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La marea llevaba flores.
Llevaba velas.
Llevaba lágrimas.
Y una estupefacción que no tengo capacidad de explicar, porque una ciudad, su gente, no se acostumbra rápidamente al hecho de que alguien, nomás porque sí, haga de la muerte una ruleta rusa, una lotería de sangre aleatoria, para que deba morir quien tenga la mala suerte de atravesarse en el camino.
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Esa marea llevaba flores y pancartas, llevaba banderas y listones, y un grito en catalán: #NoTincPor, #NoTengoMiedo. Lo fue a mostrar a la Plaza Cataluña después de la tragedia.
Una marea contra el fantasma de una furgoneta alquilada, blanca, que se cruza zigzagueante en el camino de decenas de personas, de muchas nacionalidades y destinos, y convierte su paseo más típico por Barcelona en el lugar terrible de su último verano.
Sí. A la mañana siguiente del atentado, la marea en Barcelona llevaba flores. Llevaba velas y llevaba lágrimas.

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Y luego de gritar en la Plaza Cataluña, luego de mostrar ahí sus flores y sus listones, sus velas y sus lágrimas, hizo justo lo que tenía que hacer en este caso:
Ir al epicentro de la tragedia. Caminar junta por las Ramblas, todavía olorosas a la lejía con que seguramente lavaron la sangre derramada, para recuperar su paseo, su sitio, su espacio. Ese lugar a donde acude a cantar bautizos y bodas sobre ramos frescos de esperanza. Que es sólo suyo. Completamente suyo.
Y depositar ahí, sobre el recuerdo, sus flores y sus listones, sus velas y sus lágrimas.♦
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