Cada quien su Juárez

Aquí cada cual tiene su Juárez. Lo mismo la vendedora de maletines y peluches, que se erige en primera ambulante de las banquetas recién remodeladas, que los teporochos pedigüeños, las estatuas vivientes, la prostituta que se aposta en la esquina del Hotel Hilton, los compradores compulsivos de baratijas y piratería o las niñas ricas, recién desempacadas de Madrid, que quieren redescubrir el kitch que otros países admiran del mexicano, con una foto fantástica de los Reyes Magos.

Acaban de encender algunas de las nuevas farolas que iluminarán la avenida Juárez (quién sabe por qué sólo prendieron el tramo que va de Reforma a Humboldt) pero para la gente es suficiente: cientos, si no es que miles de capitalinos estrenan las bancas, utilizan las luminarias como flashes para sus fotos, pasean de un lado al otro de la avenida de tránsito detenido, corren, patinan, se besan, husmean, compran. Sobre todo compran.

Es un estallido de colores, de figuras, de ánimos, y ese bullicio de miércoles convierte la noche en cualquier mediodía dominical en plena Alameda: a 25 pesos los chicharrones de harina, dos blusas por 100 pesos, un sombrero por 75, los globos, “los peluches pa’l niño, la niña”, “la última aventura de Tom Cruz”, “estrenos del cine, las aventuras de Tintín”.

“No se han reportado contratiempos”, dice el oficial que custodia la romería al pie del monumento a Benito Juárez, “se detuvo a una persona que intentó robar el bolso de una ciudadana”. Mala suerte para él: a otros tantos raterillos jamás los agarraron.

Detrás de las nuevas palmeras, que insólitamente (por no decir estúpidamente) alguien decidió que eran la mejor opción para el entorno urbano, dos niños juegan con una pelota que tiene la figura del Gato con Botas, ajenos al jaloneo que una pareja protagoniza en la esquina de Iturbide, que llega a los gritos, a las amenazas, y es acallada por un policía, quien se acerca a preguntarle a la mujer por qué es que llora.

Anda la gente, en plena noche, tomando para sí sus respectivos Juárez. El de la feria y los Reyes, que es una algarabía interminable de luces, gritos, risas, esquites, fotos. El del comercio de cuanta cosa, con sus transacciones inagotables, sus monedas abaratadas y sus billetes siempre devaluados.

El del enamoramiento, con sus bancas que guardan secretos, promesas, insistencias. El de la arenga, con sus panfletos contra nuestros siempre corruptos y voraces políticos de todos los partidos. El del ligue, con sus quicios oscuros, sus rincones en penumbras, sus miradas furtivas y sus sí con los ojos. El de la pista, con sus conos y sus patines de hilera, con sus piruetas y sus aplausos. El de la cultura, con sus libros y sus películas de arte. El de la memoria, con su plaza que recuerda un terrible terremoto.

Anda la gente, en el último miércoles del año 2011, con sus hijos, parejas, acompañantes, sombras, fantasmas, con la parsimonia de quien vacaciona, mientras más de un centenar de policías se entrecruzan entre el gentío, más de un millar de reyes magos se disputan la esperanza, miles de ojos se cuelgan de las luces.

Anda la gente, camina, se acumula, se amontona en esa avenida de presencias y olvidos, con sus manos levantadas para recibir la limosna y sus bolsas arrastradas de tanto vagar, igual que anda con sus monedas vertidas, sus paquetes repletos y sus arrebatos. Sus pelucas y sus cuernos de reno, sus antenitas y sus gorros de Santa.

Anda la gente, en fin, en su avenida Juárez con banquetas nuevas, con luminarias nuevas, con nuevas señales, y torea como los autos que la embisten, torea al Metrobús, incluso a las bicicletas en ese paso de la muerte llamado la esquina de Balderas y Juárez, porque un torpe, torpísimo gobernante, olvidó que la gente, para andar, requiere la certeza de que ningún cafre le gritará, en medio de la noche, “apurate, pendejo, la pinche calle no es pa’ pasear”.♠

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El diablo anda suelto...

El chavo entró deprisa a la tienda de macetas, como si hubiera llevado el alma atravesada por un apuro, como si la noticia, terrible noticia a juzgar por su gritoneo, le estuviera quemando las piernas, llagando la lengua: “Rosita, Rosa… córrele… el niño”.

Y la tal Rosita, vendedora de macetas y macetones de barro y cerámica en el mercado flores de Nativitas, en Xochimilco, una mujer regordeta y bonita, blanca, de labios gruesos, de caderas y muslos carnosos que un minuto antes sonreía de oreja a oreja, ni siquiera esperó a que los clientes le abrieran paso desde el fondo del local: escuchar “niño” y salir disparada, acompañada de todos sus santos, fue todo uno.

Los estantes llenos de macetones con formas de ranas, de hongos, duendes, figuras como Superman, el Chavo del 8, Don Gato, parecieron hacerse a un lado para que corriera la muchacha. Los diez, quizá doce metros desde el fondo del lugar se hicieron centímetros con su carrera.

-¡Virgen Santísima!- se le escapó, angustiada, mientras se oía un “córrele” más al heraldo de la mala noticia, un chamaco de unos 20 años igual que ella, delgado, con dientes prominentes, moreno, de manos llenas de tierra, quien al verla salir como loca dejó escapar una sonrisa casi maligna, una mueca socarrrona como aquellas que dibujan los artistas en las brujas de los cuentos de hadas que todos conocemos. Como quien tiene la certeza de que el diablo anda suelto.

-¿Mi hijo, dónde… dónde está?- todavía alcanzo a decir la dolorosa, como si la hubieran adiestrado Sara García y sus once mil lamentos, un segundo antes de que una ola de agua, un grueso chorro helado según dijo después, le bañara la cara, el pecho, la panza.

“Scuaaaaashhhh”, se oyó dentro del local. Fue una cubetada de agua limpia, brillante, aturdidora, que cayó de la calle Madreselva, casi esquina con Galeana, contra la indefensa Rosita, quien irónicamente se paró en seco, al chorro del agua y el tronido de una risotada groserota, gruesa, que se multiplicó por cuatro cuando se acercaron los otros tres cómplices:

“Inocente palomita que te dejaste engañar…”, dijo el de la cubeta, todavía con el arma de la broma en la mano, mientras la pobre Rosita, echa caldo de muchacha, se tallaba los ojos y salía de su aturdimiento con un sonoro “hijoooos de la chingadaaaa”.

Los que estábamos adentro del local, unas seis personas ese 28 de diciembre a mediodía, todavía alcanzamos a ver cómo Rosita perdía la compostura.

Toda mojada, empezaba a vociferar unas palabrotas mucho más gruesas y contundentes que sus caderas, mientras pepenaba de los pelos al muchacho de la cubeta, su hermano según dijo después, a quien le propinaba una zarandeada nada bromista que mínimo, según cálculos extraoficiales, le arrancó una treintena de greñas bien aferradas a la cabeza del chamaco.

-Eso no se hace – decía Rosita, pepenada de los pelos del muchacho, quien no se supo si reía con la broma que le jugaron a su hermana o lloraba con los jalones que le propinaba.

Rosita, roja de la cara, húmeda de medio cuerpo, tampoco se supo si lloraba o nomás goteaba el agua de la bañada. Sólo se limpiaba la cara con las manos, aireaba el delantal azul, se recogía el cabello que escurría y luego entraba otra vez al local, ya con una risa franca ante las burlas de sus hermanos.

Justo cuando soltó a su hermano de los cabellos, apareció un niño diminuto, de 4 años, con una camisita de las Chivas, unos tenis que parecerían de un muñeco, unos cachetes redondos, cuarteados de sol y unos ojos que miraron de frente a Rosita.

“Te mojaron, mami… te mojaron”, dijo el niño, Kevin, antes de abrazarse jubiloso a la muchacha que con ese gesto, supongo, quedaba desarmada. “Sí, mi vida…”, dijo ella, “es el día de los inocentes”.

Rosita entró al local, se acercó a un espejo que tenía en el fondo del lugar y mirándome divertida, como quien sabe que le tocó ser agarrado de bajada, nomás dijo quedito: “bola de cabrones”.♠

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El rebanador de fuentes

Se llama Óscar. Dicen que ha cumplido los 59, pero detrás de las placas de mugre que le cubren la piel es difícil confirmarlo o estimarlo siquiera.De día y de noche camina por el Paseo de la Reforma, con un saco de tela que una vez fue gris Oxford y un costalito enmugrecido que lleva en las espaldas. Pero no se vaya a pensar que Óscar es un vagabundo sin oficio ni beneficio, como dirían nuestros abuelos: él tiene bien claro su trabajo. Es rebanador de fuentes.

Los vecinos de la colonia Cuauhtémoc no saben bien cuándo llegó hasta ahí. Algunos creen que era habitante de la zona desde los años 80, cuando Óscar, no se sabe bien cuáles son sus apellidos, era un cumplido oficinista de la Comisión Federal de Electricidad, empleo del cual fue despedido por sus constantes problemas con el alcohol.

Otros aseguran que perdió a uno de sus hijos entre los escombros de un Conalep que se vino abajo en los terremotos de 1985, y que desde entonces, como suele pasar a veces cuando la vida pierde su centro, comenzó su caída.

No se precisa con certeza, incluso, si es verdad eso de que sea el único “loco de la colonia”, como dice doña Clara Francisco, comerciante en el mercado de la Cuauhtémoc, con esa voz de autoridad de quien domina la psiquiatría.

—Viene aquí todos los días, pobrecito. Le damos que su taco, que su gordita, que su quesadilla, no se crea. Lo ayudamos, pero sí está loquito, habla sólito, dice cosas que no, ¿quién no puede tener caridá?

—¿Y no se pone agresivo?

—No. Para nada. Se la pasa buscando en la basura, ahí en la avenida lo va a ver todo el tiempo. En todos los botes. Yo le digo a mis hijos que lo ayuden. Ora por él, mañana por nosotros.

En lo que muchos coinciden, es en que Óscar se arraigó en las bancas del Paseo de la Reforma, cuando el boom inmobiliario de la avenida convirtió a sus traspatios, la Cuauhtémoc y la Juárez, en colonias-restaurantes, colonias-garnacherías y colonias-bares.

Ahí encontró comida, igual que la encontraron otros seis u ocho hombres y mujeres, todos pasados de la treintena de años, que intermitentemente recorren las dos colonias con sus cargamentos de basura, comida o latas de refresco, se sientan en las bancas o en las jardineras y se ensimisman mucho rato, a veces en diálogos consigo mismos, en medio de un bullicio que no termina nunca.

Cuando me encuentro a Óscar, martes al mediodía, está tarareando una canción que nomás no reconozco. Está absorto en el contenido del bote de basura colocado en la esquina de Reforma y Río Nilo, justo enfrente del acceso principal de la embajada de Japón.

Tiene los ojos oscuros, muy grandes, como dos ciruelas, exactamente como si alguien se los hubiera quitado a un muñeco de trapo más grande y se los hubiera puesto a él para que mirara la ciudad.

Es muy delgado y también es alto. Debe medir más de un metro 70, porque cuando se yergue casi toca la placa de la nomenclatura con el cabello, un nido de paja hirsuto, áspero y disperso como explica el diccionario.

Lo saludo. Huele intensamente a orines, pero también a tierra humedecida. Me mira de arriba abajo como si intentara reconocerme y me pregunta si el bote de basura es mío.

Yo le pregunto por su nombre, y cuando repite insistentemente Óscar su mano derecha empieza a agitarse, de la cintura al pecho, en movimientos incesantes. Toma su bolsa y camina hacia las jardineras. Quizás esquizofrenia.

—¿Vive por acá?

—Yo aquí, aquí trabajo, aquí trabajo. Aquí— dice con voz bajita.

—¿En qué trabaja?

—Yo rebano las fuentes. Ésta, aquella, aquella— mira hacia La Diana Cazadora, se voltea rápido y observa hacia el Ángel de la Independencia.

—¿Y cómo las rebana?

—Con mi mano. Así— dice. Da una brazada, como si nadara en el aire.

—¿Y para qué las rebana?

—Para que se oiga l’agua. L’agua nos habla. Está enojada, somos malos con el agua. Se rebana el agua pa’que escuchemos— dice más o menos. Sus frases se entrecortan, se superponen, se disparan. Siento miedo. Me alejo de él pero lo miro por mucho rato. Un par de horas.

Deteniéndose en cada bote de basura, llega hasta la fuente de los cocodrilos, el regalo de Leonora Carrington que la ciudad de México mantiene seco, desvencijado como tantos otros regalos.

Entonces, al ver a Óscar, caigo en la cuenta de cuál es su trabajo: rebana las fuentes que encuentra a su paso, las peina, las espulga, para que no las desborde el cúmulo de mierda que todos los cuerdos dejamos a nuestro paso.♠

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Clases de filosofía con Patricia, la limpiaparabrisas

Patricia, “La Pato”, sentada sobre un sofá color cajeta que nadie sabe cómo llegó hasta el camellón, apenas ha cumplido los 15 años pero ya tiene certeza de lo que espera de la vida: nada.

En la mano derecha, pequeña, costrada de tierra, jabón y agua revueltos, tiene una botella que dirige, cada tres minutos, hacia los parabrisas de los coches detenidos en el semáforo de Marina Nacional y Laguna de Mayrán. En la mano izquierda, que sólo cuenta dos dedos y medio, blande un pedazo de hule negro con el que recoge el agua que algunos vidrios convierten en monedas. Desde los doce años es dueña de todas las calles de una ciudad que la ignora.

-Me vo’a morir pronto. Y así ‘tá chido, valedor. Si me van a matar o m’voy a morir, ‘tá chido, valedor. ¿Qué? ¿Me das veinte varos, p’un taco?

-¿Por qué te vas a morir?

-Nomás. Porque todos se mueren ¿sí ves? Se murió la Rosita. El Bola. Lucero. Chicarcas. Manitas. Se murió el Aurelio. Todos nos morimos. ¿Sí t’vas a mochar con los veinte varos?

Junto con otros nueve jóvenes y niños que intermitentemente hacen de ese crucero de la colonia Anáhuac su centro del mundo, La Pato, el rostro de tres cicatrices, pequeña y enjuta como la niña que no ha dejado de ser, la descascarada mirada de quien monea, acondiciona como refugio el bullicio cercano de la Torre de Pemex. Los muchos pasos cercanos. El humo, el ruido, el viene y va de gente que no mira.

El sofá, dos hacales, un costal y seis cobijas verdes y azules de rumores amargos, rancios, son la principal decoración de la casucha temporal donde duerme, donde duermen todos ellos: tres paredes de lona azul, plástico que fue inservible propaganda política, amarradas con mecate a la barda de lo que un día sirvió de pozo de suministro y hoy pertenece al olvido y al Sistema de Aguas de la ciudad.

Para sobrevivir, La Pato hace rondas de limpiaparabrisas que empiezan a las 9, cuando los miles de automovilistas que bajan del norte de la ciudad quieren llegar al Circuito Interior y al Centro; se interrumpe hacia la una de la tarde, cuando ya ha juntado más de 70 monedas diferentes que le sirven para una guajolota, un refresco de cola, los cigarros y la mona, y sólo concluye pasadas las nueve de la noche, porque los tarjeteros y las reclutadoras falsamente rubias del teibol vecino ocupan el camellón para llamar la atención de los ansiosos.

La tarde en que le hablo, viernes de tránsito e infierno, La Pato está desbordada: además de sus 227 pesos de ganancia, se ha hecho novia de un joven callejero que ronda la misma avenida, pero en sentido contrario. El Joel. Un chavo flaco, mucho más alto y moreno que ella, de cabello acelerado, la nariz con aros, un tatuaje oscuro en el hombro derecho, un rostro armónico.

Juntos, como si fueran una de esas parejas de aves cenizas que usan el cableado para piar su romance, el Joel y la Pato ocupan el sillón durante seis minutos. Se abrazan un rato, se besan, se restriegan uno al otro la piel debajo de la ropa y dejan que tantos ojos, tanta gente, observen o ignoren según le apetezca. Luego se van y es cierto: son pájaros cenizos.

-¿Para ti que es la vida, Pato?

-Una jalada.

-¿Y el amor?

-Nada.

-¿Entonces por qué andas de novia?

-Todo s’un rato, valedor. Mientras me muero o mientras me matan.

Toma los cincuenta pesos que le doy y me cuenta, sin que se lo pregunte, cómo perdió los dedos de la mano: “mira, valedor, me los quitaron. Se m’pudrieron por la ‘tropellada y me los chingaron, nomás. Luego siento que los tengo”.

La miro detenidamente: La Pato tiene un par de ojos oscuros, más que negros, con pupilas que tiemblan como lunas en agua, una mano casi cercenada por esas calles que no saben de apapachos y una piel rugosa, como de lija gruesa, que de cerca despide un tufo a solvente. Ella no sonríe.

Antes de irme, ya casi tengo ganas de decirle que está equivocada. Que a veces cualquier caricia es suficiente cosa buena que esperar de esta vida, pero entiendo mi ridículo: cuando ella se avalanza sobre los distintos parabrisas, cuando acciona su botellita que chorrea agua y logra recibir varias monedas pero ninguna mirada, entiendo que tanta indiferencia junta sí aniquila, sí destruye. Mata.♠

Publicada en EL UNIVERSAL


La ropa se le llenó de sangre y vio la vida

Ya tienes harta hambre. Y estás muy cansada, Zulhey. Es más, como ya llevas vigilando nueve horas y estás a punto de salir a comer cualquier cosa no muy cara, coordinas los tiempos con tu oficial, para que la estación no se quede sin policía: no imaginas, cómo podrías imaginarlo, que estás a unos minutos, a un grito, de llenarte la ropa de sangre.

Son justo a las 14:25 horas del 15 de abril de 2011. “Un día que no se me va a olvidar, de veras”, dices. Policía Auxiliar adscrita a la Terminal Pantitlán de la Línea 1 del Metro, desde hace dos años estás acostumbrada a los sobresaltos, “es parte de mi trabajo”, te resignas. Éste, sin embargo, no tiene parecido, ni estás preparada: es el momento de tener en tus manos una nueva vida.

“Camino por el andén, para salir, ¿no? Y de repente me dice mi oficial: ven, acompáñame, vamos a un apoyo”. Lo recuerdas sin duda. “Yo hasta pensé que me estaba bromeando, porque me dice: una mujer está en labor de parto”.

Como quien cree que es otra broma de compañeros, de esas que hacen menos pesada la chinga de vigilar 12 horas continuas una de las estaciones más peligrosas y conflictivas del sistema Metro de la ciudad de México, con más pereza que prisa te acercas al Centro de Monitoreo. Una mujer gime.

En esa pecera de vidrio y paneles huecos, a la vista de todos, Arcelia Vargas Pérez, 37 años, un rostro lleno de miedo, un dolor intenso bajo el vientre abultado, ya no puede esperar por los paramédicos, muchos menos llegar al hospital de Perinatología, a donde iba cuando le empezaron las contracciones. “Es que ya no aguanto, por favor”, dice. Te asomas, con más miedo que determinación, y ves que una cabecita ya está perfilada entre las piernas.

“¿Sabe qué, compañero? La señora ya no va a aguantar”, dices decidida mientras te quitas el chaleco y untas tus manos con alcohol. Comienzas a rezar.

-Luego luego trajeron una camilla y la pasamos a un cubículo, pero fue cuestión de nada. Ya na’mas fue en el momento que nosotros dimos la vuelta, pues, yo me acomodé y ya tomé la posición y la señora expulsó, entonces ya tomé yo al bebé de la cabecita, no dejé que tocara piso ni nada, para que no se contaminara”.

-¿Pero cómo lo recibió, en las manos?

-Pues sí, la verdad. En las puras manos. Totalmente llena de líquido amniótico, residuos de placenta. Curiosamente, para el uniforme tengo unas ligas y las tenía en las muñecas. Con eso hice el amarre y con una navaja que me prestaron los compañeros, del botiquín, corté.

-¿El cordón umbilical?

-Sí, el cordón. Tomamos al bebé, lo envolvimos en una playera que se quitó un externo, personal del sistema, que nos la prestó. En ese momento, yo lo tengo en mis brazos al bebé, pero… me le quedo viendo y, siento, no sé, como si alguien, Dios, me guiara: que lo agarro de los pies, que le doy una nalgada y en ese momento que empieza a llorar... eso fue toda algabaría, ya ahí todos gritamos... “no, felicidades comandante, bien hecho”.

-¿Qué sintió usted?

-En el momento en que el bebé yo lo tomo, le doy la nalgada y llora, dije: ya es de vida. La tensión que tenía en el parto se me liberó. Como una descarga… yo veía al bebé en mis brazos, que no se movía, y me dije: Dios mío ¿ahora qué hago? Por eso me sentí feliz cuando lloró. El niño respiraba.

Tendrías que ver cómo se te ilumina el rostro cuando cuentas ese instante, Zulhey. Tu cara, de por sí redonda, despliega una sonrisa de dientes tan blancos como granos de cacahuazintle. Tus ojos, oscuros, de pestañas chirris, se esconden discretos. En los pómulos te nace un sol.

La importancia y el temor, dices, son la señora, pero sobre todo el bebé. Sin equipo adecuado, sin aparatos dispuestos para un parto, sin succionador de flemas, nada, la vida del niño está sólo en tus manos: que no se contamine, que no se caiga, que no se golpee, que no se lastime y con ello surjan consecuencias irremediables para él. Y para ti.

La mujer a quien ayudaste, a manera de agradecimiento, te comenta que siempre había pensado que ustedes los de la policía capitalina, ese ente sin rostro al que uno siempre define como muy corrupto (sobran razones), no estaba capacitada. Que nada más se dedicaban a la extorsión.

Por ello, ahora que recuerdas ese pequeño bulto, blanquito, delgadito, larguito, lleno de sangre, que pesó como dos kilos y dejó el cubículo y a ti misma cubiertos de sangre, olorosos a fluidos, dices convencida:

“Los sacrificios valen la pena. Las mentadas de madre, los desprecios, el sueldo tan bajo, todo vale la pena. La vida tiene su equilibrio, es perfecto, te da lo que te mereces, tarde que temprano, siempre. Si tú quitas, se te quita; si tú das, te da”.

Así te vas a la calle. Otra vez a la estación Pantitlán, donde éste año han nacido tres de los cinco bebés que registra el sistema en 2001. Donde eres la vigilante. Donde nadie sabe que tu nombre, policía Zulhey, designa el movimiento que tienen las olas cuando chocan contra las rocas.♠

Publicado en El Universal


"Sicosis" con guitarra hace aullar al Reclusorio Sur

De por sí la banda ya andaba bien prendida, echándole chiflidos y mentadas al tipo del sonido, porque a veces las bocinas jalaban “machín”, pero casi siempre no, puro chillido de gato atropellado, puro güíiii-güíii que sacaba de onda a los artistas, a los jueces, a los cábulas de las primeras filas que nomás se partían de la risa y echaban carrilla.

De por sí, entonces, la banda del Reclusorio Sur ya estaba calientita, como buen respetable en tarde de Festival, cuando se les puso enfrente la guitarra de Sicosis, su grupo de bailarines con enfermedades mentales, sus aullidos: el auditorio fue un castillo de arena que empezó a desmoronarse.

-¡Ora sí quiero que todos me la mienten, cabronees!-, saludaba Raúl Cabañas, mientras los chiflidos lo rodeaban entero. “Qué chida es mi banda”, gritaba, y comenzaba a rascar su acústica medio rota, a volverse poco a poco un hombre de madera y cuerdas, a dejar que su cuerpo comenzara a diluirse en el sonido, hombre y guitarra, mientras los asistentes, todos, entraban en ese trance de trueno de cohete, que comenzaba en sus orejas y terminaba disparado en sus aplausos, patadas, alaridos.

“¡Presta pa’ andar iguales!”, gritaba un defraudador en la fila 9. “¡Así papaaá, perrrooooón!”, un asaltante en la 14. Raúl rascaba la lira como un endemoniado, y su rock and roll, del meritito Three Souls donde él era el legendario Sergio Mancera, levantaba de sus asientos a los internos, hacía enloquecer hasta a sus compas del Cevarepsi, “ahí, mi carnal, el tambo donde duermen los tocados”, quienes bailaban detrás suyo en un errático pero alucinante maremágmun de seres liberados por los acordes. Friedrich Nietzche tenía razón: “sin música, la vida sería un error”.

En la final del Tercer Festival de Canto inter-reclusorios en la ciudad de México, “Voces en Libertad”, Raúl ya no era Raúl, un primo-delincuente que, tras un violento ataque sicótico producto de años clavado en las drogas duras, fue recluido por robo en el Oriente y luego trasladado al Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial. Ya no fue el chavo de 24 años, dos hijas, un cuadro de inestabilidad emocional bajo tratamiento siquiátrico, sino Sicosis, el dueño de la escena. Ya no el muchacho flaco, ojos amielados, peló casi a rape, mirada perdida, quien se encorvaba como árbol cansado y hablaba atropellado, a veces como ausente, a veces acelerado, en esos súbitos arriba y debajo de quien rebasa el límite. Ya era sobre todo la estrella de la tarde.

Y no había sido una tarea fácil. César, un salsero que en un par de años habrá de dejar el Reclusorio Sur, tenía al público en la bolsa: además de ser el de la casa, había sacado de la garganta una insospechada tesitura de barítono, bien escondida en un regordete muchacho treintañero preso desde los 22 años, quien hizo que la salsa de Marc Anthony rozara notas insospechadas, tonos oscuros privilegiados, oro futuro: “yo, que te conozco bien, me atrevería a jurar que vas a regresar, que tocarás mi puerta…”

Había habido muchos gallos, claro. La voz que taladraba con chirridos, el desvarío folclórico, la baladista gritona, el Valentín Elizalde aún peor desafinado, pero también asombros: el muchacho, Miguel Ángel, cuya voz era casi idéntica a la del mejor Alejandro Fernández. Hansell, el chavo que llegó “desde el lejano Oriente” y calló, a punta de espectacularidad, a todos los maloras que al principio le mentaban la madre y le gritaban divertidos, “ni la música te quiere, wey”.

Y Miguel Ángel Rodríguez, un interno de la Penitenciaría que sorprendía a Viola Trigo y a los otros jurados, por lo integral de su propuesta. Compositor inspirado, de una voz contratenor con resonancias espectaculares, brillante, que al interpretar “Alfonsina y el mar” lograba que la jauría del auditorio se silenciara mansamente, apaciguada, domada por una guitarra virtuosa y una voz de serenidad y arte.

Al final ganaría, por cierto. Para el jurado, Sicosis merecería el tercer lugar en un concurso “de voces, no de carisma”. Miguel Ángel, el contratenor, y César, el salsero barítono, le ganarían la partida, los 5 mil y los 3 mil de los dos primeros lugares.

Campeón sin corona, Sicosis terminaba contento roleando al Tri, con su premio de aullidos, silbidos que le garantizaban el retorno el año que entra y la libertad desde ahora:

-¿En qué piensas cuando estás tocando?

-“Cuando estoy tocando siento una emoción que no puedo describir. Esos juegos son improvisaciones, no las pienso sino que salen de la cabeza, sin pensar, como si alguien tocara por mi”.

Se aferra a su guitarra, mira a su banda, a los internos que todavía le aplauden, y les grita, con los dedos en V: “y que vivan las pedas, los chochos y el perico”.♠

Publicado en El Universal


Los futbolistas más pobres del continente

SAN MARCOS DE SIERRA, HON.- El balón, cuando se estrella en el travesaño de la portería, surca el cielo serrano y cae hasta hundirse en un ramaje sin verdes, desata una silbatina, una gritadera que cualquiera compararía con la que sueltan las barras desafiantes del Azteca en un Pumas-Águilas, aunque ésta tenga algo de distinta: nace en el pueblo más pobre de la América Central.

El fragor se escucha desde lo alto del camino, cuando uno llega, sin aire, al borde de esta especie de cazuela, honda y abrasante, que se extiende sobre un valle que no termina nunca. La cancha, detrás de la oficina municipal, es fuente de la vida, centro del universo: en el principio, fue el balón.

Se lo disputan a muerte. Justo en el 2 a 1 del minuto 86,Wilmer, portero del San Marcos Futbol Club, se convierte en un jaguar cuando se abalanza sobre el balón, esquivando trancazos y garras. Este felino es el mismo hombre silencioso que se alza de la tierra no más de 160 centímetros y que, fuera de la cancha, baja la vista cuando escucha una pregunta. Indio lenca de ojos poderosos, manos como tenazas, piel de arcilla, se abraza a la pelota... y la detona con su metralleta de Adidas postizos, mientras estudia, apretando los dientes, cómo los otros 21 gladiadores indígenas reparten puntapiés, zancadillas, chingadazos, jalones, gritos, fintas. Estos hombres miran al balón como se mira un sueño posible.

Si gana, el San Marcos F.C. estará en la final y podrá medirse de nuevo con su archirrival, el Mílan (así, con uniforme preciso y acento imposible), que es como el Manchester United del empobrecido pueblo de Intibucá. La bolsa para el equipo campeón es de 200 lempiras, poco más de 120 pesos mexicanos, o 180, según la devaluación. Dinero en efectivo, por cabeza. El campeón goleador y el portero menos goleado, además, se juegan un premio extra de 200 lempiras. El premio bien vale partirse la madre en esta cancha de tierra, sobre todo si pensamos que estos muchachos ganan unos 12 pesos al día.

Trofeos, pero también comida

Wilmer reconoce que piensa en goles y en trofeos pero también en maíz, en frijoles humeantes, en café recién hecho, en tortillas.

En el municipio donde el gobierno hondureño y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ubican la última escala de la marginalidad centroamericana, donde murieron por hambre, desnutrición, diarrea o Mal de Chagas más de 450 personas el año anterior, donde los muertos son enterrados desnudos en fosas comunitarias, donde los campeones intercambian sus premios por docenas de huevos, libras de maíz, polluelos para la cría, el campeonato de futbol, su algarabía, sus goles, representa algo más preciado que una legendaria copa Jules Rimet, más cierto que un triunfo en tiempo de derrotas: simple y llanamente, la posibilidad de comer un poco mejor.

El trayecto de La Esperanza, cabecera municipal de Intibucá, a San Marcos dura media hora. O al menos eso dicen, cada 30 minutos, quienes caminan la empinada vereda, cargados de leña, bolsas, yerbas. Su tiempo es otro.

Por esta terracería transita sólo un vehículo a la vez o una mula o un caballo. Los acantilados, los pinos secos y las fosas sin fondo no impiden mirar las casas de adobe o bahareque, como llaman al entretejido de barro con palos, cañas o varas, que aguanta vientos y tormentas. Una serranía que no pide, exige, el adjetivo de hermosa. Prófuga de la mano de Velasco y sus pinceles.

En el domingo que llegamos hay pasarela de regiones, vestimentas occidentalizadas y pobreza capitalista sin matices: muchas de las aldeas con la más cruda miseria del país están en Intibucá, pero San Marcos, fundada el 16 de marzo de 1901, les gana a todas: sus cuatro comunidades en extrema pobreza, más de 90% de su población adulta mal nutrida, más del 70% de sus niños con hambre aguda y otros severos subdesarrollos. San Marcos es, en suma, la verdad de las mentiras.

Secuestran gallinas

Gente que vive de la agricultura, del alquiler de su abaratada mano de obra, pero sobre todo del milagro, que sobre caballos, motores, mulas, burros, se deja venir a San Marcos, a la única cancha del municipio, para ver los partidos. Hay semifinales.

“El campeonato nos ayuda a olvidarnos de los problemas, pero también a organizarnos”, dirá Francisco López, vicealcalde de San Marcos, cuando termine de jugar el partido que Wilmer domina con sus guantes de oro. Los uniformes de los futbolistas, cuenta, fueron un donativo del gobierno “con la intención de fomentar el deporte y la unión”. Son copias fieles de aquellos que portan los equipos mundiales, el Milán, el Manchester, el Barcelona. Y también el Real España hondureño, que es como una conjunción de aquellos, pero mejor, porque es de ellos.

Además de la pasión que desata, el futbol ha logrado que las comunidades discutan los asuntos trascendentales de su vida diaria: en este campo se supo de la llegada de ayuda humanitaria española, a través de la Junta de Andalucía, que entregó recursos, granos y alimentos, para sobrellevar la pérdida de cosechas en todo el país, en 2009.

En el área del tiro de esquina se acaba de pedir la organización de todos para seguir luchando, ante el poco éxito, contra el hambre. En la portería local se habló de la llegada de ayuda en especie, de verdaderos misioneros de la Cruz Roja Internacional, que suministraron sueros orales y raciones alimentarias de emergencia para una población en la que, según los censos de Honduras, 65% es extremadamente pobre; 38% es analfabeta y casi 15% es indígena y olvidada de programas oficiales. En la portería visitante se cuchicheó el extraño caso del secuestro de gallinas.

—¿Aquí secuestran gallinas? —pregunto a una sanmarqueña.

—Se las llevan una semana o dos, y les sacan todos los huevos que puedan. Luego las regresan, en las noches.

Luis Edgardo López, sobrino del vicealcalde, hijo del ex alcalde, ahijado del alcalde en turno, cuenta que los jugadores ven al futbol como algo serio, eje de su vida en la montaña. Llegan desde el día anterior a San Marcos para practicar en el terreno. Se esmeran en la competencia, asean su calzado, sus shorts, su casaca, incluso meditan: el ritual completo del juego-religión.

Como provienen de todas las regiones, es fácil que los hombres ocupen su tiempo en discutir sus problemas, alcanzar acuerdos, informar de empleos, intercambiar productos, convivir o hasta enamorarse. Porque después del campeonato de goleo, el de noviazgos por cabeza es el más popular: un ganador ha obtenido hasta ocho trofeos, coquetos y sonrientes, en un solo torneo.

Comen agua con sal

Luis Edgardo lleva más de siete medias horas caminando, desde La Esperanza, porque no tuvo dinero para el camión. El juego aquí es una tradición, dice. Por eso la cancha tiene un graderío de cemento, como templo, en un terreno que nadie profana y que, al ganar, significa el trono de un respeto absoluto, que nadie cuestiona.

—¿Qué pasa con los equipos perdedores? —le pregunto.

—No, señor. Algunos van a llorar como cipotes (como niños), otros van a pelear. No se da mucho que se den peleas, pues, pero es día de tristeza y de llorar. Muchos van a regresar a sus comunidades, pues, a ser pobres como siempre, a buscar comida. Muchos sólo van a tener agua con sal.

Y entonces, con un golpe seco, como suele aparecer el gol de súbito ante un portero torpe e improvisado, Luis Edgardo explica por qué eso de “agua con sal” no es, ni de lejos, una metáfora.

Si uno cierra los ojos, si se esfuerza por saborear ese caldo de nada, el agua con sal tiene un sabor como a té negro, como a infusión de yerbas sancochadas en agua. No se queda en la lengua. Resbala serenamente.

Cuando no se ha comido en todo un día, la bebida calma, con su tibieza, los retorcijones de la panza quejumbrosa. Rosa Ferrara dijo al diario La Tribuna del 6 de agosto: “Cuando no conseguimos dinero y veo que no tendremos comida, lo que hago es calentarles agua, echarle un puntito de sal para entonarles el estómago y que no se me enfermen los niños”. Un alivio es un alivio, aunque sea una mentira.

En los casi 290 kilómetros cuadrados de territorio que tiene San Marcos, ese alimento es lo común. Y a veces lo único. Juana y Rosalba, madre e hija que juntas rebasan los 150 años de vida, lo saborean seguido. Completamente solas, últimas de una estirpe que jamás salió de San Marcos, viven a unos 80 pasos de la cancha de futbol, en una choza de adobe y de palmas hasta donde se cuelan los chiflidos.

En su fogón, ese domingo, tienen una ollita con no más de 50 granos de frijol humeando, una masita de maíz del tamaño de un puño de niño y agua con sal. Bastante agua con sal, en un pocillo tiznado por la leña.

El vicealcalde, todavía uniformado y sudoroso, nos lleva hasta ellas. “Son las más pobres de los que están aquí cerca”, dice. Otros, todavía más pobres, viven en medio de la sierra, pero llegar allá tarda otras seis horas. Y sólo se puede subir con caballo.

Como ellas se interesan de inmediato, la plática gira en torno al resultado del partido. “Que gane San Marcos, quiera Dios, que jueguen bien la pelota”, dice Juana. No tiene más de tres dientes en la boca. Un plano de líneas hondas le cruza la piel. Sus trenzas grises. Ojos oscuros. Una mariposa negra y amarilla vuela por su jacal. En el aire está el sabor de los frijoles. Dos gallinas pardas hacen hoyos en la tierra. Ronda García Lorca: las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora.

Un dato: el pasado 23 de febrero, a través de la RNH, radio hondureña de alcance nacional, el gobernador de Intibucá, Juan José Velázquez, lanzó un llamado de emergencia para que fluyera la ayuda a la región. “Se están agotando las reservas de alimento”, dijo, “porque la cosecha del año pasado fue mala, pérdidas de maíz, en frijol, en papa, y realmente es preocupante la situación”.

La ayuda de afuera fluye poco y la de adentro, menos: el gobierno de Honduras destinó, en 2011, 9.5 millones de dólares al Instituto Hondureño de la Niñez y la Familia, brazo operativo contra la pobreza y el hambre en la nación, pero 235 millones de dólares a la Policía Nacional. El poder de las prioridades.

El propio Luis Edgardo López, quien integra una de las familias menos cercanas a la necesidad en toda la zona, trabajó durante 2010 con las organizaciones internacionales que llevaron hasta San Marcos la comida de emergencia y los suministros que evitaron una masiva y silenciosa muerte en las montañas. La hambruna no es sólo como África la pinta.

“Se alteró el ecosistema con los fenómenos globales, y ahora tenemos sequías e inundaciones. Se pudren las cosechas, se mueren los animales. No aguanta el maíz. No hay forma de traer agua hasta las zonas más altas, hasta las comunidades, que son las que más están sufriendo. Por eso tenemos al futbol”, dice Luis Edgardo.

Juana, atenta a los visitantes, pregunta tímidamente al vicealcalde cuándo llegará el apoyo del gobierno, una suerte de pensión alimentaria que no es regular, pero cae a veces. Como el hombre se encoge de hombros, los ojos de ella vuelven a la tierra hasta que suena un griterío a 80 pasos: ha caído un gol en “el estadio”. El Mílan se encamina a la final.

“¡Bi-cam-peón!”

Decía el periodista Ryszard Kapuscinski que para el hondureño no hay pasión más intensa que la emanada del futbol. Que es fuego, necesidad, coraje. Origen de guerras, de disputas casi eternas, de poderíos y derrocamientos por igual, el futbol resume, en su balón de cuero, la forma precisa en que los hombres decidieron hacer rodar al mundo.

En el país montañoso, cuyo promedio de hacinamiento es de 4.6 personas por habitación, cuya tasa de desempleo alcanza al 70% de la gente y la migración es permanente y masiva, ver a hombres y mujeres desgarrarse por el rumbo que toma un balón puede parecer absurdo.

Pero no lo es. Hay que verlo: cuando el Mílan anota su segundo gol de la semifinal y el balón cruza la línea de meta, rompe la remachada red, salta a los matorrales resecos y se pierde entre ellos. Los sanmarqueños se vuelcan: “¡Bi-cam-peón! ¡Bi-cam-peón!”

El Mílan ganará otra vez el torneo, la semana siguiente, y Wilmer, el portero-jaguar, habrá de volver a su casa sin trofeo, sin 200 lempiras para las raciones extra de frijol, maíz y café, pero seguramente con la misma esperanza que lo ha mantenido durante tantos años de pie: ser campeón del certamen de futbol más aguerrido del planeta. Entonces los hombres y mujeres del pueblo más pobre de la América Central volverán a exclamar “¡Gooooool!”, como quienes gritan, a todo pulmón, “¡Estamos vivos!”.♠

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Marcelo Ebrard y la fórmula para ganar perdiendo

Echó su resto. En su despedida, o su primer día como aspirante, sacó a lucir el poder movilizador de una aceitada estructura, sus números de gobernante eficaz en un país ensangrentado, la expectativa de ser el único capaz de disputar una candidatura de izquierdas casi definida, y con su astucia, su mucha astucia política, Marcelo Ebrard se lanzó en pos de Los Pinos como si trajera un cálculo en la bolsa: aún perdiendo, saldrá ganando en el intento.

“Siempre he dicho que aspiro”, dijo desde el templete sembrado con inmensos girasoles amarillos, “voy a participar decididamente en el proceso de selección del candidato de la izquierda mexicana. Ahí voy a estar”.

Le llovió ovación. En el Auditorio Nacional, alquilado en casi 870 mil pesos, al perredista le llovió ovación: de empresarios, encabezados por el archimillonario Patricio Slim Domit y el prominente Miguel Alemán Magnani; de embajadores, con el estadounidense Earl Anthony Wayne a la cabeza; de los sectores de la izquierda (liderados por su presidente, Jesús Zambrano) que no se llevan de a cuartos con Andrés Manuel López Obrador; de líderes de los medios, entre quienes abundaron los críticos acérrimos del tabasqueño; de jerarcas religiosos, sociales, civiles, ex priístas, ex panistas, ex secretarios de estado.

Y todo su aparato. Ese que respondió con griteríos sectorizados que ya controla Ebrard. Llevados hasta ahí en camiones de la RTP, como los chavos del CECYT 5 “Gertrudis Bocanegra”, a quienes les exigieron, un día antes, llegar al Auditorio con su “código de barras” del Prepa Sí. Movidos como los viejitos, “trátenmelos bien, por favor”, las madres solteras, “pero gritan como si trajeran ganas”, los Niños Talento, “pónganse las chamarras  aunque haga calor”, las embarazadas, los invidentes, los chavos banda, los saltimbanquis de Iztapalapa que divirtieron en la explanada.

En la despedida, o su primer día como aspirante, Ebrard sacó a lucir sus números estrella de administrador eficaz, pero también los vicios de 14 años de gobiernos sin contrapesos: cobertura universal de salud pero clientelismo sin medida. Seguridad pública, espacios públicos resguardados pero corrupción y grupos enquistados. El mayor programa de adultos mayores, apoyo a discapacitados pero cuatachismo en todos los niveles. Prepa sí, niños talento, becas y útiles escolares, pero vengan a gritar, traigan su credencial, pasen lista, hagan bola a cambio de una torta. Una ciudad de libertades ganadas, moderna, de avanzada, pero vestida con el mismo viejo traje sucio.

“No son acarreados, uno les avisa y ellos se organizan solos”, miente una funcionaria capitalina sobre los más de 120 autobuses que sueltan asistentes, sobre aquella calle Gandhi que está repleta de granaderos, sobre Chivatito que está impregnado de vecinos de Iztapalapa, sobre el Paseo de la Reforma donde se despliegan policías a destajo. “Ellos llegan solos”, dice, pero se acercan hasta ella los jefes de los grupos: “trajimos 500”, “vinieron 180, jefa, ¿traigo más?”.

Es el último acto de Ebrard, o su primer día como aspirante, según se lo quiera ver, y el tema en la grilla, el momio que comentan políticos y pueblo es una hipotética negociación: Andrés será candidato por segunda vez y Marcelo se quedará con la ciudad y el liderazgo izquierdista del próximo Senado.

¿Un hecho consumado? Los perredistas no atinan a decirlo todavía con su nombre y apellido. Zambrano hace mutis. El gabinete capitalino también. La gente de López Obrador no ha llegado al evento para ser cuestionada. La de René Bejarano tampoco.

En su primer acto como aspirante, o su último informe como el Jefe de una ciudad pacificada en medio de un país de muerte, Marcelo Ebrard echa su resto, quizá con un cálculo en la bolsa: aún perdiendo, joven todavía, astuto, él ya ganó con el intento.

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La vida después de San Fernando (Parte Dos) *

* MENCIÓN HONORÍFICA DEL PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO CULTURAL "FERNANDO BENÍTEZ" 2011

OMOA, DEPARTAMENTO DE CORTÉS, Honduras.— De su hijo, Ángela no tiene una acta de defunción, ni el último adiós que le permita resignarse. De su muchacho, que una tarde se fue a buscar la fortuna en Estados Unidos, sólo tiene una mentira y la repetirá las veces que crea necesario, porque es una esperanza.

–Yo sé que está vivo. A lo mejor todavía lo tienen secuestrado, por eso ya no me llama. Es algo que siento. Nos entregaron una caja, pero ya no nos dejaron abrirla porque iban a haber muchas enfermedades. Yo no sé si lo que hay en esa tumba sea mi hijo.

Habla de Misael, uno de los 72 migrantes asesinados en Tamaulipas. El hijo que Ángela Bardales tuvo con Roldán Castro hace 28 años y quien la noche del 14 de agosto de 2010 le llamó, “se le oía miedo”, para decir que Los Zetas lo tenían secuestrado en México y necesitaba dinero, 2 mil dólares, para pagar el rescate.

–No volvimos a saber nada. Hasta que nos entregaron la caja. Pero no me dejaron abrirla, señor. Dicen que no pesaba nada. Por ahí dicen que las cajas venían vacías. ¿Cómo voy a saber si ese era mi hijo? Yo le pido mucho a Dios. Sé que Dios me va a ayudar a que regrese mi hijo. Soy creyente. Él, que todo lo puede, me va a ayudar.

Va de un lugar a otro con los ojos. El sudor le ha formado piletas en cada poro del rostro. Ángela sostiene un retrato. Desde ahí, Misael espera. Así espera todo el mundo en ciertos momentos captados por una cámara, cuando uno se cree cerca de ese algo que podría ser la felicidad. “Mi hijo está vivo. Como madre, lo siento”

Miriam Castro Bardales ha escuchado la conversación de su madre. Calla. Ella sabe la verdad. Va a contarla.

Cuerpos cambiados

Misael, junto con otros cinco migrantes, llegó a Honduras con el nombre cambiado. Durante días, fue identificado con el nombre de otra persona, y fue hasta que la insistencia de los familiares obligó a las autoridades hondureñas a hacer nuevas pruebas de identidad, que se detectó que era Misael.

“No sabíamos que esto había pasado”, cuenta Miriam. Como Misael se había comunicado días antes, pensaron que él seguramente no estaba entre los asesinados de Tamaulipas. Por ello no se acercaron a preguntar.

El shock de la noticia, dicen, acabó por mermar la de por sí precaria salud de su madre, diabética, hipertensa, quien desde entonces no ha dejado de llorar, noche tras noche.

“No nos han entregado el acta de defunción. Hemos pedido sus papeles muchas veces. Y siempre nos dicen que ya nos los van a entregar. Pero nada”, dice la hermana del migrante.

“Nos dijeron que México no había extendido los papeles de la defunción, por eso no podemos tramitar una pensión para el niño de Misael. Su mujer está en Estados Unidos, pero el niño lo tiene mi mamá. Eso la ayuda a seguir viviendo, su nieto”, asegura.

Se abanica los moscos con un trapito. Mira de frente hacia la casa de colores contigua, sobre la carretera que lleva a un fraccionamiento, el barrio La Isleta, rodeado de hierba y muros altos. Un verdadero sitio de veraneo que las clases medias y altas de Cortés y todo el norte de Honduras utilizan para hacer regatas, fiestas de playa, paseos en yate, viajes en lanchas y motoesquí.

Pero no se vaya a creer que Misael vivía de esa forma. Él y su familia son convidados inusuales: recién divorciado, Misael se fue a Estados Unidos para comprar el terreno que la familia cuida desde hace ya varios años, luego que los dueños lo pusieran a la venta.

Un solar inmenso, lleno de vegetación, con una casita de madera, casi cincuentenaria, en donde habitan más de 15 personas que cortan, al calor de la tarde, algunos mangos gordos, carnosos, para llevarlos a vender. Aunque a veces no hay quién compre.

Donde Ángela tapiza las paredes de madera, los techos de lámina, de imágenes religiosas, de fotos de su hijo, de sus recuerdos. De la mentira que la ayuda a seguir viva.

–¿Confirmaron que era el cuerpo de Misael? –se le preguntó a Miriam.

–Sí. Se hicieron las pruebas –dice–. Pero mi mamá aún tiene una esperanza. No se la vamos a quitar.

Promesas incumplidas

La carretera que conecta el valle de Sula con Omoa, el islote ribereño donde vivía Misael, está llena de verdores fallidos y desgajamientos, baches, pobreza, que remiten a promesas gubernamentales jamás concretadas.

En una ceremonia pública, que pretendía manifestar la solidaridad del gobierno hondureño con la familia de Misael, el propio canciller del presidente Porfirio Lobo, Mario Canahuati, dijo que se impulsarían proyectos y condiciones para generar empleos que permitieran a los hondureños no migrar hacia “la zona de la muerte”, México.

A las víctimas de la barbarie en San Fernando, ofreció, les otorgarían apoyo mediante programas sociales: el “bono 10 mil”, para los huérfanos y viudas; el “bono tecnológico” y el “bono del adulto mayor”, además de 20 mil lempiras, algo así como mil 100 dólares, que les permitieran sepultar dignamente a sus familiares.

Nada llegó. EL UNIVERSAL visitó a familiares de 10 migrantes hondureños asesinados en Tamaulipas, y ellos mismos confirmaron que en ningún caso el gobierno de Tegucigalpa entregó recursos específicos tras de la tragedia. México mucho menos, por supuesto.

En aquella ceremonia en que se entregó el cuerpo de Misael, la esposa del presidente Lobo, Rosa Elena Bonilla, ofreció que el gobierno buscaría mecanismos de asistencia, pero quizá hasta hoy no los ha encontrado.

Honduras es un país siempre en problemas. Después de la turbulencia política que derivó en el cambio de gobierno (el golpe de Estado contra el ex presidente Manuel Zelaya y las subsecuentes crisis políticas e institucionales) el país, dicen los analistas, económicamente está en un bache: desempleo superior a 40%, marginación o pobreza de más de 48% de su población, evasión fiscal, corrupción, una casta gobernante distante en condiciones de los gobernados.

Cuando le pregunto a Luisa Barahona, hija de Cantalicio Barahona y prima de Manuel Escobar Pineda, dos de los migrantes asesinados, por qué los mismos deudos de esa masacre no se han reunido con otras organizaciones para impulsar un cambio que les beneficie, que ayude a paliar su situación precaria, ella dice con claridad: “Así somos los hondureños”.

De los migrantes desaparecidos que son buscados por sus familiares, más de 40% son hondureños. En ningún caso hay indagatorias específicas para esclarecer homicidios, secuestros o cualquiera otro crimen contra migrantes en la región.

Además de Misael, otros por lo menos 2 mil hondureños que han sido dados por muertos, no cuentan con un acta de defunción que les permita a sus deudos tramitar una pensión, algún seguro. Nada.

Entonces las imágenes de Honduras se acomodan tal como deben: un conductor de automóvil entrega sigilosamente un billete al oficial de aduanas. Una mujer, con dos bolsas en los brazos, toma sin pagar una penca de plátanos del tianguis de San Pedro Sula. Hombres y niños se avientan al paso de los automóviles para vender bananas fritas, cocos, pan, galletas. Nadie cede el paso a un anciano que casi cae del esfuerzo por alcanzar la otra orilla. En la estación de autobuses, un par de muchachos roba una maleta olvidada a su lado. Hay crímenes y abusos cantados en la radio. En todas las carreteras de Honduras, nadie halla un solo poblado donde algún niño no esté trabajando, cargando leña, arando, vendiendo, llorando, pidiendo para comer.

La última salida

Luisa, la hija de Cantalicio Barahona y prima de Víctor Manuel Escobar Pineda, mira detenidamente la colina que se divisa perfecta desde la terraza de su casa y dice con enojo, que su Choloma, un suburbio de San Pedro Sula, es un hervidero de drogas, prostitución, asesinatos, violencia desmedida, muerte. Y su colonia, la López Arellano, una de las más violentas.

–Seguido hay balaceras. Todos sabemos quiénes son los que venden la droga. Todos sabemos quiénes son los que se dedican al asesinato. Es un lugar peligroso para el que no vive aquí. Para nosotros no. A mi papá todos lo respetaban –dice.

Recuerda que fueron muchos años los que su papá trabajó en Estados Unidos, hasta heredarles una vida mejor en Choloma. Trabajando construyó su casa, le dio recursos a su madre octogenaria, les dio futuro a todos sus hijos y regresó a vivir tranquilo su segunda parte de los 50.

Ahí seguiría, dice Luisa, una mujer robusta, morena, con un rostro que la gente considera lindo. Pero Víctor Manuel, su primo, fue deportado. Su familia en Estados Unidos, él en Honduras; Cantalicio se ofreció a acompañarlo de regreso. Como ilegal. “Era más para ayudarlo. Él conocía bien la ruta. Nunca le había pasado nada”, dice Luisa.

Muestra las fotos de su padre, cómo la acompañó el día de su boda, ahí mismo en “la Lopez”; cómo bailó con su muñeca morena de vestido vaporoso; cómo erguía el torso igual que esas aves que se cruzan por la carretera cuando uno va a San Pedro Sula.

Apenas termina de mirar las fotos, le vuelve el gesto duro, agrio. Relata los días subsecuentes, el reconocimiento del cuerpo y la rabia contenida. Le estalla en los ojos una bomba de rojos encendidos: “A veces es difícil aceptar que ya no está”. Aprieta los dientes. “Ver que todo se acabó de repente es difícil. Pero es así”.

Le pregunto por sus problemas, pero son muy distintos: una buena parte de su familia sigue en Estados Unidos, naturalizados o ya ciudadanos con derechos, y eso les permite a todos una vida más tranquila, en cuanto a ingresos, de la que se consigue el promedio hondureño.

"Si acaso, algún día saber por qué así”, dice, “por qué murió así. Pero a lo mejor no hay respuesta. Mi abuela es la que más extraña a mi papá. Yo a veces le hablo. Está aquí todavía. Creer eso es mejor”, dice.

Nos conduce a la salida. Desde ahí se aprecia una gran parte de los cerros de Choloma que desprenden un humor como a ciudad en llamas: de los laberintos de casas saltan mariguanos que exigen “un lempira”. De las calles salen niños y animales vestidos de mugre. La calle principal es un bullicio interminable. “Aquí, si no te metes a la brava, no pasas”, dice Luisa.

Con poco más de 300 mil habitantes, 85 barrios y colonias, sólo dispone de cuatro patrullas.

La Tribuna del domingo 7 de agosto es contundente: uno de siete hombres ensangrentados, ejecutados en Choloma mientras Luisa miraba hacia la loma; llevaba consigo una playera que decía: “Yo vivo en Estados Unidos”. Seguro se metieron “a la brava”. Pero no pasaron.

Recuerdos bordados

“Mi primer recuerdo

parte de un farol a oscuras y se detiene

frente a un grifo público goteando hacia el interior

de una calleja muerta.

Mi segundo recuerdo

lo desborda un muerto

una procesión de muertos violentamente muertos.

Cuando Ángela termina su historia, cuando abraza al retrato como si fuera su hijo Misael, es inevitable pensar en ese poema de Roberto Sosa, un poeta hondureño, de Yoro, recientemente fallecido. Son palabras que se pueden pensar, cuando a Honduras le llega la noche.

Son las imágenes de María Basilio, de María Mejía Espinoza, Luisa Barahona, Miriam Castro o Belkis Zelaya. Son las 72 familias de Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Ecuador.

¿Cómo han sobrevivido a su pesadilla? Ángela, en medio de la mentira que se ha inventado, parece esbozar una respuesta: “Yo vivo con mi esperanza: voy a ver a mi hijo aquí o allá, donde el Señor me lo permita”. Cierra los ojos. Se despide.♠

Publicado en EL UNIVERSAL


La vida después de San Fernando *

* MENCIÓN HONORÍFICA DEL PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO CULTURAL "FERNANDO BENÍTEZ" 2011

SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- Los sueños que murieron en San Fernando, asesinados por Los Zetas una tarde de agosto, tienen la forma de una deuda económica sin saldar, un retrato que va borrándose, la mentira que ayuda a sobrevivir o una lágrima, una gruesa y salada lágrima como aquella que Belkis, a un año de distancia del peor momento de su vida, habrá de derramar por fin cuando acabe de contarnos su historia.

Intentará detenerla Belkis Zelaya. Se negará mucho tiempo a dejar salir ese chorro de jugo de limón que le baña los ojos. Alcanzará a pescar unas gotas antes de que caigan al suelo y las noten Diego o Estiven, su par de diminutas copias fieles del rostro de su esposo, Carlos Alberto Valle Lazo, que corren por la casa de piedras y madera, por la humedad calurosa de Honduras, por el sofá sumido, por la cocina sin abundancia.

Son herederos de San Fernando. Como lo son María Basilio, María Mejía Espinoza, Luisa Barahona y otras 70 familias de Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Ecuador.

Han debido sobrevivir sin apoyo su pesadilla de sangre, porque así es la muerte entre los pobres, y la mayoría se encuentra sin trabajo estable, sin opción inmediata de subsistencia y con la cancelación definitiva de la única apuesta segura en estas tierras de monedas devaluadas y vueltas a devaluar: la ruta a Estados Unidos es sinónimo de la muerte. Sádica. Cruel. La permanencia es sinónimo de la miseria. Sádica. Cruel.

“Así son las cosas”, dice Belkis. Sin mover un músculo del rostro. No ha terminado de pagar la deuda del viaje de Carlos. Le faltan como 800 de los poco más de dos mil dólares que le cobró el coyote sólo por la primera etapa de una partida que no acabó en final feliz.

La deuda, que comparte con su suegra, ha debido ser saldada a pagos, en números que acumulan intereses de casi 200 dólares por mes si no se abona a tiempo, y hacen más grande, más interminable, el peso de su tragedia.

Igual han hecho otras tantas familias afectadas. Para pagar a los coyotes el “adelanto”, de entre dos mil y tres mil dólares para la salida de Honduras, piden prestado en casas de empeño, en bancos, pero sobre todo con prestamistas privados conectados con los mismos traficantes de indocumentados, quienes tasan intereses de hasta 40 por ciento sobre el préstamo, con cobro inmediato a la entrega del dinero.

A otros les fue aún peor. Mala suerte que, además del duelo, hayan debido seguir pagando por la mentira de un viaje que ya no existía.

A la familia de Saúl Hernández Lemus, un joven moreno nacido en la aldea San Cruz de Yojoa, en la costa caribeña de Cortés, le siguieron cobrando después de la masacre. Pagó 5 mil dólares por llegar a El Naranjo, en Guatemala, pero cuando su hermana Yasmín se dio cuenta de las noticias y habló con el coyote, éste le dijo que el muchacho todavía estaba vivo, que necesitaba otros mil 500 dólares para llevarlo hasta Bronwsville sano y salvo. Su cuerpo yacía en la yerba ensangrentada de San Fernando.

Según relató ella misma al diario La Tribuna, pagaron, en Western Union, el dinero, pero nadie jamás hizo indagatoria alguna.

Como no la hizo nadie, tampoco, con la familia de José Geovanny Hernández, un muchacho que vivió en San José, municipio de Comayagua, en la reseca serranía hondureña, a quien el coyote, de nombre Joel Muñoz, supuestamente había llevado hasta Texas, antes de ser “secuestrado”.

Su padre, Luis Alfonso Hernández, recibió una llamada anónima, diciendo que su muchacho estaba vivo, en manos de unos secuestradores, y que debía entregar dos mil dólares para dejarlo en libertad. Con sus amigos y familiares en Estados Unidos, Luis Alfonso juntó el dinero, lo envió a través de la misma empresa de paquetería, pero jamás volvió a ver a su hijo. No con vida.

Las costas de Triunfo de la Cruz

María Basilio ha dejado por un momento el montón de plátanos verdes y negros que apila en las cubetas de plástico.

-“Ella es la que peor lo ha pasado. Está muy cambiada. Muy triste. ¿Cómo si no, si Carlos era su único varón. Qué consuelo hay para esa mujer?”

Está en el terregal que es su patio casero. Se sienta en un tronco que descansa al pie de un flamboyán, quizás algún otro árbol que se le parece mucho. Desde esa sombra resalta el tono brillante de la piel y el pelo ensortijado de María, azabaches si los describiera Federico García Lorca. De formas rotundas, cuando menos los 1.75 metros de altura que yo mido, una voz sonora, potente. Negra.

-“Es una tristeza de siempre”, dice, “ella no quería que Carlos se fuera. Cuando Junior lo convenció, ella estaba muy triste. A la semana que se fueron, murió mi mamá. A las semanas supimos que los habían matado a ellos. ¿Lo que es, no? Mi mamá nunca supo que Junior murió y a Junior nunca le dijimos que ella se había muerto”.

Relata los problemas económicos que han padecido desde aquel agosto: otra vez la falta de recursos. Otra vez la deuda con los polleros. Los 500 dólares por persona para los coyotes que los sacaron de Tela, un municipio del Atlántico hondureño con 76 aldeas y 264 caseríos con más de 80 mil habitantes que se disputan reñidamente la categoría del más pobre, cuya principal causa de muerte es el SIDA, en los adultos, o las pulmonías y la desnutrición, en los niños. Cuya vida es más precaria cuando se la huele abiertamente, porque está ahumada por un paraíso que no da para comer.

María era hermana de Junior Basilio Espinoza y tía de Carlos Alejandro Mejía Espinoza, dos morenos alegres, vivaces, jóvenes de raza garífuna como ella, que habitaron las arenas de la costa de Triunfo de la Cruz, una aldea de pescadores y cocoteros que desde hace más de 300 años ocupa su gente como descendiente legítima de los negros africanos que llegaron nadando hasta ahí para dejar de ser esclavos.

¿Quiere ir a ver su casa? – me pregunta María y de inmediato un trío de garífunas de menos de 6 años, sus hijos, se aprestan a servir de guías: se suben al coche tan divertidos, tan descalzos y risueños, que uno echa de menos los tiempos en que se podía llamarlos “negritos” sin desatar tormentas.

El camino, de terracería, es la confirmación de por qué Junior y Carlos se fueron, por qué eligieron el camino que les deparaba la muerte: salvo un trío de hombres evidentemente orientales y sin problemas económicos, que encabezan una comitiva internacional de apoyo alimentario y humano contra el hambre en la región, en la aldea sólo hay arena, yerbajos, salitre y necesidad.

No se ven moscas en las casuchas alineadas como dientes enquistados, apenas vaga un par de perros flacos y sarnosos, no se ven aves, no gallinas, gatos y ni siquiera ratas: el tal Triunfo de la Cruz es un paraje que no concede a sus hijos mieles dulces que libar. Por eso ahí la muerte es otra.

Otra María, ésta hermana de Carlos, muestra la foto del muchacho de 19 años y habla de su pasado como si fuera presente. Su madre lo llora, dice, todas las noches, pero la pobreza la obliga a salir a buscar comida para el resto de su prole: vende cocos, baratijas, comida en la playa cercana, hace trabajo en el campo, cuida ganado, corta plátano, vende lo que puede, como puede, cuando puede.

“Se fue con las ganas de ayudar a mi mamá. De darle una vida mejor. Por eso le duele tanto cada noche. Despierta gritando. Ella lo sueña. Ahorita se fue a hacer un mandado, para seguir con el pago de la deuda, pero luego se va, tarda en regresar. Llora. Así es su vida ahora de mi mamá. Lo extraña demasiado”, dice la otra María.

En la televisión, único objeto de valor en esa casa garífuna, una rubia coqueta, traviesa, giña un ojo a quien la mira, para explicar que el Caribe hondureño, su sol de esplendor, su talco de arena, las turquesas de su mar, esperan con las olas abiertas a la vastedad de su belleza.

Una cipota muy dura

¿Cómo se sobrevive después de los sueños rotos? ¿Qué pasa en la vida de toda esa gente tocada, cercenada por la tragedia? Belkis, sus 23 azarosos años, un rostro redondo, de niña, el pelo negro y largo sujetado por una cinta amarilla, brillante en medio del calor de la tarde, acepta que el presente es como tiene que ser. Sin dramatismo, sin lamento.

“¿De qué me sirve ahora ponerme a llorar, con eso no voy a pagar por darle de comer a mis hijos?”, dice. Los mira.

Trepan al columpio montado en el corredor, elevan el volumen de la tele o se vuelven veinte niños incansables, cipotes les dicen como nosotros chamacos, completamente ajenos a la masacre de Tamaulipas, México, donde su papá entregó la vida, todavía no se sabe con certeza si por negarse a ser un miserable chacal o por no tener dinero inmediato para pagar su rescate.

“Ella es una cipota muy dura”, dice su madre. “No llora nunca. No demuestra cómo de verdad se siente. Me preocupa a veces, porque yo creo que no ha sacado todo eso que ella trae adentro. A veces sale con su hermano a un baile, pero casi siempre la veo triste”.

La mujer es una sampedrana cordial, trigueña, de ojos luminosos. Es la abuela que cuida de los gemelos mientras Belkis sale a trabajar en la droguería, en la venta de artículos farmacéuticos donde no alcanza a ganar ni 500 dólares mensuales. Es quien los alimenta, los viste, los abraza.

Ella es quien llora todo el dolor que su hija no puede y protege a los gemelos de la vida dura en la colonia Planeta, comunidad de La Lima, un barrio de calles sin pavimentar, balaceras, desempleados, azotado por pandillas de La Mara e inundaciones constantes de los ríos Chamalecón y Ulúa. Un distrito tropical que lo mismo huele a plátano cuando le llega el viento de las plantaciones cercanas, que a combustible quemado de los aviones que aterrizan tan cerca.

Amigos

El mismo barrio donde salieron, la noche del 8 de agosto de 2010, Carlos, Joan Chirinos Padilla, Brayan García. Esos tres muchachos mestizos, desempleados desde finales de julio como los más de 150 mil obreros de las maquiladoras textiles del Valle de Sula que fueron cesados en todo 2010. Llevaban 500 lempiras en la bolsa, Carlos unas fotografías de sus gemelos y de Belkis, Joan un teléfono celular con el número del coyote guardado como tesoro y Brayan los oídos prestos a escuchar a Wilmer, su guía experto, cuyo paradero hasta hoy es desconocido.

Amigos de una vida breve y una muerte inentendible, se decidieron los cuatro a darle un vuelco a sus destinos, atravesar Guatemala, llegar a México por el Golfo y colarse hasta el Río Bravo, en algún punto entre Brownsville y El Paso, hasta que los agarró la carcajada de los Zetas: 72 migrantes masacrados, 58 hombres y 14 mujeres. Ese 22 de agosto de 2010. Apenas 160 kilómetros antes de rasguñar sus sueños.

Cuando trajeron de México el cuerpo de Carlos, recuerda, su hija Belkis exigió verlo personalmente. Reconocerlo, a pesar de la descomposición y la forma brutal en que fue masacrado, con un tiro que le fragmentó una parte del cráneo, que le imprimió la expresión de absoluto terror que ella nunca va a olvidar.

Las cancillerías hondureña y mexicana eran (son) un caos. Los retrasos en la entrega de los cuerpos fueron sucesivos. La burocracia, demencial. Nadie tenía claro qué hacer. Se sabía de familias a quienes pretendieron entregar cuerpos desconocidos, amparados en una negativa oficial a que se abrieran los féretros, lacrados con la leyenda “Dios es más fuerte que mis problemas”, para evitar epidemias. “Que entierren muertos, aunque no sean suyos”, dicen haber escuchado.

Cuando empezó la rebatiña, entre exigir abrir los ataúdes o impedirlo, muchas no tuvieron valor de reconocer los cuerpos. Ni Channel Chávez, esposa de Joan, ni Ana Bertha Ferrera, madre de Brayan, se decidieron a reconocerlos. Belkis sí lo hizo.

Quería estar cierta de que se trataba de su pareja, del padre de sus hijos, el aficionado al futbol y a las motos que un día, asustado porque el médico les confirmó que tendría gemelos y vuelto loco de alegría porque serían varones, le juró, emocionado, un futuro sólido. Y algún día la boda que jamás tuvieron.

“No sé yo de dónde sacó ese valor, tal vez por sus hijos, pero ella no descansó hasta comprobar que fuera Carlos. Y era”, dice su madre. “Yo desde entonces la veo que ha cambiado mucho. Trabaja mucho, todo el día. Todo para sus hijos”.

-¿Cómo puedes no odiar, Belkis?

-Con eso no gano nada, dice.

Muestra el rostro más sereno que uno haya visto en mucho tiempo.

-A veces Diego dice que sueña a su papá. Que sueña que regresa y juega con él. Entonces sí siento algo aquí adentro. Siento que todo es una pesadilla, que no pasó. Me acuerdo de cómo lo dejaron, cómo lo mataron, y me pregunto ¿por qué así? Eso. ¿Por qué así?

-¿Te crees capaz de cumplir ese sueño que Carlos tenía cuando se fue de aquí?

Se queda en silencio un momento. Abraza el retrato que tiene entre las manos, mira a Diego y a Estiven que corren por la sala, me ve a los ojos como un cachorro pidiendo ayuda y, serenamente, como si no fueran líquidas, dos lágrimas le ruedan sigilosas por entre las mejillas.

-No. Así como él quería, no.

No voy a preguntarle nada más. Su rostro de niña me grita que una tarde, en mi país, le mataron los sueños.♠

Publicado en EL UNIVERSAL


México, una ciudad de cosas inadvertidas

1176170613982México es una ciudad de cosas inadvertidas. Una ciudad de palacios y parques por donde pasea el olvido, que es la forma más concreta con que los mexicanos demostramos nuestra indiferencia. Una ciudad de perros vagabundos, hormigas, estatuas carcomidas y teporochos solitarios, como el que se encarga de limpiar el jardín de Loreto, donde otros, supuestamente en su juicio, llegan día tras día para tirar su mierda.

A veces, ese hombre está rodeado por una decena de los casi un millón 200 mil perros callejeros que deambulan libremente por las calles. A veces está solo, ahogado por alcohol, solvente o lo que haya habido a mano. Nadie sabe cómo llegó hasta ahí, pero es común verlo: si no está de cruda, camina el jardín de Loreto, se sienta en la fuente diseñada por Manuel Tolsá y recoge latas de refresco, colillas, envoltorios de Gansito, plástico, clavos retorcidos, restos de torta, todo aquello que arrojan cuantos pasan por ahí.

Llena un costalito con sus hallazgos, se queda esperando mucho rato a que todos se hayan ido y se echa de panza al cielo frente al templo de Loreto, una joya inclinada de 200 años que medio se yergue, a punto de venirse abajo sin que alguien lo lamente, en la esquina de San Ildefonso y Rodríguez Puebla, tapizada de huecos de humedad, millares de hormigas negras, la polilla de los portones, publicidad furtiva, basura acumulada y las yerbas que le crecen a la piedra.

Es el símbolo de una historia cotidiana en los sitios públicos de la ciudad. Plazas, parques, jardines, andadores, alamedas, rotondas, monumentos, explanadas, estatuas, que parecen ser de nadie. Jamás de todos: de nadie.

Es la historia de una ciudad de datos curiosos: un 48.55 por ciento de sus habitantes la considera mucho muy atractiva para mostrarla a los visitantes. Pero no la cuida.

Dice la Encuesta Nacional de Hábitos y Consumos Culturales 2010: en el último año ¿Cuántas veces asistió a un monumento histórico, como catedrales, ex conventos, estatuas? El 66.14 por ciento, seis de cada 10 capitalinos, respondió: ninguna.

Sólo un conductor de automóvil, de diez que lleguen a la esquina de Paseo de la Reforma y Bucareli, utilizará su luz direccional para anunciar la vuelta a la derecha y sólo dos dejarán pasar primero a un ciclista o a un peatón. Nadie, en 25 minutos, llevará hasta un bote de basura la envoltura de una cajita feliz abandonada frente al McDonalds de Génova. Veintitrés personas leerán, a lo largo de media hora, el cartel que prohíbe tirar basura frente al Vivero en Coyoacán, pero ninguna hará caso.

Porque México es una ciudad de gente contradictoria: 69.02 por ciento de los capitalinos dicen nunca o casi nunca tener tiempo libre. Y si lo tienen, la mayoría decide ocuparlo principalmente viendo televisión o escuchando música. Sólo 0.14 por ciento va a una biblioteca.

Dice la Encuesta de Conaculta: los capitalinos confiesan, en un 43 por ciento, pasar más de dos horas diarias frente al televisor y desean, si es que tuvieran más tiempo libre, mayoritariamente hacer nada.

Amar a una ciudad

-¿Una ciudad se ama? -le pregunto por teléfono a Guillermo Tovar y de Teresa, responsable de la Crónica de la Ciudad de México.

-Hay mucha gente que ama a su ciudad, claro que sí, y está involucrada. Pero también hay mucha gente que la odia, mucha gente que detesta a su ciudad igual que odiaría a su madrastra o al mundo entero.

Woody Allen, el genio cineasta, ha creado verdaderas joyas cinematográficas sólo para adorar a la ciudad de Nueva York. Jorge Luis Borges se ha fundido para siempre con Buenos Aires y ha escrito textos eternos alabándola. En París, organizaciones de ciudadanos de todas las clases sociales han adoptado estatuas, puentes, calles, monumentos, para vigilar y exigir que las autoridades cumplan su cometido de restauración, conservación y salvaguarda de aquello que es de todos.

Durham, una pequeña ciudad en Carolina del Norte, Estados Unidos, vio nacer un movimiento social que ya se ha extendido a muchos otros condados de la costa atlántica: “Cásate con Durham” (Marry Durham). Con ese compromiso, los ciudadanos asumen públicamente su amor por la ciudad donde viven, con certificado nupcial y todo, y con ello afianzan su compromiso de mantener calles limpias, monumentos en buen estado, preservación de zonas comunes, rehabilitación de espacios deteriorados, elegir autoridades responsables, impedir el saqueo y la devastación.

En 2007, un grupo de empresarios propuso un programa para “adoptar” parques, jardines y áreas verdes de la ciudad, que nunca se concretó. El deterioro sí.

-También hay muchos grupos que están trabajando por la ciudad de México, gente positiva. El problema es que hay mucha más gente peligrosa, que pinta con spray indeleble los monumentos, que daña sitios públicos. Y también están las autoridades arbitrarias, que no hacen nada por apoyar a quienes quieren mantener la belleza de la ciudad – dice Tovar y de Teresa.

Porque el amor por una ciudad se demuestra con actos, dice, “pero la autoridad capitalina no incentiva a quienes pretenden conservar la belleza de sus inmuebles artísticos o históricos: uno arregla su casa, que tiene valor histórico, y de inmediato te aumentan el predial 30 veces, eso es un atraco, eso favorece a los propietarios que abandonan sus inmuebles y los dejan destruirse, eso penaliza a quienes restauran, es un absurdo”.

Si bien la ley local favorece la conservación de monumentos declarados por el INAH o el INBA como patrimonio artístico o histórico de la ciudad, esos beneficios no alcanzan a los miles de propietarios de inmuebles catalogados con valor arquitectónico, a quienes les significan muchos más problemas las remodelaciones o conservaciones que el abandono de los inmuebles.

Con los sitios públicos de la ciudad, en su mayoría, sucede algo parecido. Pero peor. Es cosa de andar la ciudad y comprobarlo.

“¿Y a mi qué?”

De lunes a viernes está llena de estudiantes. En sus bancas, maltrechas, deterioradas en serio, los más de 7 mil jóvenes de las vocacionales, preparatorias y secundarias cercanas se reúnen en parejas o en grupos durante horas. Eso la mantiene viva.

La Plaza de la Ciudadela. Está dividida en dos grandes bloques por la calle Enrico Martínez, uno poco arbolado donde se reúnen ardillas y parvadas de pájaros silvestres junto con decenas de ancianos que bailan danzón. El otro, más arbolado, preside la entrada principal de la Biblioteca México “José Vasconcelos”, la más concurrida de la ciudad, con casi 2 millones y medio de visitantes al año y más de 250 mil volúmenes en su acervo.

Lugar de reunión de jugadores de ajedrez, de vendedores de droga y comerciantes de cuanta cosa, la plaza guarda dos impresionantes esculturas de bronce que están por cumplir los 100 años de vida. Nadie sabe cómo llegaron hasta ahí, aunque la versión más arraigada es que fueron colocadas por órdenes de Victoriano Huerta, tras los sucesos de la Decena Trágica protagonizados por el usurpador.

Maltrechas, rotas, ambas estatuas presidieron alguna vez sendas fuentes que hoy están sin agua. Una de estas, representando a una mujer alada con el torso desnudo, sostiene en el brazo una hélice de Anáhuac. La otra sostenía en su brazo algo como una antorcha que ya desapareció. El conjunto, huelga anotar, está casi destruido, plagado de ratas, de cucarachas que hacen un camino directo, rectilíneo, hacia la zona de vendimia de papas fritas, refrescos y tortas de la avenida Balderas.

Cuando no hay patrullas, que suele ocurrir a menudo, los chavos organizan cáscaras que tienen el monumento a Morelos como centro de cancha. Los balones rebotan, reiteradamente, en la cerca del monumento, en los adoquines rotos, incluso en los charcos que son casi lagunas cuando llueve. El parque es suyo para usarlo, para dejar mochilas, refrescos, revistas, periódicos viejos. Terminado el encuentro los chavos se dispersan, la basura que dejan no. El parque es suyo sólo para usarlo: los 5 chavos y chavas que abordé dijeron pasar por ahí a diario pero no saber qué personaje estaba representado en el deteriorado monumento.

-¿Si ustedes ocupan la calle todos los días, por qué no le dan una barrida a todo el jardín? –le pregunto a uno de los vendedores de Balderas, un hombre de acaso 50 años, canoso, sin dientes en la mandíbula superior, que oferta películas originales baratas, “de a 50 varos” por artículo.

“Es que no da tiempo”, dice, “nosotros sí dejamos limpio nuestro lugar, pero no da tiempo de barrer todo. Para eso está el Departamento de Limpia ¿no?”.

-¿Y el cucaracherío? – le insisto. A sus pies anda un animalejo, café, gordo, bien brilloso como si acabara de escapar de la olla de aceite. Ambos lo vemos, porque el comerciante la pisa antes de que yo termine la pregunta.

“¿A mí qué?”, me dice, “yo no vendo comida”. Otro de los comerciantes se acerca. Me dejan hablando solo.

“¿Y tú, amas a tu ciudad?”

La chica pasea a su perro, un enorme animal de pelo color miel, por las jardineras que circundan el Kiosco Morisco, en Santa María La Ribera. Lento, el paseo es más un divertimento para el perro que para ella. Encadenado al cuello, el perro olisquea el pasto humedecido de tanta lluvia, hasta que encuentra el lugar exacto para defecar.

Por un minuto observo a la chica, pantalón deportivo, una gran marca en la sudadera, cabello recogido, no más de 23 años. Un hombre, sentado en una banca cercana, tras la cual hay montones de basura, yerba, hojas y desperdicios botados, también la mira. Apenas termina, el perro emprende el andar sin que la chica se preocupe por recoger las heces. Me le acerco de inmediato.

-¿Tú amas a tu ciudad? Le pregunto a bocajarro.

-Sí, sí la amo.

-¿Y cómo lo demuestras?

-Pues, no tirando basura, limpiando el frente de mi casa. No sé, siendo buena ciudadana – dice. Su voz tiene ese tono de inocencia, acaso infantilización, de moda en ciertos grupos sociales.

-¿Y por qué no recoges la caca de tu perro? Le insisto. Deja pasar unos segundos. Eleva los ojos momentáneamente. El micrófono y la cámara de EL UNIVERSAL la destantean.

-Porque sirve como abono para las plantas ¿no? Yo sabía que sirve de abono.

Cuando le digo que no, que esa materia fecal contamina, asegura que no lo sabía. Luego se va. En ese parque, esa mañana, hay en total 23 montones distintos de caca de perro.

El hombre sentado en la banca, molesto por las preguntas, defiende “el gran trabajo” de la delegación Cuauhtémoc para conservar el parque. Otra vecina lo increpa: el hombre miente, según se ve. Cuanto le pregunto por los montones de basura que se acumulan incluso al pie del kiosco, atina a decir: “ya luego viene el camión”.

En el número más reciente de la revista de la Universidad Iberoamericana, sociólogos y urbanistas plantearon la urgencia de recuperar los espacios públicos para la convivencia social y las relaciones humanas armónicas. Como un imperativo ante la fragmentación y la polarización social.

“Hay que recuperar la ciudad, y los derechos de ciudadanía. Hay que recuperar la convivencia y las experiencias del compartir. Hay que evitar que las identidades se separen, ya que al separarse se rearman unas en contra de las otras”, escribió el investigador Julio Mercader.

La coordinadora de la Maestría en Desarrollo Urbano, Gabriela Lee, anotó que los elementos del espacio público, los monumentos, los sitios públicos, los parques, son referencias importantes para la vida en comunidad, porque permiten a la gente reforzar los vínculos comunitarios, el arraigo y la identidad local.

Falta para eso. El Conaculta, que anunció recientemente un ambicioso proyecto de remodelación de la Biblioteca México “José Vasconcelos”, no contempla en éste meter mano alguna en el jardín de la Ciudadela, en las fuentes secas, en los monumentos desvencijados.

La autoridad capitalina, en los distintos procesos de remodelación de la Alameda Central y su periferia, no pasó, ni por asomo, por las fuentes interiores, todas rotas, quebradas, secas.

La delegación Azcapotzalco construyó fuentes en camellones y plazas que hoy son monumento a la destrucción.

El Monumento a Obregón, en lo que fue el majestuoso parque La Bombilla, es un muestrario de grafitis, mugre, devastación.

La delegación Miguel Hidalgo deja morir irremediablemente a la antiquísima Tacuba, a merced de ambulantes y rateros.

Las estatuas del Paseo de la Reforma no conocieron limpieza o cuidado alguno en las distintas remodelaciones.

El jardín que ocupa el costado del Museo de las Intervenciones, es un tiradero de basura.

Es la historia común de los sitios públicos de la ciudad de México: una ciudad de cosas inadvertidas.♠


La marcha de los putos

Son miles de miedos juntos que se reúnen en un Paseo de la Reforma convertido, por una tarde, en la pista de baile más grande del país, en la explanada de la libertad donde ellos, los “raritos”, los “degenerados”, las “tortis”, se agrupan para conjurar el odio que todavía les tienen, el asco, la intolerancia, con una canción: “de noche y de día… ¡Que viva la jotería!”

Cuando pasa brincoteando al ritmo de la música de Gloria Trevi, confundido entre más de 60 mil que, según el gobierno capitalino, convergen en la 33 Marcha del Orgullo Gay, la más concurrida en la historia del país, David se detiene para responder: “Sí te da miedo. Yo no quería decírselo a mi papá. Pensaba que me iba a correr de la casa, que me iba a golpear, te sientes el único en el mundo, y hasta crees eso de que te vas a ir al infierno, y yo no quería eso”, dice.

Lleva un arcoíris dibujado en el pecho, un tocado de princesa cubriéndole la cabeza, una capa azul con chaquira y lentejuelas, los ojos verdes, artificiales por supuesto, que le resaltan en el rostro moreno de no más de 25 años. “Yo creo que a todas nos da mucho miedo, a todos ¿no? Por eso hay tanta closetera”. Y ríe. Cualquiera lo hace si supera el temor de vivir su única vida como le venga en gana.

Y como él hay muchos. Miles. Quien aguantó la burla de sus amigos, quien fue despedido del trabajo, el amenazado, el golpeado, quien se casó para aparentar, el “jotito de la colonia”, que un día tuvieron temor pero hoy salen a la calle con sus disfraces de carnaval, sus banderitas, listones, pancartas, antifaces, para regodearse con su determinación. Para besarse, bigote con bigote. Para tocarse, en conjunción de senos. A ligar, enamorarse, divertirse.

Ya son orgullosos gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, transgénero, que por miles exigen derechos civiles, económicos, políticos y también reclaman, fuertes todos juntos, que a la sociedad le quede claro: “detrás del silicón, está mi corazón”.

Por ello, cuando no aparece el jefe de gobierno, Marcelo Ebrard, para dar el banderazo de salida, a silbidos y mentadas le recuerdan que el “gay power” representa 10% del electorado, si no es que más, y su músculo social cuenta, decide, compra, y, vota. Lo sabe el secretario de Turismo, Alejandro Rojas, cuando se compromete a apoyar la consolidación del primer Centro de Apoyo para la comunidad gay, y asegura que el GDF estará siempre atento a sus demandas.

Lo saben refresqueras, cerveceras, editoriales, empresas de espectáculos, de ropa, de perfumes, de automóviles, de servicios bancarios, de viajes, de zapatos, de equipos electrónicos, que financian su fiesta.

 Lo saben los partidos que coquetean con ellos, lo saben los gobernantes, incluso aquellos que se asquean en público de aquello que disfrutan en privado: miles de temores juntos construyen un inmenso valor.

 Le pregunto a David, en medio del jolgorio, cuándo fue que perdió el miedo. La respuesta que suelta, antes de perderse en la multitud, es suficiente para entender esta realidad social: “cuando mi papá me abrazó y me dijo que me iba a querer siempre”, dice, “y cuando empecé a encontrar muchos amigos como yo”.♠

Publicado en EL UNIVERSAL


Un Suburbano llamado "Fracaso"

Media tarde en la estación Tultitlán. Sobre la avenida Independencia hay un perro en los huesos, un calor que alborota hedores de un arroyo repleto de basura, seis bicicletas encadenadas a una reja, una docena de automóviles dentro de un estacionamiento improvisado y bajo la estación del tren, en lo que debería ser un muy transitado paradero de colectivos, dos choferes que se aburren. Así han de esperar, amodorrados por casi dos horas, hasta que llega el primer pasajero: es el Suburbano, llamado Fracaso.

Elvia González, la mujer que desciende de la estación, espera casi 20 minutos para que el colectivo la saque del lugar, porque el chofer no quiere irse con la combi vacía. “De menos con unos cuatro, ¿no?”. A caminar, la vendedora de cosméticos por catálogo, quizá de 35 años, morena, regordeta, no se atreve. “Es una zona de mucho asalto, mucho asalto…”, dice. “Seguido le quitan a una la bolsa. Se ha sabido que hasta las golpean. Me contaron de una señora que le quitaron sus aretes de un jalón”.

—¿Y los guardias del Suburbano?

—Ni siquiera vieron. Eso le pasa por arriesgarse a caminar hasta el centro, porque de aquí sí queda lejos. Yo voy adelante de Jaltenco. Me tengo que esperar lo que ellos quieran—, por eso casi nunca utiliza el tren.

“Está lejos del centro”, “no hay cómo llegar”, “para una que viene sola, la zona está muy fea”, “asaltan”. Y ese día le ha salido caro. Elvia, quien ya ha pagado 28 pesos de Suburbano desde que esa mañana fue al centro de la ciudad de México a “recoger producto”, ha debido gastar también 6 pesos de Metro, 20 pesos por la combi que la acerca al centro de Tultitlán y otros 20 por llegar a San Felipe, y si no quisiera perder casi otra hora de espera en el paradero, pagaría 50 pesos por un taxi. Sin contar el costo de su almuerzo.

Cuando le pregunto por sus ingresos mensuales, dice que están alrededor de los 4 mil pesos. Hacer ese viaje cinco días a la semana, en un mes le representaría mil 480 pesos. La tercera parte de sus ingresos. Si esa mañana se ha decidido a pagar más, es por las bolsas “de producto” que lleva consigo.

Y el panorama de pérdida es peor si se habla con los encargados de los pocos, escasos locales instalados en las plazas comerciales construidas en los accesos, las que aprovecharían el paso de miles de usuarios del Suburbano.

No más de 10 en la estación Tultitlán, solitarios en medio de la obra negra de una plaza siempre inconclusa, su facturación no supera los cinco mil pesos a la semana, cuando llegan a vender. Lo mismo si se trata de comercios de uñas, renta de computadoras, ropa, alimentos, víveres, préstamos o las Bodegas Aurrerá, todo instalado en las estaciones y con rentas de entre 8 mil y 15 mil pesos mensuales, según el tamaño. La que yo compro, es la primera dona que venden ahí en dos días. No parece ser negocio.

Regresan a la memoria las palabras del presidente Felipe Calderón, aquella mañana del 7 de mayo de 2008, cuando encabezó el arranque de la Operación Demostrativa del Sistema 1 del Tren Suburbano. “Sin duda alguna una de las mayores obras de infraestructura y con mayor impacto en cuanto a su número de beneficiarios en muchísimo tiempo”. En el primer año de operación, dice el mandatario, “el tren atenderá a 288 mil, podemos redondear a 300 mil pasajeros al día. Esto nos da una cifra, amigas y amigos, de más de 100 millones, 100 millones de viajes-persona al año”.

Pero no es así. El Suburbano, “que costó, sí, una inversión de más de cinco mil millones de pesos para el gobierno federal, una inversión privada de casi siete mil millones de pesos”, no ha transportado a 300 mil personas diariamente en su primer año. Ni en el segundo. Ni en el tercero.

Y cuando se encamina al cuarto año de operaciones, si roza la tercera parte de esa alegre expectativa presidencial, ya será demasiado: 132 mil 300 pasajeros por día. Es un promedio estimado por la empresa Ferrocarriles Suburbanos, la concesionaria.

Pocos pasajeros igual a mal negocio

—¿Se trata de un fracaso?

—Pues no. Yo creo que al contrario, pienso que es un éxito, los números duros son importantes— reacciona, ante la primera pregunta, el director de Ferrocarriles Suburbanos.

Maximiliano Zurita habla de 93.5 millones de viajes-persona que, hasta el 31 de mayo pasado, ha realizado el tren. De 140.3 millones de horas-hombre productivas ahorradas. De mil 986.8 millones de pesos que la zona se ahorró. De la incidencia sobre 4.7 millones de habitantes de la región.

“Sólo por el tiempo que hemos operado, hemos recuperado más de la tercera parte de la inversión y en ocho años habremos recuperado 40% más de esa inversión”, dice.

—¿Pero, al día de hoy, se corresponden los números de usuarios con las expectativas?

—Está por debajo, evidentemente. Si teníamos considerado que podían ser alrededor de 280 mil pasajeros diarios, hablar ahorita de 132 mil, quizás andaremos alrededor de unos 137, 138 mil en promedio en el año; eso está por debajo.

Las estimaciones originales del gobierno federal, los proyectos, los estudios técnicos y de viabilidad financiera del Suburbano, realizados por Banobras durante la gestión del propio Calderón al frente del organismo, fueron muy superiores: casi 400 mil pasajeros por día.

“Nosotros, en nuestra propuesta, fuimos mucho más conservadores porque sabíamos que dependería de la implementación de rutas alimentadoras (de transporte). Empezaba en 280 mil pasajeros diarios”, dice Zurita.

Y entonces, reconoce las muchas deficiencias que han abonado a que el transporte no cubra ni la mitad de sus expectativas de flujo: es absolutamente indispensable que exista una verdadera alimentación de rutas de transporte hacia el Suburbano; que se lleve a cabo la unificación tarifaria; que se conecten las zonas habitacionales con las estaciones construidas en franjas industriales poco transitadas; que se construyan las calles laterales y los pasajes peatonales; que se habiliten zonas para dejar bicicletas o automóviles; que se liberen terrenos para erigir puentes vehiculares y peatonales; que se integre, en fin, toda una cadena de transportación que, a tres años de su arranque, trabaja sin estar eslabonada, con el consiguiente fracaso estrepitoso.

“Esto nos ha llevado a que los ingresos de la concesionaria no sean los que estábamos esperando. Si bien hay un beneficio social, la concesionaria no ve ese beneficio”, dice Zurita. “Estamos en pláticas con la autoridad: es necesario una reestructuración, no solamente económica, sino de operación”.

Ocultar el fracaso

Concebido como un ferrocarril de alto impacto metropolitano, el Suburbano se erige sobre 242 kilómetros de vía férrea federal existentes en la zona. Con su primera etapa, Cuautitlán-Buenavista, debe atender una región de alta y creciente densidad demográfica, con más de 30 millones de tramos de viajes-persona cada día, 60% de los cuales se realizan en microbuses.

Además de las estaciones terminales, se abrieron cinco estaciones intermedias. Fortuna, en la zona de Azcapotzalco, y en el Estado de México: Tlalnepantla, San Rafael, Lechería y Tultitlán, en 27 kilómetros de recorrido que se cruzan en 24 minutos.

Según datos de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT), desde el principio se planeó la construcción de otras dos líneas. Con el Sistema 2, que debía correr a principios de 2011 de Jardines de Morelos, en Ecatepec, a la estación del Metro Martín Carrera, se estimaba transportar a más de 80 millones de pasajeros al año.

Con el Sistema 3, que debe correr desde Chalco y Los Reyes-La Paz quizá hasta la estación Constitución de 1917 del Metro, programada para iniciar operaciones a finales de 2010, se habrían de mover casi 65 millones de pasajeros al año. No se concretaron.

Aplazados indefinidamente, los proyectos, de acuerdo con documentos de la dependencia, “se encuentran en reevaluación y rediseño”, y cada tanto tiempo se especula sobre su licitación.

Según el Estudio 1849 elaborado por Banobras, entregado a través de la solicitud Número 0632000012807 al IFAI, el Fondo Nacional de Infraestructura (Fonadin) contemplaba que el concesionario del Suburbano contara con recursos contingentes por hasta 115 millones de pesos, para cubrir posibles deficiencias de efectivo para el servicio de deuda contratada. Sin embargo, no hay datos oficiales sobre el dinero utilizado.

La Dirección General de Transporte Ferroviario y Multimodal de la SCT, cabeza del sector al cual se integra el Suburbano, ha declarado “confidencial” toda la información sobre los gastos de operación, mantenimiento de la red y hasta la utilización del fondo de contingencia del Suburbano.

Primero, con el argumento de proteger el proceso de licitación de los sistemas 2 y 3. Después con la tesis de que “la naturaleza de la misma información constituye la estrategia operativa y comercial de la empresa, cuya divulgación implicaría poner en riesgo la operación comercial y financiera de la misma”, según consta en sendos oficios difundidos a través del IFAI.

“Revolucionar el transporte”

El día que el presidente Calderón inaugura el Suburbano, a su lado está el gobernador Enrique Peña Nieto. Cobijados por los vítores de cientos de trabajadores, huestes del líder ferrocarrilero Víctor Flores, Calderón sonríe cuando escucha al gobernador.

“Por primera vez, el país entra en una nueva etapa de desarrollo y de modernidad”, dice Peña Nieto. “Convencidos de que esta modalidad de transporte será la que facilite y haga mucho más sustentable la calidad de vida de los habitantes de las zonas metropolitanas”.

Ahí, el gobernante mexiquense informa de las negociaciones que su gobierno ha realizado para regular y rediseñar las corridas de miles de transportistas de pasajeros que habrán de alimentar al Suburbano.

“En más de 39 rutas tuvimos que hacer el rediseño de los derroteros, para hacer que estas rutas se convirtieran en rutas alimentadoras del Suburbano, donde habrá cerca de mil 500 nuevas unidades”, asegura. No es preciso. suburbano.pdf

Insuficientes por completo, de acuerdo con la empresa Ferrocarriles Suburbanos, hasta ahora sólo 50 rutas de combis, y ninguna de autobuses, han sido modificadas para hacerlas converger con alguna de las cuatro estaciones ubicadas en territorio mexiquense, con una afluencia de pasajeros mínima, con esperas de hasta dos horas y trayectos irregulares y, por ello, con el aislamiento del proyecto del sistema Suburbano.

En el Distrito Federal, igualmente, el panorama es oscuro.

Aunque la terminal Buenavista le hace conectar con el Metro y el Metrobús, el gobierno capitalino dispone de un servicio de autobuses gratuitos, RTP, que apenas el 16 de junio pasado anuncia como suspendido.

Desde el inicio de operaciones del Suburbano, el servicio ha corrido en dos rutas, desde Buenavista hacia las estaciones Revolución y Balderas del Metro, pero la SCT le adeuda al gobierno capitalino más de 90 millones de pesos por la transportación ininterrumpida y gratuita de más de 23 millones de pasajeros. Recursos que, dicen en el gobierno de Marcelo Ebrard, se distraen de transportes masivos exitosos, como el Metro.

Por ello, si uno debe bajar en Tultitlán, en Lechería, en San Rafael, recorrer andenes vacíos, plazas comerciales desiertas, inconclusas, aquella farsa televisada de que éste es el proyecto que habrá de “revolucionar la forma de transportarse de miles, si no es que de millones de usuarios” provoca que la gente se sonría: ellos saben que este suburbano se llama “Fracaso”.♠

Publicado en EL UNIVERSAL


El negocio de los sueños rotos

Cuando la voz de Ildefonso Acevedo, el rematador estrella de Hilco-Acetec, declare el número de la paleta ganadora del último lote de la tarde, el viejo centro comercial Amaya, alguna vez pensado como un buen negocio, volverá a los listados gubernamentales de bienes en remate que nadie adquiere, para contar desde ahí su historia: los planes a veces se derrumban.

Porque de eso está llena la primera subasta pública del Servicio de Administración y Enajenación de Bienes de la Secretaría de Hacienda, el SAE. Vehículos incautados al narcotráfico, maquinaria agrícola decomisada por lío fiscal, mercancía importada a México de manera ilegal. Abandonos, bancarrotas, embargos, planes rotos que se convierten en una oportunidad de negocio para otros.

Ildefonso Acevedo lo sabe: la puja por lo incautado también depende del entusiasmo que se imprima a la sesión. Los hombres siempre desean lo que tiene el otro.

Por eso parece que su garganta se inyectara de vigor con la danza de millones de pesos, de postores, y sus pulmones, un par de órganos bien organizados, trabajaran sólo para expulsar el aire que necesita esa fonación extrema: “Un millón trescientos mil-un millón trescientos mil a la una-tengo un millón trescientos mil-quiero un millón quinientos-millón quinientos-tengo un millón trescientos, quiero un millón quinientos-un millón trescientos-a la una-tengo un millón trescientos mil, quiero un millón quinientos mil-un millón trescientos mil-a las dos-un millón cinco un millón cinco-¡un millón quinientos por acá!-tengo un millón quinientos quiero un millón setecientos”.

El salón del hotel parece la convención motivacional de un grupo de empresarios, con galletas, refrescos y café incluidos. Abundan por igual los sombreros y los trajes de marca, las botas vaqueras y los mocasines italianos, los sacos casuales, las Mac, la mezclilla, los rostros de reconocible origen de medio oriente y los que no ocultan su mestizaje, los celulares en la derecha y las paletas numeradas en la izquierda, los socios. Porque las ofertas pasan por saber lo que quiere el otro.

Encargado de la puja, el hombre de unos 55 años de edad, robusto, canoso, rojo por el esfuerzo, conoce el terreno que pisa la subasta. Ingeniero mecánico con casi 30 años de experiencia en avalúos, martillo en la diestra dirige una orquesta de intereses que habrá de generar, en una tarde de febrero, 39 millones 427,590 pesos.

En la primera subasta pública presencial de bienes administrados por el SAE, es fácil detectar que las pujas se hacen por grupos, de empresarios o comerciantes, que se van dividiendo los bienes según sus intereses particulares: lotes de CD y DVD vírgenes que salen a la venta a 335,769 pesos, terminan siendo adquiridos en un millón 900,000 pesos. Lotes de artículos escolares, bisutería y relojes que salen a subasta por 235,000, alcanzan el millón 730,000. Juguetes inflables, llaveros y carritos a escala, de 144,700 pesos al arranque de la puja, son vendidos en un millón 40,000 pesos.

El procedimiento es sencillo, el SAE licita la subasta, para que sea organizada y coordinada por particulares con experiencia, recibe los avalúos que califica una junta directiva multisectorial y preside las ceremonias públicas de remate. En los últimos dos años, Hilco-Acetec y su competidora, Caraza, dos de las más grandes empresas de avalúo y subasta de bienes públicos y privados que controlan más de 50% del mercado en México, recibieron las licitaciones gubernamentales y organizaron las subastas presenciales: los interesados pagan una cuota de inscripción, de entre 300 y 500 pesos, para obtener la lista de bienes. Si hay interés específico, se paga una garantía, que va de 10,000 a 400,000 pesos, según el interés particular, se hace una oferta de arranque, se negocia y se subasta.

Se oferta de todo, porque se incauta de todo. La joyería del narcotráfico y el mármol que una empresa asiática intentó introducir sin papeles, en medio de un cargamento de muebles para baño. Automóviles olvidados en los depósitos del país, bicicletas, muebles, toneladas de sustancias químicas que nunca fueron recogidas. Casas. Terrenos. Lotes comerciales que, como el centro comercial Amaya, tienen una historia perdida detrás.

Una década a remate

Cuando doña Amalia Amaya encargó el diseño de su centro comercial al arquitecto Roque Guerrero, el futuro del lugar era distinto.

La plaza comercial, que habría de llevar su apellido para extenderlo por todo Mexicali, estaba planeada para soportar sin esfuerzo las abrasadoras tardes de Mexicali. Era un inmueble grande. Dos naves interconectadas a una planta principal, con más 3,500 metros cuadrados de superficie construida y 130 locales disponibles. Ubicada en el fraccionamiento Virreyes, zona comercial e industrial de clase media baja aledaña a la siempre concurrida carretera que lleva a Tecate, iba a detonar el comercio pequeño en la zona, iba a ser el mercado de minoristas más exitoso y bien construido del rumbo y habría de provocar, con su bonanza repleta de arrendadores, el nacimiento de nuevas plazas. Pero eran los últimos meses de 1994.

–No se sabe muy bien qué fue lo que pasó. Nosotros hicimos el proyecto original, que incluso cambiaron en algunos trazos, pensando en locales pequeños, como en un mercado popular, porque en la zona no había mercados populares bien diseñados. Pero la obra, luego de entregar el proyecto, la hicieron unos familiares de la señora Amaya.

–¿Cancelaron el proyecto?

–No, el proyecto sí se hizo, sí abrió. Después de que yo entregué el diseño, cambiaron el proyecto. Ésas son cosas que no recuerdo muy bien, han de ser muchos años, pero creo que sus parientes, gente que ella contrató después, quisieron hacer algo más grande, un centro comercial con más presencia, la verdad no sé qué pasó, que no funcionó.

Desde el teléfono, la voz del arquitecto Guerrero hace el recuento de más de 15 años atrás: el centro comercial estaba presto para recibir a grandes cantidades de compradores en un espacio bien distribuido en forma de equis, incluso, se planeó un amplio patio central, iluminado por una cúpula de estilo californiano y vistas hacia la avenida Río Paraná, a través de amplios ventanales y arcos que a la vez permitieran, aun entre los pasillos escalonados e interconectados, la circulación de gente y de aire. La cercanía de la carretera federal, junto con su ubicación próxima al concurrido Camino Nacional y el desarrollo de unidades habitacionales, eran la apuesta. Y la perdieron.

En la oficina del Catastro de Mexicali dan algunas pistas del porqué: el costo de la obra, alrededor de 2 millones de pesos, se disparó con la crisis bancaria económica de 1995. El crédito contratado con el Banco Nacional de Comercio Interior (BNCI), provocó un agujero superior a los 5 millones de pesos de aquella época que, aunado a la recesión que siguió, se convirtió en una barrera infranqueable para los propietarios del inmueble. Ya no hubo poder económico que pudiera hacerle frente al rescate del centro comercial.

Aunque la familia Amaya intentó fraccionar la pérdida, primero con la venta de la plaza local por local y luego del lote completo, aun como terreno, nadie en Mexicali se interesó o pudo adquirirlo.

Según relatan en el municipio, en esa época más de 2,000 comercios, entre pequeños, medianos y grandes vendieron o perdieron sus propiedades en la oleada de fracasos financieros más impactante de la última mitad del siglo XX. Muchas maquiladoras cerraron, lo que derivó en un desempleo abierto y brutal que hizo desplomar los niveles de ingresos de las familias. Durante por lo menos dos años, la Cámara Nacional de Comercio local no registró una sola apertura de centros comerciales en la región. Y sí muchas quiebras.

La pugna

A mediados de 1997, el banco acreedor reclamó la adjudicación del inmueble, ante la imposibilidad de Amaya para cubrir sus adeudos vencidos. Aunque quedó el margen legal abierto para la recuperación del bien, la familia no hizo mucho por recuperarlo. El costo era muy elevado. Lo que siguió después alejó aún más las posibilidades de recobrarlo.

En un intento por sanear los número críticos del BNCI, prácticamente en la quiebra por los pasivos derivados de la crisis, en enero de 1998 la Secretaría de Hacienda determinó que el Fideicomiso Liquidador de Instituciones y Organizaciones Auxiliares de Crédito (Fideliq), adquiriera la totalidad de activos de la banca de desarrollo, incluidos la cartera crediticia de BNCI y sus bienes adjudicados. Entre éstos estaba el centro comercial Amaya.

El 4 de diciembre de 1998, el Fideliq lanzó su licitación pública SAB Nº 03/98, en la que, por primera vez, apareció la oferta del sueño de la señora Amalia, para su venta al mejor postor.

Entonces los espacios de la plaza comercial costaban 18,100 pesos el más pequeño, de 7.88 metros por lado, y hasta 346,900 los más grandes, con entradas amplias y 150.88 metros cuadrados de área. En promedio, el costo por local oscilaba entre 29,00 y 35,000 pesos de entonces.

“Es un inmueble amplio, que efectivamente tiene ya mucho tiempo. Lo que el SAE hace es someter los bienes a licitación por ciclos de dos semanas cada lote. Si no salen en su temporada, digamos que descansa en el siguiente lote y espera a ser puesto a enajenación hasta la tercera semana otra vez”.

Víctor Manuel Angelares, representante de la institución ante el público en general interesado en subastar, explica que, por ley, la institución resguarda toda la información relacionada con la propiedad antecedente de los bienes adjudicados, “es una obligación impuesta por la ley en el caso de información de carácter personal, para proteger tanto al propietario original como al comprador”.

Los únicos datos públicos disponibles, dice, son de carácter técnico: a más de 13 años desde la primera vez que entró a una ronda de enajenación, el centro comercial, con el número de listado 10005515 y código de inventario 130403, hoy tiene un precio inicial para postor de 8 millones 239,000 pesos, aun con el deterioro de su estructura inutilizada por completo.

Ocasionalmente, a través de distintos procesos de licitación, el nombre del centro comercial aún se mueve en los listados junto con los otros 150 inmuebles que pasaron a la órbita de la Secretaría de Hacienda y no han sido vendidos: a veces lo someten a subasta, a veces se le adjudica un contrato para vigilancia o supervisión de la estructura del inmueble. No más.

Así ha estado desde finales de los 90: entre mercancía decomisada, vehículos, muebles descontinuados, lotes de cargamentos incautados, aeronaves, chatarra, espera la llegada de una veleidosa paleta de subasta que oferte algunos millones, en esa feria de ofertas y postores que va ganando presencia entre la gente.

Un mundo por explorar

“El mundo de las subastas todavía es muy poco conocido por la mayoría de la gente”, dice el gerente de Marketing de Hilco-Acetec, Israel Aguilar. “No hemos logrado todavía que el grueso de la gente se entere de estos actos que son verdaderas oportunidades de negocio”.

El modelo, dice, parte de la oportunidad de hacerse de bienes que, por su procedencia, suelen ser mucho más baratos que sus competidores en el mercado. El porcentaje de comisión, de 15% para la empresa gestora, es absorbido por partes iguales entre comprador y vendedor, lo que garantiza, además, un costo-beneficio equitativo para las partes, porque siempre se trata de artículos fáciles de comercializar.

“Este programa de comercialización”, dice Sergio Hidalgo Monroy, director general del SAE, “apoya la reinserción de bienes improductivos en la economía”. En 2010, el SAE pudo recuperar más de 380 millones de pesos en licitaciones y subastas. “Este año se va a intensificar el número de eventos comerciales, garantizando que la totalidad de bienes cumpla con las normas de calidad oficiales”.

En cuanto a la procedencia de los bienes inmuebles, principalmente es la Secretaría de Hacienda, derivado del incumplimiento del pago de impuestos. También están la inutilización de bienes de la administración pública, tanto federal como estatal, las incautaciones en aduanas por malos procesos administrativos y las confiscaciones al crimen organizado.

Precisamente, en la sesión de febrero, la joya de la corona de la subasta es un anillo confiscado por la Procuraduría General de la República (PGR): tiene al centro un enorme diamante de 18 kilates, circundado por 32 pequeños diamantes de corte brillante y 16 más grandes, cortados en trapecio para adornar los bordes. Su precio de salida es de un millón 400,000 pesos: llegaría casi a los tres millones.

Quien lo adquiere, un hombre de ojos profundos, delgado, silencioso, no acepta una sola pregunta cuando se le aborda: “Estoy ocupado, muchas gracias”, dice. Es el mismo que puja, además, por dos de los cuatro relojes de oro y diamantes subastados en la sesión, por un automóvil BMW y un lote de bisutería.

No se sabe más, porque la discreción es parte de las reglas no escritas. Ariel, un hombre de origen israelí, cuenta esos detalles. “Puedes estar comprando un lote decomisado a tu competidor. Puedes comprar la casa de un narcotraficante. Para que haya igualdad de circunstancias, el anonimato es lo mejor”.

El SAE dice que, mediante los depósitos bancarios se garantiza que el narcotráfico, el crimen organizado y los negocios turbios no contaminen los procesos de remate. Pueden llegar a identificarse grupos de socios, dice Ariel, nunca personas, “pero sabes quién es quién”.

Hasta diciembre de 2010, el SAE contaba, para su administración y enajenación, con más de 7,500 inmuebles en todos los estados del país, con un valor estimado de 3,640 millones de pesos. También tenía bajo su responsabilidad 61 empresas: siete públicas, cinco en liquidación, seis en administración, 33 aseguradas, cuatro en concurso mercantil y seis en fideicomiso.

En un informe previo a la subasta, Ildefonso Acevedo por su parte ha explicado que durante 2010 se organizaron 15 subastas en México a través de 12 empresas de avalúos, por un monto total de 1,200 millones de pesos y, para 2011, se espera un crecimiento del sector en un 30%.

El día de la subasta, llama a los compradores a interesarse, a pujar, a ofertar. Son en total 242 lotes subastados, con más de 10,000 artículos que, a lo largo de nueve horas adquieren 60 postores de los 87 registrados. Al ritmo de su voz, esos hombres, y muy pocas mujeres, se hacen de lotes de autos para deshueso, cargamentos de papelería, equipos para baños, joyas. Planes rotos que una vez fueron oportunidad de negocio para otros.♠

Publicado en la revista EXPANSIÓN


Pequeña reflexión sobre el poder

"Veinticinco años después... ya no le dan flores"

Casi 25 años después, ese poderoso hombre hombre que saluda desde la ventanilla del autubús, como un inalcanzable superhéroe para las manos de centenas de niños y adultos de Azcapotzalco, está tendido en una capilla sombría, sin flores ni velas, sin las manos multiplicadas por cientos. Muerto.

Ese, a quien un niño chintololo observa sonreír, caminar apenas en medio de una lluvia de confeti y el tumulto de hombres y mujeres que se extasían quién sabe por qué cuando les tiende la mano, está metido en un féretro de madera fina, en un cuarto por demás desolador.

"Se llama José López Portillo", le dicen al niño de entonces, le dicen que es presidente de México y que ese mediodía de 1980, quizá 81, va a inaugurar una escuela primaria, la "niño agrarista", y un jardín de niños para las colonias populares aledañas al recién fundado fraccionamiento para trabajadores petroleros de la colonia Ampliación Petrolera.

Ahora ese hombre ya no existe, y sus restos son custodiados por no más de trescientas personas, entre ex colaboradores, ex colegas, parientes, amigos, sucesores, antecesor, que van y vienen de la capilla y muchos ni siquiera llevan flores para el muerto.

Pero la imagen es clarita: ese que dicen que se llama José López Portillo se baja del autobús y una lluvia de papelitos de colores le cae encima. Lleva una chamarra de piel y camina unos pasos por la avenida Campo Cantemoc, hasta la esquina con Campo Moluco, y se pierde de la vista del niño que no sabe por qué lo ovacionan, pero escucha que le gritan algo como "gracias, señor presidente" y "los petroleros estamos con usted".

Y las pancartas y mantas que cargan también agradecen algo que la memoria ya desechó. Y las vallas humanas se extienden casi desde la esquina de aquellas dos calles hasta la avenida Tezozomoc, profusas de aplausos, vítores y loas, mientras el niño de la colonia Plenitud, que solamente anda de curioso, nomás mira y no entiende, peo ve al superhéroe de cabello entrecano, con la mano derecha levantada para el saludo, como el Superman de la televisión. Pero en colores.

Ahora no hay gritos de júbilo. Las decenas de fotógrafos, camarógrafos y reporteros sustituyen a los colonos de San Miguel Amantla, Amplación Petrolera, San Pedro Xalpa.

La muchacha de cabello rubio, Paulina, quien cantaba "aquella jacaranda, aquel olor tuyo, sólo tuyo... tus miradas, tus palabras que a veces me consolaban..." en un disco producido por Bebu Silvetti y dedicado a su "Papachi", ahora llora ante el cajón de madera, vestida de blanco, con un turbante en la cabeza.

Y la hermana mayor, Carmen Beatriz, se abraza a Nabila, la hermana menor, y le dice que "todo va a estar bien, ya todo va a estar bien, no te preocupes más".

Y "el orgullo de mi nepotismo", José Ramón, atiende a cuanta persona llega al lugar, sereno, como ausente, como sin saber a dónde o por qué.

Las pancartas, las mantas del pueblo no son sustituídas con nada, porque el pueblo no está en el cuarto sombrío, ni en la explanada del lugar, ni en la calle aledaña, ni en las avenidas. Ni siquiera en las flores, pocas, o en las coronas, pinchurrientas.

El superhéroe a colores que saluda desde Campo Cantemos ha devenido "el perro de la colina". Y el Mesías que recibe cartas de los clasemedieros de la Petrolera yace sin honra en un funeral sin brillos.

El superhombre es una historia que todos quieren olvidar, el que no merece siquiera que su partido, el Revolucionario Institucional, le rinda un homenaje especial porque "la historia y el pueblo de México lo juzgarán".

El hombre con chamarra, rodeado de hombres con gafas negras y chamarras de piel, que saluda a la multitud, ya no está para ver que no era un superhéroe, ni para notar que la gente de Azcapotzalco que le agradecía los "favores recibidos" frente a la escuela "Niño agrarista" hoy no está en su funeral.

"Se llama José López Portillo", dice alguien. Y entonces, caen de pronto casi 25 años. Y casi nada.♠

Publicado en EL INDEPENDIENTE el 18 de febrero de 2004