PLAZA MAYOR No. 3

En la Plaza Mayor hay payasos que no ríen, aunque en el rostro tengan grabada la sonrisa.

Y puede vérselos subidos en el Metro, apeándose de un taxi en zapatotes verdes, con pelos amarillos, azules o violetas, y esa mueca de quien sepulta su cansancio debajo de pelotas y gorros multiformes para heredarle a un niño la alegría.

“Tengo casi seis años de ni irme de vacaciones”, dice Ring-Ring cincuentenario, sus manos ya atrapadas por la artritis incipiente: “como ya estoy viejo no puedo trabajar como antes, agarro lo que salga, ya me faltan las fuerzas, a veces me quedo dormido en los jardines, hay mucha competencia. Ya la amolamos”.

Sentado, como vencido, en una de las bancas desvencijadas de la arboleda en la Alameda Central, Ring-Ring ni parece ser el mismo enloquecedor payaso, alburero y vacilador, que media hora antes provocara carcajadas a su paso por los andenes verdes de la estación Bellas Artes, el que se juntara, nomás de Apatlaco a donde se haya ahora, sus 83 pesotes de propinas y cooperaciones voluntarias, el que pariera perros de cola boluda y orejonas jirafas anaranjadas, bicicletas de globoflexia sorprendente.

Sentado, como vencido, en una banca, Ring-Ring es nomás José Gonzalo maquillado, el papá de Claudia, Ricardo, José Gonzalo y Josefina, el abuelo de Yahir, Anideth, Mikey y Amaranta, el hombre que día tras día tiene que llevar a doña Jose, su esposa y compañera de trabajo, “lo que salga, a veces los 400, a veces los 700, a veces lo que junte en el camino”.

Porque los días de gloria, esa época de jauja payasera, para este hombre se esfumaron después que aparecieran las chorricientas mil Tatianas, “esas nos vinieron a dar al traste con el negocio, ahora todos quieren a la Tatiana, al Barney o a los mimos que hacen dance, el Hombre Araña, el Batman… ya los payasos pasamos de moda”.

Qué mas da que pueda hacer girar, para sorpresa sólo de niños muy pequeños, hasta 25 aros de colores en la cintura, o que sea capaz de imitar a tantos animales como dedos de las manos puedan contarse en una fiesta. Que cuente chistes blancos, que baile, que haga muecas de bobo o de astronauta, que pueda “inflar hasta 200 globos en una hora, y hacer siempre figuras diferentes”.

Ring-Ring está casi en el margen del negocio, porque su nombre no encabeza marquesinas ni aparece destacado en ciberpáginas, no tiene parrilladas que ofrecer, no sale en la televisión, no pertenece a la asociación de actores, porque “hasta para ser un pinche payaso ahora se necesita tener dinero. Y no lo tengo”.

Toda su agenda se reduce a lo que cache, a montar espectáculos improvisados en las plazas públicas, a amenizar alguna fiesta de barriada, a armarse de valor y encaramarse al metro, a rolar entre sus vecinos de Iztapalapa, a pellizcarle alguna chamba a sus amigos.

Los payasos de caché, como el Loquillo, tienen su espectáculo bien musicalizado, con efectos especiales, lluvia de burbujas, nieve, fotos con artistas y personal uniformado. Ring-Ring apenas lleva en su maleta una pequeña grabadora, el mismo casete de hace veinte años y la música de un casi desaparecido Cepillín, que los niños de estos días ni siquiera reconocen.

Lo suyo no son las fiestas de 4 mil o 5 mil pesos por presentaciones de una hora, ni las apariciones en los programas infantiles, ni los regalos fabulosos que incluyen una sorpresa adicional por festejado, ni el “batimóvil” armado, ni el número celular multiplicado en algún diario.

Para Ring-Ring la comicidad son sólo carcajadas para una vida dura, su caudal de chistes mil veces repetidos y salir de su casa arropado de entusiasmo. Es hallar a quiera requiera divertirse un rato, algún chamaco deseoso de su globo y “sacar adelante a mis muchachos, ya me faltan nomás dos, los otros ya se me casaron”.

Para el payaso de trapos percudidos, peluca con aroma a viejo y nariz desvencijada, su oficio de 38 años son miles de horas de camino, una ciudad que ha aprendido a carcajearse menos, y una posibilidad, todavía latente, de arrancarle algún día una risa a la fortuna.♠

Publicado en el diario EL CENTRO

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