* MENCIÓN HONORÍFICA DEL PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO CULTURAL «FERNANDO BENÍTEZ» 2011

OMOA, DEPARTAMENTO DE CORTÉS, Honduras.— De su hijo, Ángela no tiene una acta de defunción, ni el último adiós que le permita resignarse. De su muchacho, que una tarde se fue a buscar la fortuna en Estados Unidos, sólo tiene una mentira y la repetirá las veces que crea necesario, porque es una esperanza.

–Yo sé que está vivo. A lo mejor todavía lo tienen secuestrado, por eso ya no me llama. Es algo que siento. Nos entregaron una caja, pero ya no nos dejaron abrirla porque iban a haber muchas enfermedades. Yo no sé si lo que hay en esa tumba sea mi hijo.

Habla de Misael, uno de los 72 migrantes asesinados en Tamaulipas. El hijo que Ángela Bardales tuvo con Roldán Castro hace 28 años y quien la noche del 14 de agosto de 2010 le llamó, “se le oía miedo”, para decir que Los Zetas lo tenían secuestrado en México y necesitaba dinero, 2 mil dólares, para pagar el rescate.

–No volvimos a saber nada. Hasta que nos entregaron la caja. Pero no me dejaron abrirla, señor. Dicen que no pesaba nada. Por ahí dicen que las cajas venían vacías. ¿Cómo voy a saber si ese era mi hijo? Yo le pido mucho a Dios. Sé que Dios me va a ayudar a que regrese mi hijo. Soy creyente. Él, que todo lo puede, me va a ayudar.

Va de un lugar a otro con los ojos. El sudor le ha formado piletas en cada poro del rostro. Ángela sostiene un retrato. Desde ahí, Misael espera. Así espera todo el mundo en ciertos momentos captados por una cámara, cuando uno se cree cerca de ese algo que podría ser la felicidad. “Mi hijo está vivo. Como madre, lo siento”

Miriam Castro Bardales ha escuchado la conversación de su madre. Calla. Ella sabe la verdad. Va a contarla.

Cuerpos cambiados

Misael, junto con otros cinco migrantes, llegó a Honduras con el nombre cambiado. Durante días, fue identificado con el nombre de otra persona, y fue hasta que la insistencia de los familiares obligó a las autoridades hondureñas a hacer nuevas pruebas de identidad, que se detectó que era Misael.

“No sabíamos que esto había pasado”, cuenta Miriam. Como Misael se había comunicado días antes, pensaron que él seguramente no estaba entre los asesinados de Tamaulipas. Por ello no se acercaron a preguntar.

El shock de la noticia, dicen, acabó por mermar la de por sí precaria salud de su madre, diabética, hipertensa, quien desde entonces no ha dejado de llorar, noche tras noche.

“No nos han entregado el acta de defunción. Hemos pedido sus papeles muchas veces. Y siempre nos dicen que ya nos los van a entregar. Pero nada”, dice la hermana del migrante.

“Nos dijeron que México no había extendido los papeles de la defunción, por eso no podemos tramitar una pensión para el niño de Misael. Su mujer está en Estados Unidos, pero el niño lo tiene mi mamá. Eso la ayuda a seguir viviendo, su nieto”, asegura.

Se abanica los moscos con un trapito. Mira de frente hacia la casa de colores contigua, sobre la carretera que lleva a un fraccionamiento, el barrio La Isleta, rodeado de hierba y muros altos. Un verdadero sitio de veraneo que las clases medias y altas de Cortés y todo el norte de Honduras utilizan para hacer regatas, fiestas de playa, paseos en yate, viajes en lanchas y motoesquí.

Pero no se vaya a creer que Misael vivía de esa forma. Él y su familia son convidados inusuales: recién divorciado, Misael se fue a Estados Unidos para comprar el terreno que la familia cuida desde hace ya varios años, luego que los dueños lo pusieran a la venta.

Un solar inmenso, lleno de vegetación, con una casita de madera, casi cincuentenaria, en donde habitan más de 15 personas que cortan, al calor de la tarde, algunos mangos gordos, carnosos, para llevarlos a vender. Aunque a veces no hay quién compre.

Donde Ángela tapiza las paredes de madera, los techos de lámina, de imágenes religiosas, de fotos de su hijo, de sus recuerdos. De la mentira que la ayuda a seguir viva.

–¿Confirmaron que era el cuerpo de Misael? –se le preguntó a Miriam.

–Sí. Se hicieron las pruebas –dice–. Pero mi mamá aún tiene una esperanza. No se la vamos a quitar.

Promesas incumplidas

La carretera que conecta el valle de Sula con Omoa, el islote ribereño donde vivía Misael, está llena de verdores fallidos y desgajamientos, baches, pobreza, que remiten a promesas gubernamentales jamás concretadas.

En una ceremonia pública, que pretendía manifestar la solidaridad del gobierno hondureño con la familia de Misael, el propio canciller del presidente Porfirio Lobo, Mario Canahuati, dijo que se impulsarían proyectos y condiciones para generar empleos que permitieran a los hondureños no migrar hacia “la zona de la muerte”, México.

A las víctimas de la barbarie en San Fernando, ofreció, les otorgarían apoyo mediante programas sociales: el “bono 10 mil”, para los huérfanos y viudas; el “bono tecnológico” y el “bono del adulto mayor”, además de 20 mil lempiras, algo así como mil 100 dólares, que les permitieran sepultar dignamente a sus familiares.

Nada llegó. EL UNIVERSAL visitó a familiares de 10 migrantes hondureños asesinados en Tamaulipas, y ellos mismos confirmaron que en ningún caso el gobierno de Tegucigalpa entregó recursos específicos tras de la tragedia. México mucho menos, por supuesto.

En aquella ceremonia en que se entregó el cuerpo de Misael, la esposa del presidente Lobo, Rosa Elena Bonilla, ofreció que el gobierno buscaría mecanismos de asistencia, pero quizá hasta hoy no los ha encontrado.

Honduras es un país siempre en problemas. Después de la turbulencia política que derivó en el cambio de gobierno (el golpe de Estado contra el ex presidente Manuel Zelaya y las subsecuentes crisis políticas e institucionales) el país, dicen los analistas, económicamente está en un bache: desempleo superior a 40%, marginación o pobreza de más de 48% de su población, evasión fiscal, corrupción, una casta gobernante distante en condiciones de los gobernados.

Cuando le pregunto a Luisa Barahona, hija de Cantalicio Barahona y prima de Manuel Escobar Pineda, dos de los migrantes asesinados, por qué los mismos deudos de esa masacre no se han reunido con otras organizaciones para impulsar un cambio que les beneficie, que ayude a paliar su situación precaria, ella dice con claridad: “Así somos los hondureños”.

De los migrantes desaparecidos que son buscados por sus familiares, más de 40% son hondureños. En ningún caso hay indagatorias específicas para esclarecer homicidios, secuestros o cualquiera otro crimen contra migrantes en la región.

Además de Misael, otros por lo menos 2 mil hondureños que han sido dados por muertos, no cuentan con un acta de defunción que les permita a sus deudos tramitar una pensión, algún seguro. Nada.

Entonces las imágenes de Honduras se acomodan tal como deben: un conductor de automóvil entrega sigilosamente un billete al oficial de aduanas. Una mujer, con dos bolsas en los brazos, toma sin pagar una penca de plátanos del tianguis de San Pedro Sula. Hombres y niños se avientan al paso de los automóviles para vender bananas fritas, cocos, pan, galletas. Nadie cede el paso a un anciano que casi cae del esfuerzo por alcanzar la otra orilla. En la estación de autobuses, un par de muchachos roba una maleta olvidada a su lado. Hay crímenes y abusos cantados en la radio. En todas las carreteras de Honduras, nadie halla un solo poblado donde algún niño no esté trabajando, cargando leña, arando, vendiendo, llorando, pidiendo para comer.

La última salida

Luisa, la hija de Cantalicio Barahona y prima de Víctor Manuel Escobar Pineda, mira detenidamente la colina que se divisa perfecta desde la terraza de su casa y dice con enojo, que su Choloma, un suburbio de San Pedro Sula, es un hervidero de drogas, prostitución, asesinatos, violencia desmedida, muerte. Y su colonia, la López Arellano, una de las más violentas.

–Seguido hay balaceras. Todos sabemos quiénes son los que venden la droga. Todos sabemos quiénes son los que se dedican al asesinato. Es un lugar peligroso para el que no vive aquí. Para nosotros no. A mi papá todos lo respetaban –dice.

Recuerda que fueron muchos años los que su papá trabajó en Estados Unidos, hasta heredarles una vida mejor en Choloma. Trabajando construyó su casa, le dio recursos a su madre octogenaria, les dio futuro a todos sus hijos y regresó a vivir tranquilo su segunda parte de los 50.

Ahí seguiría, dice Luisa, una mujer robusta, morena, con un rostro que la gente considera lindo. Pero Víctor Manuel, su primo, fue deportado. Su familia en Estados Unidos, él en Honduras; Cantalicio se ofreció a acompañarlo de regreso. Como ilegal. “Era más para ayudarlo. Él conocía bien la ruta. Nunca le había pasado nada”, dice Luisa.

Muestra las fotos de su padre, cómo la acompañó el día de su boda, ahí mismo en “la Lopez”; cómo bailó con su muñeca morena de vestido vaporoso; cómo erguía el torso igual que esas aves que se cruzan por la carretera cuando uno va a San Pedro Sula.

Apenas termina de mirar las fotos, le vuelve el gesto duro, agrio. Relata los días subsecuentes, el reconocimiento del cuerpo y la rabia contenida. Le estalla en los ojos una bomba de rojos encendidos: “A veces es difícil aceptar que ya no está”. Aprieta los dientes. “Ver que todo se acabó de repente es difícil. Pero es así”.

Le pregunto por sus problemas, pero son muy distintos: una buena parte de su familia sigue en Estados Unidos, naturalizados o ya ciudadanos con derechos, y eso les permite a todos una vida más tranquila, en cuanto a ingresos, de la que se consigue el promedio hondureño.

«Si acaso, algún día saber por qué así”, dice, “por qué murió así. Pero a lo mejor no hay respuesta. Mi abuela es la que más extraña a mi papá. Yo a veces le hablo. Está aquí todavía. Creer eso es mejor”, dice.

Nos conduce a la salida. Desde ahí se aprecia una gran parte de los cerros de Choloma que desprenden un humor como a ciudad en llamas: de los laberintos de casas saltan mariguanos que exigen “un lempira”. De las calles salen niños y animales vestidos de mugre. La calle principal es un bullicio interminable. “Aquí, si no te metes a la brava, no pasas”, dice Luisa.

Con poco más de 300 mil habitantes, 85 barrios y colonias, sólo dispone de cuatro patrullas.

La Tribuna del domingo 7 de agosto es contundente: uno de siete hombres ensangrentados, ejecutados en Choloma mientras Luisa miraba hacia la loma; llevaba consigo una playera que decía: “Yo vivo en Estados Unidos”. Seguro se metieron “a la brava”. Pero no pasaron.

Recuerdos bordados

“Mi primer recuerdo

parte de un farol a oscuras y se detiene

frente a un grifo público goteando hacia el interior

de una calleja muerta.

Mi segundo recuerdo

lo desborda un muerto

una procesión de muertos violentamente muertos.

Cuando Ángela termina su historia, cuando abraza al retrato como si fuera su hijo Misael, es inevitable pensar en ese poema de Roberto Sosa, un poeta hondureño, de Yoro, recientemente fallecido. Son palabras que se pueden pensar, cuando a Honduras le llega la noche.

Son las imágenes de María Basilio, de María Mejía Espinoza, Luisa Barahona, Miriam Castro o Belkis Zelaya. Son las 72 familias de Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Ecuador.

¿Cómo han sobrevivido a su pesadilla? Ángela, en medio de la mentira que se ha inventado, parece esbozar una respuesta: “Yo vivo con mi esperanza: voy a ver a mi hijo aquí o allá, donde el Señor me lo permita”. Cierra los ojos. Se despide.♠

Publicado en EL UNIVERSAL

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