo Periodismo literario: entre la literatura constitutiva y la condicional (Revista Ámbitos No. 19), ambas denominaciones, periodismo literario y periodismo narrativo, pueden ser consideradas sinónimas: apelan a la narración periodística y convocan una cierta intemporalidad y una dimensión humana en el relato de lo noticioso.
Orígenes diversos, consolidaciones distintas
Las disertaciones teóricas nos llevan a ubicar el momento fundacional del género hacia la segunda década del siglo XVIII: la creación del libro Diario del año de la peste.
En la reconstrucción, mitad historia documental y mitad memoria ficcional, de los hechos ocurridos durante la epidemia de peste bubónica que azotó la ciudad de Londres en 1665, se mezclan con integridad los recuerdos personales del autor, el escritor y periodista Daniel Defoe, con los testimonios rigurosamente recopilados entre sobrevivientes, familiares y vecinos. El relato contiene además la sustancia de una posible fuente documental, hasta hoy no comprobada, que algunos estudiosos coinciden en identificar: un diario personal del tío del autor, Henry Foe.
A partir de ese punto histórico, cada tradición ubica, con regulares márgenes de coincidencia, un derrotero que atraviesa textos periodísticos identificados, a lo largo de tres siglos, con distintas denominaciones: Crónica Periodística, Reportaje Novelado, Novela de No-ficción, Cuadro Costumbrista, Viñeta, Novela Verité, Entrevista de Personaje, Entrevista de Semblanza, Relato vivencial, entre muchos otros apelativos.
En todo caso, el libro de Defoe no se constituye como ejemplo único, y ni siquiera como frontera temporal infranqueable, sino apenas como primer punto de referencia: si algo consolida esta hibridación periodístico-literario es el surgimiento de la sensibilidad realista, que se constituye como forma nueva de percibir y narrar el mundo, y al respecto no está dicho ni estudiado todo.
Sintetizada en la aspiración de que podía alcanzarse la reproducción exacta, completa, sincera del ambiente social y de la época, la ambición realista supone una estructura sobre la que el periodismo se posó con seguridad.
El mejor detalle que contribuye a esa explicación, y por ende a entender la proximidad de los territorios periodístico y literario a partir de esa época, es el hecho de que una buena parte de los autores realistas tuvo su primer contacto con el público a través de la prensa popular. Ahí se identifica por primera vez la asociación tácita, sistemática y relevante del periodismo y la literatura, no como una mera convención instrumental, sino como una forma específica y conjunta de ver el mundo.
Periodistas y literatos se nutren entonces, recíprocamente, de visiones y mecanismos de construcción discursivos que caminan paralelos, cuando no imbricados.
Si apelamos a esa lógica explicativa, si observamos el fenómeno de imbricación periodístico-literario que se detecta en el siglo XIX, es posible entender por qué América Latina no escapa a esa influencia desde entonces.
Sin llegar a definirlo como periodismo narrativo o periodismo literario, en su estudio La invención de la crónica (FCE, 2005), Susana Rotker habla de un género híbrido, que surge en nuestra región a mediados del siglo XIX: la crónica modernista.
Un producto transgresor, como ella lo designa, que se centra en la narración periodística de detalles menores de la vida cotidiana, que irrumpe en lo subjetivo, no respeta el orden cronológico pero al mismo tiempo se niega a inventar hechos.
Los modernistas establecen un pacto de lectura para su manera tan rupturista de reproducir la realidad:
“no significa que su subjetividad traicione el referente real, sino que se le acerca de otro modo, para redescubrirlo en su esencia, no en la gastada confianza de la exterioridad”.
Dicho de otro modo: aunque parezca increíble lo que se narra, es un acontecimiento real. Un hecho. Una noticia o la interpretación abarcadora y totalizante de ésta.
La crónica modernista latinoamericana, cuyos representantes más emblemáticos son el cubano José Martí, el nicaragüense Rubén Darío, el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera y el brasileño Joaquim María Machado de Assis, surge justo en la época en que comienzan a definirse, y a separarse, los espacios particulares del periodismo y la literatura. Cuando la literatura se arraiga en la esfera de lo estético estética, mientras que el periodismo recurre a la premisa de testimoniar objetivamente hechos del presente, como observa Rotker.
Ellos mismos, los modernistas, se reconocen intérpretes de su entorno social y de su presente cambiante, inasible, vertiginoso. Al mismo tiempo desclasados y sometidos al vértigo constante con un horizonte en perpetuo cambio e inestabilidad, atestiguan el trastocamiento de paradigmas y la volatilidad que les depara el desarrollo industrial de su época.
Está ahí, recién llegado de Inglaterra y Estados Unidos, un novedoso modelo de periodismo surgido tras el telégrafo, que tiene en la llamada pirámide invertida su principal instrumento, pero ellos vuelcan en los periódicos su propia turbación, todo su azoro, con los recursos expresivos que retoman de su propia literatura.
En las mismas décadas que se cimenta el trabajo de los modernistas, se consolida la recién nacida agencia de noticias Associated Press, que obliga a la insipiente industria a buscar un modelo idóneo de texto, breve, conciso, sólo de hechos y sin elementos valorativos, publicable en cualquier diario del mundo interesado por éste, redactado incluso por personas no formadas como escritores.
Ellos, los modernistas, se asumen como habitantes de una tierra de nadie.
Escribe Darío:
“la tarea de un literato en un diario, es penosa sobremanera. Primero, los recelos de los periodistas. El repórter se siente usurpado, y con razón. El literato puede hacer un reportaje: el réporter no puede tener eso que se llama sencillamente estilo. En resumen: debe pagarse al literato por calidad, al periodista por cantidad: sea aquella de arte, de idea, ésta de información”.
Logran salvar las resistencias ideológicas, comerciales y políticas de los dueños de los periódicos en que comienzan a colaborar y, al mismo tiempo, se hacen distinguir de los repórters, sin perder de vista la cercanía entre periodista y escritor, como explica el nicaragüense:
“Séneca es un periodista. Montaigne y de Maistre son periodistas, en un amplio sentido de la palabra. Todos los observadores y comentadores de la vida han sido periodistas. Ahora, si os referís simplemente a la parte mecánica del oficio moderno, quedaríamos en que tan sólo merecerían el nombre de periodistas los repórters comerciales, los de los sucesos diarios”.
Su trabajo limítrofe, marginado y marginal, no es tomado en serio ni por la institución periodística ni por la institución literaria, por el hecho de que sus productos no se encuentran definitivamente dentro de ninguna de éstas, pues la estética que proponen sobrepasa los esquemas vigentes, al relacionar elementos del lenguaje y la representación de la realidad, la escritura y la voz propia.
Justo la consideración que funda lo que hoy denominamos Periodismo Literario.
Auge de un macrogénero
En The Literary Journalists (Ballantine Books, 1984), Sims dice que el estilo utilizado por Defoe es el antecedente directo de obras que dejaron su impronta más visible en el Nuevo Periodismo de los años 60 y 70.
Pero antes de éstos, también está estampado en trabajos periodísticos de Nellie Bly, en los años 20 del siglo pasado, como 10 días en un manicomio; en trabajos de James Agee y Walker Evans como Elogiemos ahora a hombres famosos; en La Jungla, de Upton Sinclair; en Los vagabundos de la cosecha, de John Steinbeck o 10 días que conmovieron al mundo y México insurgente, de John Reed.
De ahí seguramente abrevaron Hemingway, en su Enviado Especial, o Julius Fucik en Reportaje al pie del patíbulo; John Dos Passos en la trilogía USA –Paralelo 42, El gran dinero y 1919- o John Hersey, quien alcanzó una cumbre del género periodístico literario con su obra Hiroshima, un texto que cualquier escuela de periodismo debería utilizar como una Biblia.
Y luego la generación de nuevos periodistas, en la que Wolfe congregó a Gay Talese, Norman Mailer, Joan Didion, Hunter S. Thompson, Terry Southern, Truman Capote, entre otros, que se sumaron a otras voces periodístico-literarias que llegan hasta nuestros días: Michael Herr (Despachos de guerra), John McPhee, Tracy Kidder, Lilian Ross, entre muchos más.
En La banda que escribía torcido (Libros del K.O, 2013) Marc Weingarten es claro al explicar porqué este conjunto de autores se acerca a las estructuras literarias desde el periodismo:
“las herramientas tradicionales con las que se realizaban los reportajes resultaban inadecuadas a la hora de cubrir los tremendos cambios culturales y sociales de aquella época. La guerra, los asesinatos, el rock, las drogas, los hippies, los Yippies, Nixon: ¿cómo podía un reportero tradicional, que se ajustaba tan sólo a los hechos, proporcionar un orden claro y simétrico a semejante caos?”
Y esa consideración es plenamente compatible con los ejemplos desarrollados en América Latina: Juan José Hoyos ubica como antecedentes lejanos en nuestra región, a los cronistas del modernismo, pero también a los periodistas colombianos, mexicanos, argentinos, chilenos que les sucedieron: los que relataron la Revolución de 1910, los que contaron las disputas sociales del medio siglo XX, aquellos que recorrieron las expresiones literario periodísticas que subsistieron a la industrialización del periodismo en nuestra región; los que compartieron espacio con los escritores narradores de la generación del Boom –con Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa a la cabeza- quienes tuvieron un peso definitivo en el periodismo y la literatura, y trascendieron los territorios de ambos géneros.
Un estudio menos impresionista puede, con minuciosidad, encontrar las claves históricas precisas del periodismo literario en toda la región latinoamericana y sus diferentes caminos expresivos, que aunque son comunes en lo estructural tienen diversas manifestaciones y desarrollos en lo estilístico.
Redimensionar el papel fundamental de obras surgidas de la hibridación periodístico literaria, en autores como el mexicano Ricardo Garibay, quien en toda regla supone la marca contemporánea del perfil periodístico literario con Las glorias del gran Púas; como Germán Castro Caycedo y su Perdido en el Amazonas, que bien puede catalogarse como un relato periodístico de aventuras; como la mexicana Elena Poniatowska, cuya Noche de Tlatelolco es una crónica periodístico literaria que recurre magistralmente, quizá de forma intuitiva, a lo que se identifica como Efecto Rashomon, -hacer del entramado minucioso de testimonios plurívocos el eje narrativo de la historia-; o como el argentino Rodolfo Walsh, cuyo reportaje Operación Masacre funde verismo documental con estrategias narrativas extraídas de la literatura, para mostrar una verdad escondida entre estructuras discursivas que se superponen.
De ellos abrevan, deliberada o intuitivamente, las generaciones posteriores de periodistas que hoy posan un pie en el terreno de lo periodístico y otro en el terreno de lo literario: de la argentina Leila Guerriero a la mexicana Marcela Turati; del colombiano Alberto Salcedo al chileno Juan Pablo Meneses o el salvadoreño Oscar Martínez: el dato periodístico y la intensión estética en conjunción precisa, como forma de interpretar el presente que habitan.
Si retomamos la noción de Todorov, respecto de que los nuevos género surgen de la transformación de varios géneros precedentes, por inversión, por desplazamiento o por combinación, es fácil entender el auge y el arraigo de un género que nos demanda que aprendamos su denominación precisa y plenamente identificable: Periodismo Literario.♠
Publicado en: Sobre el Periodismo Literario – RMC