1. Una mujer, que lleva su bolso colgado al hombro y atraviesa delante de mi el largo transbordo entre líneas de metro de la estación Passeig de Gracia, sólo cambiará la posición de su bolso, para resguardarlo contra su pecho, cuando yo camine a su lado.
2. Si me siento en una banca del Passeig San Joan, frente al arenero donde juegan los niños más pequeños -para verlos jugar- dos mujeres jóvenes y un hombre más o menos de mi edad se llevarán a sus hijos, luego de mirarme reiteradamente por varios minutos.
3. Nunca un vecino de mi edificio compartirá conmigo el ascensor. Ninguna de todas las ocasiones que esto es posible. Nunca.
4. Si abordo el autobús que recorre mi barrio, desde Vallcarca hasta Sagrada Familia, y dejo libre el asiento junto al pasillo para ir mirando por la ventana, viajaré sin que nadie se siente a mi lado aunque el bus se llene. Cuando me levante, de inmediato se ocuparán los dos asientos.
5. Me lo preguntará muchos meses después de atenderme varios días a la semana. ¿Perdona… te puedo preguntar de dónde eres? Soy mexicano. ¡Mexicano! No me lo parecías. Pues sí… mexicano hasta las cachas. Sólo a partir de ese día, me sonreirá siempre que me entregue la barra de pan.
6. El ciclista, a gritos, amenazará al mantero: llamará a la policía porque el africano está colocado justo al final de la Ronda Litoral y obstruye -en realidad sólo algunos centímetros- la vía reservada para las bicicletas. Tiene que haber un orden estricto, dirán algunos. Los ciclistas pueden pasar perfectamente, dirán otros. Pinche güey mamón, no le hagas al cuento, el negrito se está ganando la vida, diré yo. La mayoría pasará de largo sin intervenir. El ciclista, tras un aspaviento y gritoneo mamilón al teléfono, se irá por la misma vía por la que supuestamente no podía pasar. El mantero venderá alguno de sus muchos bolsos Luis Vuitrón.
7. Apu, el tendero de la esquina. Y Apu, el chico que nos corta el pelo por 5 euros. Y Apu, el vendedor de pendejaditas en Lesseps. Ellos me confundirán con uno de los suyos. Y reirán cuando les diga que no, que soy mexicano. ¡Ah, Chicharrrito!, dirán. Sí, Chicharito. Y en venganza, yo les llamaré Apu a todos ellos. Seremos amigos, nos saludaremos y sonreiremos siempre. Supongo que esa confusión conmigo le ocurre a muchos barceloneses también, según me lo han dicho. Es el estereotipo del mexicano: igual morenazo de fuego, pero algo más bajito que yo, mucho menos barbudo y con un acento más enfático, más Chin Chin el Teporocho o Las Glorias del Gran Púas: «órale, güey, ya leestámos dimosdandóooo». Yo pensaré: ¡carajo, que no ven que yo soy de barrio obrero… de la Pleni, chintololo del mero Azcapotzalco!
8. Pepo, el simpático aunque maleducado perrito de mi amiga, será un antídoto contra la desconfianza. Cuando lo pasée, cuando lo lleve a caminar por la Plaza Real, por la Rambla, por el Barrio Gótico o cuando salgamos al Paseo Marítimo, notaré que la gente se acercará a mi sin miedo. Es tan simpático, que provocará que hasta me saluden, que al sonreírle a él de reojo me vean. Que incluso me sonrían o en alguna ocasión hasta me miren a los ojos. Querré un Pepo en mi vida barcelonesa. Porque con Pepo no soy Peligro. Soy persona.
P.D.
Amo a Barcelona. Una ciudad que me ha dado tanto en tan poco tiempo.
Escribo esto desde la reflexión, no desde la denuncia.
Desde el cariño, no desde el rencor.
Escribo esto desde la empatía con los distintos.
Pequeños actos, casi inadvertidos♦
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