Nadie observa en su rostro el peso de un asesinato. Nadie, al mirarlo cargar ese madero, más alto y más robusto que su propio cuerpo, sabe que Ramón está en el cerro de la Estrella para saldar cuentas con su pasado.

Es apenas una historia, entre más de tres mil quinientas detrás del río de cruces que corre en Viernes Santo por Iztapalapa, pero es la suya y la lleva a cuestas: Ramón, 35 años, jardinero en California, soltero, devoto, una vez mató y lo hizo en defensa propia. Eso pesa.

“Sí estuve en el tutelar, pero cuando se comprobó que fue en defensa, salí, como a los tres meses”, dice mientras descansa del peso de la cruz sobre los brazos.

Ramón era un adolescente cuando fue atacado por una banda de las que abundaban, y abundan aún, en Iztapalapa. Se hizo la gresca, desnucó a un chavo. Llegó la Policía. El mundo fue otro.

Para evitar venganzas después del proceso, sus padres lo mandaron a Estados Unidos y allá aprendió a vivir del oficio de las flores y los jardines. 20 años después, Ramón ya es residente.

Lleva la túnica púrpura amarrada a la cintura, por eso puede verse que tiene en los hombros tatuajes de águilas en vuelo, un Cristo coronado de espinas, el nombre de su madre, Rosalía, y formas de colores.

Ramón es un cholo. O lo parece. Y su acento de voz, su léxico, ya no remiten al barrio de San Pablo, de donde él dice que salió llorando por su suerte.

El Viernes Santo lleva la cruz recargada en el hombro derecho. Así recorre la calle Ignacio Comonfort, el camino que lo lleva hacia el cerro de la Estrella, los márgenes de puestos ambulantes, las miles de fritangas, el agua que se vende en todas sus presentaciones, las nieves, los sombreros de cartón, los rosarios, la fe desbordada.

Como nadie le hace caso, de repente chifla si se le atraviesa alguna persona en el camino, de repente se enjuga el sudor con la túnica, de repente camina “sin pensar en nada” o “pensando en su jefa”.

Durante todo su camino Ramón mira hacia adelante como si no existiera el piso, deja que los ojos lo guíen en automático, y a veces, azotado por el sol despatarrado de abril, el peso de su madero le dobla las piernas si da más de quince pasos. En medio de la romería de la 168 representación de la Pasión de Cristo en Iztapalapa, Ramón va casi solo con su manda.

No hay para él un Simón de Cirene que le ayude con la pena, ni una Verónica que le ilumine el rostro con un manto, ni una multitud enfebrecida anhelando tocarlo, cámaras de televisión ávidas de show, mercanchifles de lo imposible, misericordia. Nada.

— ¿Por qué cargar una cruz?

— “Porque debo mucho”, dice. “Le prometí a mi jefa venir cinco años. Llevo dos. Es la promesa para la jefa”.

Y cada año, hasta que cumpla la promesa a su madre muerta, habrá de recorrer la misma trayectoria: una semana antes ha de llegar a Iztapalapa, desde California a la casa de su padre, ha de ir directo a la iglesia para hacer la manda ante el Cristo crucificado, ha de prepararse para el recorrido y, una vez saciada la sed de sus fantasmas, cumplido el Viernes Santo ha de regresar a Los Ángeles, a su nuevo barrio, para seguir su nueva vida.

“Hay cosas que no se olvidan”, dice, “pero hay que seguir rifando”. Entonces se pierde, confundido entre los miles de devotos que suben la cuesta del cerro de la Estrella.♠

Publicado en EL UNIVERSAL

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