PLAZA MAYOR No. 4
En la Plaza Mayor el alarido de un muchacho veinteañero parece que desata maldiciones, odios profundos contra todo y contra todos, parece ser un clamor implacable por la sangre y por la muerte, la venganza contra una sociedad que se pudre menos lentamente cada día.
Visto más de cerca, desprovistos los ojos de la venda del prejuicio, ese aullido es sólo música, una conjunción muy simple de sonido con metal, de garganta con cerebro y algo de alma, es nomás un “aquí estamos” que estalla en las canciones: “33 grados Norte, es el punto donde está la potencia enemiga. Es petróleo lo que quiere, es la bestia más grande que hay. Hay que destruirla.”
Porque la sangre no corre. En el lugar donde canta Luis, El Metal, con su banda Human Devastation, donde otros como él se destapan las orejas a punta de estruendazos de lira distorsionada y bataka de doble pedal, decenas de chavos vestidos de negro nomás giran los pescuezos, el greñero, y se dejan devastar los tímpanos con los altos decibeles.
Y ni siquiera se trata de que los chamacos, apenas salidos del concierto metalero en la populosa Valle de Aragón, vayan a desahogar sus sedes de venganza, que destrocen con su furia el mundo que encuentran a su paso, la gente que les rodea, el universo entero.
“No vas a salir a madrear a medio mundo sin ninguna razón, eso es de pendejos, no es anarquismo. Esto es música, y a veces la banda nomás escucha la música, pero en general existe más conciencia”, dice el metalero.
“Para mi el metal transmite algo que ninguna otra música puede transmitir. Es un sentimiento de fuerza, de poder. Directo a la cara, así, sin andar con mamadas”, dice El Metal.
Invariablemente su camisa negra, su cabello largo inmenso, su conocimiento profundo por la música que le gusta, que más que filosofía de vida es divertimento, conciencia, energía.
“Luego sacan programas sobre las canciones que traen mensajes ocultos, canciones con versos satánicos y esas pendejadas: el Metal te lo dice todo directo, sin andarle poniendo secretos a las palabras”, suelta.
Todas las variables del mismo fenómeno, desde el surgimiento de ese movimiento en la medianía de los años 80, con Leed Zeppelín, Deep Purple, Black Sabath y Judas Priest como vanguardia, dan a la desesperanza, dan a ese camino que la sociedad ha decidido sin retorno.
El Death Metal le canta a la muerte, a la sordidez de la vida humana. El Trash al desmadre, a la lujuria y a la agonía de la sociedad. El Black Metal puede hablar de satanismo, del culto al nacionalismo, es el ala renovada de los nazis y fascistas. El Gore Metal habla de necrofilia, de coprofilia, de muerte, pero todas al final se preocupan por hablar al cerebro de los seres humanos.
En su canción Human Stupidity, cruda, el metalero Luis clama que “el mundo no está muriendo, está siendo asesinado. Y los asesinos tienen nombre y apellido”.
Y en esas estrofas que El Metal aúlla en inglés, palabras más o menos, se escucha que “la estupidez de la humanidad, de esos cerdos que creen merecerlo todo, al final convirtió el planeta en una mierda, de la que todos comemos, en la que todos nos revolcamos como bestias, en un vómito que va a ahogarnos pronto”.
Pero el alarido que surca ese diminuto espacio metalero, saturado de negros, con olor a loción, a caguama, a cigarro y hasta a mota, es apenas el universo pequeño de unos cuantos que le cantan a este “nido de maldad y de crueldad”, donde una niña no puede disfrutar, sin temor, su pubertad: “exorcismo vaginal, exorcismo vaginal, no podrá escapar de Satanás”.
Aunque parezca que le abra la puerta a los demonios, que esa expresión de joven es un estandarte ensangrentado que habrá de blandir para la guerra, para el destazadero del hombre por el hombre, el alarido es apenas otra cosa.
Vista más de cerca, desprovistos los ojos de sus muchas sombras, el aullido que se desprende de ese diminuto círculo de convencidos metaleros es sólo una forma de afrontar al mundo. De entender al mundo. Y recibirlo con entereza, de la misma manera en que les ha sido heredado.♠
Publicado en el diario EL CENTRO