NUEVA YORK.- Es la noche del 8 de diciembre del año 2004. En la isla hay un frío que parece anteceder a las nevadas. En la esquina de la Segunda Avenida y la calle 117, en el Harlem Este, dentro de un viejo edificio de apartamentos se atrinchera un grupo de 16 familias, casi todos personas de origen mexicano, como más de 500 mil queviven y trabajan en la zona metropolitana de Nueva York.
Son personas que durante 10, 15 años han sido habitantes del edificio que está a punto de ser desalojado por su propietario, Steven Kessner. Estos boricuas, ecuatorianos y mexicanos pagan alquileres de entre 600 y mil dólares por apartamentos de una o dos habitaciones, sala-comedor, cocina y baño, en la plena isla de Manhattan. Un precio irrisorio para los estándares neoyorquinos de estos tiempos.
Feligreses de la iglesia de Santa Cecilia, que ocupa un predio cercano en la calle 106, piden apoyo a los responsables de la parroquia, que de inmediato los ponen en contacto con Juan Haro, un activista a favor de los derechos del migrante. En el recibidor del edificio, hechos llanto y gritos, comienzan a discutir la forma dedefenderse del desalojo. Ya sin agua caliente, sin calefacción, sin luz, que el propietario del inmueble ha cortado desde meses atrás para obligarles a salir, las familias se niegan a emprender el éxodo masivo, a buscar acomodo en algún otro sitio.
—Si nos vamos a otra parte de la ciudad, va a pasar lo mismo. Los métodos son los mismos —me dice uno de los latinos. Apoyados por Juan Haro, revisan la legislación local y se dan cuenta de una cláusula, que se erige como as bajo la manga: un inquilino, sea de inmueble privado o público, no puede ser lanzado a la calle de un día para otro.
Llevan el caso ante la Corte, aunque hay poco margen para el optimismo. En Nueva York, como en otras grandes urbes del mundo, avanza un fenómeno social incipiente en esos días: la gentrificación.
¿De qué se trata? Es fácil explicarlo: “desplazamiento de pobres por ricos”, me cuenta Óscar Domínguez, un muchacho veinteañero bajito, de manos como gorriones, pequeñas grietas a modo de ojos, una nuez en la nariz, el cabello mestizo y rebelde, la voz serena, mansa, mezcolanza de raíz indígena y un espanglish que deja escapar tanto los gentrification y dispossession que denotan un inglés con raigambre e intenciones, como los haiga y tráibanosheredados de su natal San Luis Chalma, en el serrano Tlapanalá del estado de Puebla.
Los viejos vecindarios de comienzos del siglo XX, que se erigen hacia las orillas de las ciudades para ser habitados por los obreros y las clases más bajas, al pasar el siglo quedan atrapados en los centros de las metrópolis, por efecto del crecimiento de la mancha urbana.
Perfectamente conectados, con edificios sólidos, algunos hasta bellos, o con terrenos dispuestos para todos los servicios, el transporte y el equipamiento urbano, en el principio del siglo XXI se convierten en el objeto de codicia de los propietarios, las inmobiliarias y las urbanizadoras que, tras remodelaciones, edificaciones o aumento de costos en los alquileres, empiezan procesos de aburguesamiento y recategorización social, con los que desplazan a los habitantes más pobres por jóvenes parejas de clases medias altas y altas.
El Harlem hispano no es la excepción: una gran cuadrícula de edificios de entre dos y siete pisos, muchos de éstos apenas separados por unas cuantas calles de la entrada norte de Central Park, donde un lago diminuto corona la falda de una peñasco colmado de abetos, pinos y maples, con hojas marrón, rojo cenizo, verde despintado según se las vea en invierno o primavera.
Con un supermercado en la avenida Madison, una gran biblioteca pública, la calle Tito Puente y otras pletóricas de comercios, una estación del Metro, el tren suburbano, el Downtown a 15 minutos, el Yankee Stadium a 10. Una zona, en fin, que a partir de los años 50 comienza a ser conocida como El Barrio, porque se puebla de puertorriqueños, dominicanos, jamaicanos y mexicanos.
—Dicen que hay secciones de vivienda accesible, pero el mínimo es two thousand dollar. Son estudios… otro estilo de vida, más proyectado a la gente joven, de dinero, solteros. No quieren niños. Son apartamentos para gente blanca, con perro —me cuenta Óscar.
Asesorados por Juan Haro, algunos libros de derecho y diccionarios inglés-español, los habitantes del edificio de la calle 117 promueven un juicio civil y comercial contra Kessner, un acaudalado economista y constructor, propietario de casi 60 edificios multifamiliares y comerciales en Manhattan, según su propia página web, a quien acusan de no dar mantenimiento a los inmuebles, imponer condiciones de habitación inferiores a las permitidas por la ley y de oponerse al derecho a la vivienda digna.
La Corte local da entrada a la querella y el asunto se discute por meses, mientras los ocupantes del 117 permanecen en sus viviendas, suman a su queja a inquilinos de otros edificios y salen a la calle a realizar protestas en las oficinas del economista, en las calles de El Barrio, en las escalinatas de la Corte y aun en la sede de la alcaldía.
Con pancartas, lonas, cartulinas escritas en un espanglish tallado a mano, en grupos de 10, 15 personas, se apostan en los accesos de tal o cual edificio y tejen una retahíla de consignas gestadas a su modo: “No nos vamos”, “We have rigths”, “No nos moverán”, “And justice for all, cabrones”. Empiezan a obtener miradas y adhesiones.
Un diario local, The Village Voice, les da espacio e identifica a Kessner como un Lord del negocio inmobiliario neoyorquino. Lo ubica entre los 10 peores propietarios de la isla. Documenta lo que llama “miles de violaciones a los reglamentos de mantenimiento y reparación detectadas en sus edificios” y compara la mansión de más de un millón y medio de dólares que habita el magnate en Florida, con “las pocilgas que arrenda a precios cada vez más altos”.
El diario también publica fotografías de las viviendas y las primeras denuncias: “Harlem Este está sufriendo una ola de hostigamiento, abuso e intimidación, con los intentos de los codiciosos por expulsarnos de nuestros hogares, para subir las rentas y aumentar las ganancias”, dice Juan Haro, ya convertido en vocero del incipiente movimiento.
Como respuesta, Kessner paga su propia campaña mediática para responder a las acusaciones y denuncia a The Village Voice por “tergiversar la realidad y tomar un caso insignificante para hacerlo ver como un deterioro generalizado” en todos sus edificios. Al mismo tiempo, denuncia que inmigrantes ilegales, algunos de ellos narcotraficantes, utilizan sus inmuebles como escondites para evadir a las autoridades.
“Un edificio de la calle 117 Oeste cuenta con todo nuevo, incluso las ventanas y las tuberías de gas nuevas. Pero en ese edificio hay unos 10 apartamentos superpoblados con hasta 15 o 20 personas”, publica el empresario.
“Esto incluye a pandilleros y traficantes de drogas. Día tras día, ellos destruyen el edificio. Hay que ver sus cocinas, cubiertas de grasa, las paredes de los pasillos grafiteadas, los baños, los patios llenos de basura. Se podría pensar que el dueño es malo, pero si se espera un poco, se averiguará la verdad”, dice en su página web, http://www.stevenkessner.org.
Abatidos, sin posibilidad de hacer frente al poder económico de su contrincante, a la lucha legal que cada vez los aplasta más porque carecen de dinero, y los atrapa incluso en redadas de las que comienzan a ser víctimas, mientras buscan en revistas, libros y videos algún método para mantenerse unidos, los migrantes se topan, en junio de 2005, con la Sexta Declaración de la Selva Lacandona.
Desde algún lugar de Chiapas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) anuncia que deja la lucha armada, para comenzar un movimiento que lo una a organizaciones políticas y sociales de izquierda en el mundo a través de La Otra Campaña.
“El capitalismo de la globalización —dice el EZLN en su declaratoria—, se basa en la explotación, el despojo, el desprecio y la represión a los que no se dejan”. El capitalismo “hace su riqueza con despojo, o sea con robo, porque les quita a otros lo que ambiciona, por ejemplo tierras y riquezas naturales. O sea es un sistema donde los robadores están libres y son admirados y puestos como ejemplo”.
El llamado del EZLN, “vamos a seguir luchando por los pueblos indios de México, pero ya no sólo por ellos, sino por todos los explotados y desposeídos de México, con todos ellos y en todo el país. Y cuando decimos que todos los explotados de México, también estamos hablando de los hermanos y hermanas que se han tenido que ir a Estados Unidos a buscar trabajo para poder sobrevivir”, rebota en los edificios de El Barrio y se mete en la conciencia de los migrantes, como un resorte, y ellos, muy pronto, aprenderán a utilizar: “No estamos solos”.
Un desafío idealista
Brazo de Latinoamérica, una región del mundo que aprendió a convivir con el caos, El Barrio es suma y síntesis: hacinamiento, bajo nivel de instrucción, desigualdad social, altos índices de inseguridad, muchos problemas sociales.
De acuerdo con estimaciones de la Asociación Tepeyac, una organización local de apoyo a migrantes, de los más de 100 mil habitantes con que cuenta El Barrio, la mitad son latinos y casi el 40 por ciento del total debe vivir por debajo del umbral de la pobreza, con ingresos que no superan los 23 mil dólares por año. Menos de la mitad del ingreso mensual promedio en la isla.
El Barrio es lugar de gente que trabaja en restaurantes, bodegas, servicios de limpieza doméstica, como meseros o nanas de los niños neoyorquinos, hay poco margen de acción para organizarse en otra actividad que no sea buscar el sustento diario.
La tarde en que nos vemos, el 27 de enero de 2012, Óscar Domínguez me cita en la esquina de Lexington y la 116, una zona llena de tiendas y vendedores callejeros. No lo conozco ni me conoce, por lo que el encuentro debe darse por tanteo.
Cuando por fin nos identificamos, me lleva de inmediato a Las delicias mexicanas, un restaurante de antojitos. Aunque ha cumplido una jornada de diez horas consecutivas de limpiar mesas, sacar basura, trapear y lavar la loza sucia, trabajo que realiza en un Deli ubicado a 20 minutos en Metro de El Barrio, en el Midtown neoyorkino, Óscar se esmera en el relato de su historia. De sus historias. Porque ellos suman cientos.
—Esto nace de ver lo que nos estaba pasando acá, y’nou. El migrante no tiene salida. Vienes de allá, donde te quitan todo, y llegas acá donde todo el tiempo te dicen que nada es tuyo. ¿Para dónde vamos ahora? ¿Qué sigue? —me dice.
Come una chalupa de salsa roja que no pica nada, bebe de un tarro de café negro con bastante azúcar y lucha contra los sonidos de pláticas ajenas, contra Chayanne, el cantante, quien desde las bocinas de Las delicias mexicanas, en la Tercera Avenida casi esquina con la 115, se pregunta apesadumbrado dónde quedan las palabras, el amor que le juraban.
—Es como cuando nos encierran en un callejón… no tienes de otra: vamos a luchar ¿No? Vamos a luchar o dejarnos morir. Luchar o dejarse morir —me dice.
El migrante nacido en Puebla ha visto cómo se ha gestado, cómo ha nacido y ha ido creciendo el movimiento del cual es parte, que ha importado desde Chiapas los ideales zapatistas de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, los ha llevado hasta las puertas mismas de la Alcaldía de Nueva York, se ha diseminado por el Harlem hispano, donde hay centenares de mexicanos sin inglés ni papeles, y ha emergido, como grito de guerra “¡El Barrio no se vende, El Barrio se defiende!”, hasta conseguir, en ocho años, que retiemble en sus centros Manhattan.
—Al llegar acá no tráibamos este análisis político, social, económico de ahora, que fue dándose conforme fuimos creciendo, al ir a reuniones, al crecer como organización ¿no? No teníamos tiempo de estudiar. Nadie. Leímos. Yo tengo mi familia. Trabajo de nueve a 12 horas, o hasta 14, cinco días, y descanso entre semana. En promedio 55 horas a la semana que trabajo. No hay tiempo de estudiar —me confiesa Óscar.
—¿Cómo lo hicieron, entonces? —le pregunto.
—Vencimos los miedos de estar organizados y de ser migrantes en otra cultura, el racismo, la desigualdad en sueldos, la desventaja de que nuestros hijos no vayan a la escuela, no tener ID (identificación oficial) que nos impide ir a un hospital.
—¿Estaban preparados?
—Conocer la Sexta Declaración fue un boom para nosotros. Ver cómo a ellos los despojan los ricos y a nosotros también, fue asombroso… y’nou… su pobre nivel de educación y alcanzar a tener ese análisis fue… nosotros teníamos que hacerlo también.
—¿En la cuna del capitalismo…
—Nos dijimos: vamos a tratar, a ver qué sale. ¿A dónde nos vamos a ir? ¿Si nos venimos de nuestro país de origen porque las cosas están mal y llegamos aquí y aquí tampoco nos quieren… a dónde nos vamos a ir? —me dice sin siquiera titubear. Óscar no deja de sostener la mirada frente a la mía, abrillantada, llana, como la que se dibuja en los ojos de un niño justo después de que ha dejado de llorar.
Cuando recrudecen los ataques de Steven Kessner y conectan su inquietud con las de los zapatistas, entre julio y agosto de 2005, los habitantes de unos 40 edificios deciden organizar un grupo formal. Lo denominan Movement for Justice in El Barrio (Movimiento por la Justicia de El Barrio).
Realizan foros públicos, reuniones, buscan la forma de sumarse a La Otra Campaña, que de inmediato los pone en comunicación con más de 20 redes sociales del resto de Estados Unidos, principalmente de New Jersey, Rhode Island, Pennsylvania y Connecticut. Además de otras tantas en México y Europa.
“A través de nuestra Consulta de El Barrio, inspirados por los zapatistas, implementamos nuestra propia democracia participativa y popular. Con este proceso, 1,500 pobladores de la comunidad decidieron cuál era nuestro siguiente paso”, anuncian en uno de sus primeros comunicados, en 2005.
Adoptan como segundo nombre la denominación La Otra Campaña Nueva York y realizan encuentros por la Dignidad y Contra el Desalojo Neoliberal: una fiesta popular para compartir experiencias donde al final los niños rompen una piñata, “la piñata neoliberal”.
—Como migrantes, sucede que nos organizamos mejor porque todos estábamos en vivienda privada, porque la mayoría no piden documentos legales para vivir ahí. En la vivienda pública sí es necesario tener documentos —me dice.
Vistas desde México, donde recurrentemente miles suelen echar mano de las calles, de los bloqueos y las protestas para apurar a las autoridades, las imágenes de las primeras manifestaciones del Movimiento pueden parecer insignificantes: apenas unos 50, 100 hombres y mujeres, niños muchos de ellos, morenos casi todos, muy pocos más altos que el metro y 70, la ropa sencilla, de mala calidad, los rostros de un país que está muy lejos, de un pueblo que ya no miran amanecer, de la gente que ya no tocan.
Pero se trata del primer movimiento de resistencia de migrantes latinos en la ciudad de Nueva York y ese sólo hecho los hace crecer, ganar notoriedad.
El milagro
El 26 de marzo de 2007, aparece un comentario en el diario inglés The Times: el gigante inmobiliario Dawnay Day Group, asentado en Londres, ha adquirido por 250 millones de dólares, poco menos de 127 millones de libras, un conglomerado de edificios en Harlem Este, como paso inicial de un proyecto que busca alcanzar un valor de mercado de poco más de 5 mil millones de libras en cinco años.
La inversión, anota The Times, “representa un negocio enorme en la rápida gentrificación de la zona norte de Manhattan, que por más de un siglo ha servido de gueto para las comunidades inmigrantes más pobres, y que hasta hace poco era una zona a la que las clases medias y altas, en gran parte blancas del bajo Manhattan, no se acercaban”.
En la transacción juegan la caída del mercado americano, la debilidad del dólar frente a la libra y sobre todo la oferta de “un vendedor privado americano”, Kessner, quien se desprende de 47 edificios, con un total de mil 137 apartamentos de una y dos recámaras, así como 55 espacios comerciales, ubicados en el ala norte de Central Park, entre las calles 100 Este y 120 Este: El Barrio.
La inmobiliaria recrudece el acoso contra el Movimiento y acelera las negociaciones para un desalojo paulatino. Para el Movimiento, esas palabras, pero sobre todo sus implicaciones, avivan una guerra que amenaza con cruzar el Atlántico.
Cada mes, los nuevos inquilinos de la trasnacional reciben avisos sobre inminentes cobros de miles de dólares por reparaciones inmobiliarias, uso de equipo de lavado y aire acondicionado, que al negarse a saldar, aumentan.
“Sobre el plan de desalojo de Dawnay Day Group, hemos iniciado un caso legal, para poner un alto a la práctica de tratar de cobrar falsos cargos a los inquilinos. Esto lo hacen como una forma de hostigamiento e intimidación”, dice Juan Haro en una carta electrónica que me envía en 2009, cuando me acerco por primera vez a conocer su historia.
“Sabemos que son tasas ilegales, y que son una forma de acoso, pero no vamos a caer en la trampa”, me dice, y anuncia una gira internacional de protestas que los llevará hasta las calles de Londres.
La idea es presentarse en las instalaciones de Dawnay Day Group para exigir un alto al acoso y al proceso de gentrificación del Harlem hispano, visitar Inglaterra, Gales, Escocia, Francia y España, para que organizaciones no gubernamentales de esos lugares se sumen a su lucha, la respalden, y entre todos combatan lo que ellos llaman “el neoliberalismo que intenta acabar con los seres humanos”.
Con algunas autoridades locales en contra, como la concejala del distrito, Melissa Mark Viverito, una puertorriqueña que desde su cargo público apoya los proyectos de la inmobiliaria inglesa, principalmente la creación de zonas comerciales, recreativas, edificios modernos y la revitalización económica de El Barrio, el Movimiento parece encaminarse a la derrota.
“Melissa hizo historia al convertirse en la primera mujer puertorriqueña elegida para servir en el Octavo Distrito”, dice el Movimiento de El Barrio en un correo del 2009, “pero se ha vendido a los intereses capitalistas al aprobar un plan de rezonificación que traerá condominios y rascacielos de 21 pisos a la histórica calle de Harlem 125”.
Pero, en un hecho que hasta los mismos migrantes califican de justicia divina, una mañana de octubre de 2009 los integrantes del Movimiento reciben una notificación de la Corte: víctima del crack financiero e inmobiliario que azota a Europa y Estados Unidos, Dawnay Day Group se declara en bancarrota, incumple los pagos correspondientes a la propiedad de los 47 edificios de El Barrio y causa ejecución hipotecaria por parte del gobierno de Estados Unidos.
En un ejercicio de exceso de confianza, el gigante inmobiliario inglés había adquirido los 47 edificios de El Barrio, su primera incursión en el mercado estadounidense, con un exceso de apalancamiento financiero, a través de una deuda, que en octubre de 2009 se sumó a la caída de sus inversiones por más de 10 mil millones de dólares en activos de bienes raíces por todo el mundo, lo que la convirtió en una de las principales víctimas de la crisis internacional.
—Es un día glorioso, un triunfo de las proporciones de David contra Goliat —dice uno de los integrantes del Movimiento, mientras marcha en las calles de El Barrio; el colectivo deja ver pancartas, lágrimas: están celebrando su inesperada victoria.
—¡No nos moverán! —gritan.
Óscar termina de comer su sope que no pica. Me habla de su hijo, de su esposa, me cuenta de San Luis Chalma y de que un día, quién sabe cuándo, habrá de regresar a su pueblo saqueado, devastado por la globalización.
Después de ocho años, desde aquella noche fría de diciembre de 2004, el Movimiento por la Justicia de El Barrio es una organización fuerte, consolidada, que tiene reconocimiento social pero también jurídico y se ha convertido en una referencia para movimientos de migrantes en Estados Unidos.
—¿Cómo visualizas tu mundo perfecto? —le pregunto.
—Creo que no lo hay. El mundo perfecto no lo conocemos. Creo que el entendimiento del ser humano se ha extraviado. No sé, valores que hemos perdido.
—¿Entonces a qué aspiras, qué motores te mueven?
—No queremos ser ricos, no. Ni queremos carros, ni la ropa que ellos visten, ni nada de eso. Si me preguntas qué quiero… quiero volver a nuestras tierras y practicar nuestra cultura… si tú vas a mi pueblo, es triste lo que vas a ver, yo lo recuerdo muy bien: se fue mucha gente, nuestras tierras se las vendieron a empresas de España, que hacen invernaderos de tomate, y el pueblo ahora va a trabajar a las tierras que antes eran de ellos, pero están más pobres, más necesitados y sin una vida
—Así es el mundo…
—No, así lo hicieron los políticos y los capitalistas para beneficio de ellos, es como… es la conexión entre capitalismo y gobierno, quieren hacer más dinero sin ver a los demás…
—¿Es la raíz de su lucha?
—Nosotros les demostramos que hay otra ciudad, otra gente pobre, El Otro Nueva York.
Hay otros pobres que trabajan en los restaurantes, abajo. ¿Cómo exponerlo? Desde el corazón del capitalismo estamos en resistencia, aquí donde están las bases del capitalismo es posible organizarnos…
Me habla de los nuevos desafíos que tiene el Movimiento, porque la lucha por una vivienda digna no termina todavía: los proyectos de expansión de la Universidad de Columbia hacia la zona de Harlem Este, el de hacer un corredor comercial-turístico River to River, el de convertir a El Barrio en una zona habitacional para las clases medias altas y altas, siguen vivos. “Y Melissa Mark Viverito sigue en su puesto”, dice.
—Nos invitaron a sumarnos al movimiento de los Ocupas de Wall Street y esta noche hay una reunión, ¿quieres acompañarnos? —me cuenta.
Dejamos El Barrio, nos dirigimos al Metro. Harta gente, bullicio. Y la música: salsas, Vicente Fernández, corridos norteños. Avanzamos entre taquerías, garnacherías, tiendas de todo tipo. Como si compitieran en estruendo, las distintas épocas de la cultura latina se manifiestan a decibeles: de las trompetas de una bachata uno salta a las rimas de un reggaetón, de los candores de un son caribeño nos vamos a Pitbull, de Calle 13 a La Lupe, con su voz que desgarra, aprieta: “Hoy me pides tú las estrellas y el sol, no soy un Dios. Así como soy, yo te ofrezco mi amor, no tengo más”.
Como pez de ciudad, Óscar me guía con mucha destreza por los laberintos del Metro de Nueva York, hasta la calle 23, en el barrio de Chelsea, donde es la reunión secreta del grupo de inconformes.
Muy en la onda de Los ejércitos de la noche, el icónico relato de Norman Mailer sobre el activismo estadounidense en los años 70, los activistas de hoy redefinen su estrategia de lucha, sus objetivos. En el lugar hay unas 40 personas, casi todos clasemedieros, gente sin tantos problemas económicos para sobrevivir en lo inmediato, quienes hablan de sumar a su lucha al Movimiento por la Justicia de El Barrio, a la gente como Óscar que debe trabajar hasta 14 horas diarias, cinco días por semana, para poder comer.
Quieren que el Movimiento se sume a sus mesas de trabajo, en las que estudiantes, académicos, activistas y líderes de organizaciones civiles discuten si las protestas de Wall Street deben transitar hacia la aceptación de ofrecimientos políticos o seguir peleando ajenas al sistema político tradicional; si deben incrementar su participación beligerante o diluirse avasallados ante los embates del neoliberalismo y el poder económico.
—Nuestra lucha es otra y es algo que está intacto —me dice Óscar convencido—, acercarnos a ellos nos permite seguir siendo visibles, y’nou… pero nosotros luchamos por El Barrio… nosotros no nos vamos a mover de El Barrio. Dificilmente podríamos sumarnos con ellos. Nosotros tenemos que trabajar durante el día. Nuestra realidad es otra y no podemos dejar de trabajar para poder cambiarla.
Su voz, particularmente profunda, parece estallar desde dentro. Como si ese muchacho, su garganta alzada apenas a un metro y 65 del suelo, quisiera que cada palabra pudiera tener el efecto de una carga de dinamita, de una orden de paso redoblado en un pelotón de artillería.
El Movimiento por la Justicia de El Barrio ha logrado que cientos de familias no hayan sido desalojadas de sus viviendas en Manhattan. Un logro que no es poca cosa. Pero también se ha hecho visible, sólido, como un movimiento social y filo zapatista que nació marginal pero se ha robustecido, en el corazón mismo del capitalismo mundial.
Me queda claro cuando veo a Óscar dialogar con los otros activistas. Cómo lo miran seriamente, cómo lo escuchan silenciosos, con respeto, cómo escuchan sus experiencias contra el gigante inmobiliario, cómo habla de otros movimientos de migrantes que se les han acercado, a quienes han dado asesoría, cómo han compartido su experiencia con activistas de diversos países de América y Europa. Cómo han crecido.
Me recargo en una ventana y desde ahí miro hacia el destello de un anuncio. Es un restaurante ubicado sobre la calle 23, cuyo nombre me arranca una gran sonrisa: no hay nombre más idóneo para Óscar, para los integrantes del Movimiento, para tantos hombres y mujeres que, por encima de su miedo, han asumido el oficio de luchar contra gigantes. Ese restaurante se llama “El Quijote”.♠
Publicado en la revista DOMINGO de El Universal