Los fantasmas de los libros viejos

PLAZA MAYOR No. 6

En la Plaza Mayor hay libros que resguardan fantasmas, mensajes, los restos de vidas de hombres o mujeres detenidos en páginas interiores, en una frase cualquiera, en medio de un poema o dedicatoria amorosa que sólo el tiempo puede liberar.

Y esos fantasmas, vueltos fotografía, recibo, anotaciones, notas, se aparecen de repente, como suele hacerlo cada flash de la memoria. “Con todo mi cariño, Meche, para que vivas una aventura inolvidable: tu papá”.

Es un libro de Julio Verne, una añeja edición de “20 mil leguas de viaje submarino”, editorial Novaro, que detiene entre sus hojas un momento: “Feliz Cumpleaños, Nena. 17 de diciembre, 1974”.

Libros viejos. Apilados uno sobre de otro, como los días de una vida. “Te puedes encontrar de todo, a veces dedicatorias, a veces dinero antiguo, fotos, lo que mas encuentras son fotos, hojitas con anotaciones. A la gente le gusta anotar entre las hojas”.

Paulina, empleada de librería en Donceles, bien sabe lo que dice.

Custodia libros viejos con historias de otros. Relatos paralelos que se desprenden de las hojas donde fueron confinados por el tiempo. “Siempre puedes hallar sorpresas”, dice “nosotros no revisamos los libros, que cada quien encuentre lo que le toque”.

Por eso se emociona con el hallazgo. El relato de Edward W. Beattie “Pasaporte Libre. Andanzas y aventuras de un periodista por el mundo en guerra” se interrumpe en la página 144, porque el señor Nicandro Gómez Martínez, habitante del número 64 de Villalongín, Colonia Cuauhtémoc, México 5, DF, entra en la historia.

Justo antes de que el pasaporte 474503, protagonista andante por el mundo, logre resguardarse del inminente bombardeo alemán a Varsovia, el Estado de Cuenta Corriente del Banco de Comercio SA, fechado 2 de marzo de 1976, hace exactamente 31 años, cuela la historia de un hombre del que sólo se sabe que, al corte, tenía 6 mil 318 pesos con centavos en su cuenta número 433802-6.

¿Qué habrá sido de su vida? ¿Por qué precisamente en ese libro abandonó los saldos de su cuenta? El papel olvidado, el libro amarillento que huele a cartón mojado, que presume la propiedad de “Dorry Baronbaum”, no lo dicen.

Tampoco dice más un enigmático folleto, “La Casa de Ana Frank”, traído desde Holanda, para ser resguardado por años en “La cultura es nuestro negocio”, de Marshall McLuhan. Como si fuera la clave de un tesoro oculto.

Como si en la frase de McLuhan, justito delante del folleto aparecido, quedara impresa también la pregunta de acertijo: “La naturaleza detesta el vacío”.

¿O qué es entonces, si no mensaje, la hoja de almanaque en blanco, martes 18 de febrero - 1975, San Heladio, escondida entre las páginas 154 y 155 del libro “Avenida del Parque 79”, de Harold Robbins?

¿O el recibo de surtido médico número 054992, a favor de Luis Reyes Cervantes, que expidió hace 35 años la caja del Instituto Nacional de Pediatría, al quedar atrapado entre las hojas de “Secretos de la Infancia”, de Elena Quiroga?

“Los olvidos son mensajes”, dicen en los pasillos de “El Tomo Suelto”, la librería de viejo que como otras 54 regadas por la ciudad ofrece estanterías para buscar tesoros.

Tienen que serlo, un mensaje. Un fantasma. La flor que alguna vez fue rosa, dormida en un libro de Víctor Casaus y Luis Rogelio Nogueras, “Silvio Rodríguez: que levante la mano la guitarra”, no descansa precisamente en una página cualquiera.

Porque Ana María, quizá la dueña primera de ese libro, fue a dejarla justo en Resumen de Noticias: “Yo he preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”.

Mensajes, fantasmas. Historias fragmentadas en medio de otra historia, que brincan, que gritan: Gabriela Romero, 3º B, tachona en 1975, con su pluma seguramente azul, hoy tinta oscura, un sol con su sonrisa a medio diccionario.

Es la letra “L”, y al centro del dibujo de Gabriela, en medio de la sonrisa, la palabra “Libertad”.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


Metaleros

PLAZA MAYOR No. 4

En la Plaza Mayor el alarido de un muchacho veinteañero parece que desata maldiciones, odios profundos contra todo y contra todos, parece ser un clamor implacable por la sangre y por la muerte, la venganza contra una sociedad que se pudre menos lentamente cada día.

Visto más de cerca, desprovistos los ojos de la venda del prejuicio, ese aullido es sólo música, una conjunción muy simple de sonido con metal, de garganta con cerebro y algo de alma, es nomás un “aquí estamos” que estalla en las canciones: “33 grados Norte, es el punto donde está la potencia enemiga. Es petróleo lo que quiere, es la bestia más grande que hay. Hay que destruirla.”

Porque la sangre no corre. En el lugar donde canta Luis, El Metal, con su banda Human Devastation, donde otros como él se destapan las orejas a punta de estruendazos de lira distorsionada y bataka de doble pedal, decenas de chavos vestidos de negro nomás giran los pescuezos, el greñero, y se dejan devastar los tímpanos con los altos decibeles.

Y ni siquiera se trata de que los chamacos, apenas salidos del concierto metalero en la populosa Valle de Aragón, vayan a desahogar sus sedes de venganza, que destrocen con su furia el mundo que encuentran a su paso, la gente que les rodea, el universo entero.

“No vas a salir a madrear a medio mundo sin ninguna razón, eso es de pendejos, no es anarquismo. Esto es música, y a veces la banda nomás escucha la música, pero en general existe más conciencia”, dice el metalero.

“Para mi el metal transmite algo que ninguna otra música puede transmitir. Es un sentimiento de fuerza, de poder. Directo a la cara, así, sin andar con mamadas”, dice El Metal.

Invariablemente su camisa negra, su cabello largo inmenso, su conocimiento profundo por la música que le gusta, que más que filosofía de vida es divertimento, conciencia, energía.

“Luego sacan programas sobre las canciones que traen mensajes ocultos, canciones con versos satánicos y esas pendejadas: el Metal te lo dice todo directo, sin andarle poniendo secretos a las palabras”, suelta.

Todas las variables del mismo fenómeno, desde el surgimiento de ese movimiento en la medianía de los años 80, con Leed Zeppelín, Deep Purple, Black Sabath y Judas Priest como vanguardia, dan a la desesperanza, dan a ese camino que la sociedad ha decidido sin retorno.

El Death Metal le canta a la muerte, a la sordidez de la vida humana. El Trash al desmadre, a la lujuria y a la agonía de la sociedad. El Black Metal puede hablar de satanismo, del culto al nacionalismo, es el ala renovada de los nazis y fascistas. El Gore Metal habla de necrofilia, de coprofilia, de muerte, pero todas al final se preocupan por hablar al cerebro de los seres humanos.

En su canción Human Stupidity, cruda, el metalero Luis clama que “el mundo no está muriendo, está siendo asesinado. Y los asesinos tienen nombre y apellido”.

Y en esas estrofas que El Metal aúlla en inglés, palabras más o menos, se escucha que “la estupidez de la humanidad, de esos cerdos que creen merecerlo todo, al final convirtió el planeta en una mierda, de la que todos comemos, en la que todos nos revolcamos como bestias, en un vómito que va a ahogarnos pronto”.

Pero el alarido que surca ese diminuto espacio metalero, saturado de negros, con olor a loción, a caguama, a cigarro y hasta a mota, es apenas el universo pequeño de unos cuantos que le cantan a este “nido de maldad y de crueldad”, donde una niña no puede disfrutar, sin temor, su pubertad: “exorcismo vaginal, exorcismo vaginal, no podrá escapar de Satanás”.

Aunque parezca que le abra la puerta a los demonios, que esa expresión de joven es un estandarte ensangrentado que habrá de blandir para la guerra, para el destazadero del hombre por el hombre, el alarido es apenas otra cosa.

Vista más de cerca, desprovistos los ojos de sus muchas sombras, el aullido que se desprende de ese diminuto círculo de convencidos metaleros es sólo una forma de afrontar al mundo. De entender al mundo. Y recibirlo con entereza, de la misma manera en que les ha sido heredado.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


La Rotonda vedada por los "ilustres"

PLAZA MAYOR No. 4

En la Plaza Mayor hay una rotonda para sus hombres y mujeres más ilustres, un lugar elegido para conmemorar su paso por la vida, que hoy está vedado para una simple foto, para el más elemental clic de un celular, o camarita, nomás por la ocurrencia de un burócrata de segundo piso.

Hace cuando menos sus 40 días, desde la Secretaría de Gobernación, desde el escritorio de una oficina con ventanas seguramente opacas, un funcionario de la Unidad para el Desarrollo Político, nomás porque sí, determinó que “nadie puede tomar una foto en la Rotonda de las Personas Ilustres, sin solicitar antes una autorización oficial”.

“Son las órdenes nuevas, joven, nosotros nomás obedecemos”, confía el cuidador medio ofuscado, moreno el hombre, sentado como está a la diestra del monumento a Diego Rivera, el gafete de la delegación Miguel Hidalgo colgado del pescuezo, su acreditación como integrante del cuerpo de Vigilancia del Panteón Civil de Dolores, garante como otros de que nadie ose perturbar la sabia determinación reciente del funcionario público.

- ¿Y qué van a hacer los turistas extranjeros que quieran venir a tomarse la foto del recuerdo a la tumba de nuestro “Flaco de Oro”, de doña Chayo Castellanos? – salta la pregunta.

“Pues tienen que pedir su autorización primero. Es la orden que tenemos. Esta es una zona federal, y la autoridá es la Secretaría de Gobernación”. Así de simple, carajo, como no ocurría desde que la Rotonda es la Rotonda, y desde que uno puede andar con su camarita metido en todos lados.

- ¿Pero qué jalada es esa? Es como si hubiera que pedir permiso pa’ fotografiar la tumba de Evita Perón en La Recoleta. O como si en París uno tuviera que llenar un formato en Père Lachaise pa’ sacarse fotos en las tumbas de Proust, de Wilde, o del Jim Morrison -

“Pues allá es allá. Pero aquí así son las cosas”, suelta el vigilante, ya enfadado porque Oscar, con sus ráfagas de obturador, se niega a obedecer la tontería. “Las órdenes son las órdenes”, ni modo. Hay que pedir permiso.

“En el reporte de incidentes, de hace como 15 días, anotamos que un turista francés quería tomar fotografías de los monumentos, y también lo remitimos, y al otro día vino ya con su permiso”, dicen en el módulo de información que hay en el panteón Dolores.

Pero es fin de semana. Y en Gobernación, el Director General de Cultura Democrática y Fomento Cívico, Miguel García Flores, ese funcionario encargado de autorizar los permisos para usar la camarita en la Rotonda, no trabaja, ni contesta los correos de su dirección mgflores@segob.gob.mx.

Y ni siquiera es que haya pretensión de denunciar que la mayoría de los sepulcros están todos chorreados por la herrumbre, por un desgaste incontrolado de la piedra.

Ni decir que Amado Nervo recibe, cuando llueve, los ríos de aguacero sobre la lápida, porque la autoridad responsable de preservar la Rotonda no ha tenido la ocurrencia de restaurar su monumento roto.

Que las tumbas más viejas, y hasta las más nuevas, se van desgastando irremediablemente, que están quebradas, cuarteadas, porque a nadie en Gobernación parece habérsele ocurrido que deben recibir mantenimiento.

Que los bustos, que las lozas, que casi todos los monumentos tienen deterioros poco dignos de significar ese “homenaje a aquellas mexicanas y mexicanos de ayer que con su trayectoria de vida, o sus actos excepcionales, han contribuido a conformar la herencia común de los mexicanos en el presente y en el futuro”, como se jacta la autoridad en propagandas.

Ahí está la historia social, política, cultural de todos. Ahí está la llama permanente que reconoce a los poetas, a los científicos, a los artistas desde hace 135 años. Y a ese lugar de belleza tan serena, a esa porción de cementerio con gente tan valiosa, uno quiere compartirlo con los otros.

Eso sólo puede ser posible si la dependencia lo autoriza. Como dicen en el módulo de vigilancia del Panteón de Dolores: ellos sólo cumplen órdenes de los funcionarios, aunque a veces éstas sean sólo una pendejada.

Publicado en el diario EL CENTRO


Carcajadas para la vida dura

PLAZA MAYOR No. 3

En la Plaza Mayor hay payasos que no ríen, aunque en el rostro tengan grabada la sonrisa.

Y puede vérselos subidos en el Metro, apeándose de un taxi en zapatotes verdes, con pelos amarillos, azules o violetas, y esa mueca de quien sepulta su cansancio debajo de pelotas y gorros multiformes para heredarle a un niño la alegría.

“Tengo casi seis años de ni irme de vacaciones”, dice Ring-Ring cincuentenario, sus manos ya atrapadas por la artritis incipiente: “como ya estoy viejo no puedo trabajar como antes, agarro lo que salga, ya me faltan las fuerzas, a veces me quedo dormido en los jardines, hay mucha competencia. Ya la amolamos”.

Sentado, como vencido, en una de las bancas desvencijadas de la arboleda en la Alameda Central, Ring-Ring ni parece ser el mismo enloquecedor payaso, alburero y vacilador, que media hora antes provocara carcajadas a su paso por los andenes verdes de la estación Bellas Artes, el que se juntara, nomás de Apatlaco a donde se haya ahora, sus 83 pesotes de propinas y cooperaciones voluntarias, el que pariera perros de cola boluda y orejonas jirafas anaranjadas, bicicletas de globoflexia sorprendente.

Sentado, como vencido, en una banca, Ring-Ring es nomás José Gonzalo maquillado, el papá de Claudia, Ricardo, José Gonzalo y Josefina, el abuelo de Yahir, Anideth, Mikey y Amaranta, el hombre que día tras día tiene que llevar a doña Jose, su esposa y compañera de trabajo, “lo que salga, a veces los 400, a veces los 700, a veces lo que junte en el camino”.

Porque los días de gloria, esa época de jauja payasera, para este hombre se esfumaron después que aparecieran las chorricientas mil Tatianas, “esas nos vinieron a dar al traste con el negocio, ahora todos quieren a la Tatiana, al Barney o a los mimos que hacen dance, el Hombre Araña, el Batman… ya los payasos pasamos de moda”.

Qué mas da que pueda hacer girar, para sorpresa sólo de niños muy pequeños, hasta 25 aros de colores en la cintura, o que sea capaz de imitar a tantos animales como dedos de las manos puedan contarse en una fiesta. Que cuente chistes blancos, que baile, que haga muecas de bobo o de astronauta, que pueda “inflar hasta 200 globos en una hora, y hacer siempre figuras diferentes”.

Ring-Ring está casi en el margen del negocio, porque su nombre no encabeza marquesinas ni aparece destacado en ciberpáginas, no tiene parrilladas que ofrecer, no sale en la televisión, no pertenece a la asociación de actores, porque “hasta para ser un pinche payaso ahora se necesita tener dinero. Y no lo tengo”.

Toda su agenda se reduce a lo que cache, a montar espectáculos improvisados en las plazas públicas, a amenizar alguna fiesta de barriada, a armarse de valor y encaramarse al metro, a rolar entre sus vecinos de Iztapalapa, a pellizcarle alguna chamba a sus amigos.

Los payasos de caché, como el Loquillo, tienen su espectáculo bien musicalizado, con efectos especiales, lluvia de burbujas, nieve, fotos con artistas y personal uniformado. Ring-Ring apenas lleva en su maleta una pequeña grabadora, el mismo casete de hace veinte años y la música de un casi desaparecido Cepillín, que los niños de estos días ni siquiera reconocen.

Lo suyo no son las fiestas de 4 mil o 5 mil pesos por presentaciones de una hora, ni las apariciones en los programas infantiles, ni los regalos fabulosos que incluyen una sorpresa adicional por festejado, ni el “batimóvil” armado, ni el número celular multiplicado en algún diario.

Para Ring-Ring la comicidad son sólo carcajadas para una vida dura, su caudal de chistes mil veces repetidos y salir de su casa arropado de entusiasmo. Es hallar a quiera requiera divertirse un rato, algún chamaco deseoso de su globo y “sacar adelante a mis muchachos, ya me faltan nomás dos, los otros ya se me casaron”.

Para el payaso de trapos percudidos, peluca con aroma a viejo y nariz desvencijada, su oficio de 38 años son miles de horas de camino, una ciudad que ha aprendido a carcajearse menos, y una posibilidad, todavía latente, de arrancarle algún día una risa a la fortuna.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


Los diableros en el laberinto

PLAZA MAYOR No. 2

En la Plaza Mayor hay hombres que cargan con su diablo, casi todos chambeadores de madrugada a noche, re cábulas, los güeyes”, que al mismo tiempo son la sangre vital y las orejas que hacen posible funcionar ese inmenso laberinto de mercadeo ambulante retacado de secretos.

“De todo carnal, aquí ves de todo y cierras el hociquito, o te carga la chingada”.Es El Rana. Trae las manos renegridas de casi seis horas de andar tras de su diablo, la gorra que estuvo empapada hace un rato ya se le secó en la choya y vuelve otra vez a medio mojársele con los sudores de la tarde: “acá está medio grueso el pedo, carnal. Ves muertitos como ver patonas, y mejor correrle cuando ves a alguno de‘llos”.

Si no estuviera tan cacarizo, “si no tuviera la cara tan picada” como la tiene y no fuera tan trompudo ni tan prieto, El Rana dice que a lo mejor no sería un carnal tan feo.

Pero más feo es lo que mira por las calles que controlan, metro contra metro, Silvia Sánchez Rico con su parentela, María Rosete con sus golpeadores, David Guzmán, el dueño de Lázaro Cárdenas, o Alejandra Barrios, que “regresó más encabronada que nunca”, y que junto con los otros jerarcas de su gremio es la voz de autoridad del laberinto.

Porque si algo escurre por los pasadizos en que está convertido el Centro Histórico, es la podredumbre de la corrupción por todas partes, el hedor que salta del negocio a carretadas, los concupiscentes ojos ciegos de una autoridad entumida con el dineral de tantos puestos y tantas transas, el no poderle ver un fin a la maraña.

“Cada cabrón tiene su ruta”. “Cada horario se paga distinto”. “No te puedes salir de tu sector, ni de tu hora, porque luego luego se te echan encima los compas”. “No puedes jugarle chueco a tus líderes”. “No puedes cambiarte de bando”. “Ni madres que llegues nomás con tu diablito a querer entrarle al negocio”, dice El Rana. Son sus normas.

Desde una de las entradas del laberinto, en la calle de Moneda que desemboca en Seminario, y hasta más allá de lo que debía ser el cruce con Jesús María, en el mero territorio que doña Chivis Sánchez le disputa a Rosalbita Hernández, El Rana mantiene casi erguida la carga de esqueletos de puestos ambulantes, en un acoplamiento perfecto de destreza y maña: “también me mocho con mi cuerno, 35 varos por día para chambear sin pedos”.

Camina sin dar tumbos por entre el gentío, se mete con destreza en una accesoria que parece no tener puertas o ventanas, se baña con una cortina espesa de juguetes y carritos que son una cascada de plástico y cartones, cuenta sin temores que Los Pablos, Los Seminarios y un grupo de chamacos carpeteros de 15 años, apodados Los Chikis, aquí son la ley en la fayuca, el “roberto” y la pirateada.

“A unos compas los agarraron, se metieron al secuestro de los pesudos. Como anda uno por todas las calles, uno sabe quién tiene el billete, cuándo llegó el cargamento de la mota, del Roberto, dónde están las bodegas machinas. Quiénes son los meros meros, quiénes venden qué. Según el que pregunte, sabes o no sabes”.

Desde Izazaga hasta el Eje Uno, y desde Circunvalación hasta Lázaro Cárdenas, los diableros son lo que fluye en las arterias taponadas de puesteros. Son el pulso del negocio que le quita el hambre a muchos miles.

“Si hay como 30 mil puestos, y tú les cobras de a 20 o 30 bolas por carga, según la distancia y lo que cargues, échale cuentas nomás si no es negocio”.

Los diableros. Los que hacen de sus diablos un camastro, los que se mueven en vaivenes que no cesan, con sus roles de jornadas diurnas o nocturnas, los que montan puestos, transportan la merca, descargan un tráiler, esconden la droga, apañan al ratero, avisan si hay peligro y hacen posible que el negocio marche.

Por eso dice El Rana que su oficio es algo más que andar detrás del diablo: “aunque sean re cábulas los güeyes, sin uno no se mueve aquí ni madres, mi carnal. La neta”. Por eso muestra su orgullo en la sonrisa prieta y cacariza. Por eso regresa confiado al laberinto.♠

Publicada en el diario EL CENTRO.


La ciudad de las mujeres chulas

PLAZA MAYOR No. 1

En la Plaza Mayor hay mil mujeres y una, que se saben reinas, que se saben chulas y pavonean sus figuras a media tarde, aunque sus medidas no encajen en el arbitrio de la moda de otros.

“Claro que me siento bien bonita, chingaos”, sonríe Evangelina, no lo duda, y antes de que salte otra pregunta saca un espejito de su bolsa negra, se acomoda la blusa de florezotas amarillas y rojas que se agolpan en el talle del pantalón oscuro, suelta su cabello para que lo huela el Ángel de la Independencia y se lanza decidida con sus 34 años:

“Me gustan mucho mis piernas, porque las tengo bien torneaditas y firmes, me gustan mis pompas y mi cabello, pero lo que más me gusta es que soy bien chingona: mantengo a mis dos hijos yo solita. Y en escuelas privadas”.

“No me gustan mis bubis”, dice Gina a los 26 años, “pero tengo unas pompas bien bonitas, y cuando paso me dicen bizcocho, mamacita, o hacen así con la boca, como aspirando el aire, como que se saborean. Luego tanta mirada hasta incomoda, pero no siempre”.

Mujeres de carne y huesos, las “viejas” de la casa con su grasa y extremidades imperfectamente reales, que lo mismo dudan o se sonrojan si Mónica les pide posar para su lente y sentirse un minuto las Misses Universo, que se carcajean ocurrentes porque dicen nomás “yo no soy bonita, joven, vea nomás: yo soy hermosa, una chulada”.

Y las encuentra cualquiera a la entrada de algún metro, en las avenidas plagada de humos y automóviles, en la taquería que sea o en las garnachas, con su impaciencia por la talla cero, una angustia por la piel sedosa, la llanta, la lipo, el rimel, el lifting.

Se las mira con su bolsa de ejecutiva o de ama de casa, con sus mochilas o toletes de gendarme, con sus dudas y preguntas con sonrisa, cuando Erika, Lucía o Teresa, igual que Andrea, Amaranta y Viridiana se atreven a posar donde han de estar “las misses”, cuando lanzan la misma altivez en la mirada, el mismo ondular de la cadera, la misma seducción hacia una cámara.

“Me falta estatura, porque a ellas les piden mínimo 1.65, creo, pero están muy flacas, están demasiado delgadas, y aunque tengo las estrías de mis dos embarazos, mi viejito en la panza, en traje de baño sí me aviento a posar junto a ellas”, ríe Gina.

“Me gusta el color de mi piel”, relata Andrea, “si tuviera una banda, sí me gustaría que dijera Miss Canela”.

Las mises de estas tierras. Las que “si no fuera porque tuve tres chamacos, me aventaba a posar con las escuinclas”, como se reta Aurora. Las que “obviamente, si me pones a su lado diría guaau, qué mujerón, pero claro que a mi me gusta lo que tengo”, como sostiene Jimena sin rubores, en sus 17 años, un arete cruzado en el ombligo, los labios enrojecidos de paleta.

Mujeres. Morenas, chaparras, caderonas, delgadas, de cachete inflado, de ojos grandes o medianos, que se autocritican y también se autodescriben para ellas y los otros: “sabrosa, porque me gusta la coquetería de gustarle a los hombres, que me miren en la calle, no soy una Miss Universo, pero soy una Miss Sabrosura”, como habla Cinthia.

Que cargan con su base y sus lápices de labios, que se juntan en las esquinas y se miran furtivamente para medir a la competencia, que saben “cuándo salir de cazadoras, porque decidimos nosotras, no los hombres”, como explica Male, cuando deja la oficina casi a media noche.

Que se depilan las piernas y se destruyen las rodillas con tacones insólitos, que se quiebran el rostro con pinzas y polvos con sombras. Que huelen todo el día a flores o maderas, y dudan porque “cada 28 días no soy bonita, soy un monstruo, pero en las mañanas, en el espejo, me gusta a la que veo”, como resume Alondra.

Mujeres. Que en domingo o martes saben perfectamente lo que tienen dentro, sin que un jurado esté ante ellas para premiar su talla: “sí, soy bonita, aunque a veces, cuando estoy muy cansada de todo el día, me veo así, como gastada”, según cuenta la Mago, con su maestría del Tec y su piel blanca.

Mujeres. Que se someten a las leyes de un mercado impuesto por los hombres, por las modas, por las tallas y los medios, pero buscan esa orilla dónde habrán de disfrutar la libertad ganada a tanta faja: “las misses de pronto se convierten en objetos apreciables, pero esos objetos ya sabemos cómo caminan, qué responden cuando les preguntas, cómo sonríen, incluso cómo lloran cuando ganan la corona. Son nuevas versiones de Barbie, y Barbie es una muñeca, y yo soy un bonito ser humano”.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


La joven manos de pinceles

Sonia MirandaSonia no tiene manos, tiene pinceles, y mientras la gente que la rodea discute con el gendarme, “¿Por qué la quieren quitar, cabrones, abusivos...”, sus dedos de punta redonda y pelo de gato han dado color a la Bella del cuento, con unos ojos azul cerúleo tan inmensos que cualquier Príncipe caería rendido ante el encanto.

Cómo le gusta iluminar princesas. Traer a la vida rostros de ensueño con acuarelas, sentada casi todos los días debajo del mismo árbol, al pie de la Catedral Metropolitana de la ciudad de México, o en los portales cercanos si es que hay lluvia, con una calabacita anaranjada para las monedas, un letrero de agradecimiento y los dientes prestos a impedir que la policía de Marcelo Ebrard -o Miguel Mancera o el que sea- le arrebaten el espacio donde gana la comida de sus hijos.

-La semana pasada estaba en los portales, me querían quitar dos policías mujeres y que las agarro a mordidas, así, con los dientes, la gente decía que no, y no me dejaba.

Sus dientes prensan su propia piel, el borde del antebrazo pintado de acuarela color carne, verde agua, chispas amarillas: las prótesis de Sonia duermen en los adoquines.

Es una sobreviviente de la tragedia de San Juanico, 1984, aquella explosión que despertó a la ciudad aquella mañana del 19 de noviembre, que además de matar a su madre, dejó en la niña Sonia, de tres años entonces, una huella inocultable que, por más profunda que parezca, de verdad no alcanza a apagar unos ojos profundamente guerrilleros, decididos.

-Mi abuelita Petra me enseñó a ser muy independiente desde chiquilla, a no dejarme. Ella me dijo que yo podía hacer las cosas, que no era una inútil. Me ponía a lavar trastes, a hacer quehacer, tender camas, lavar, barrer, trapear, bañarme, saber cómo vestirme: eso no te lo enseñan en el hospital de Pemex-, dice.

El policía le insiste: váyase a Madero y Gante, señorita, allá están las estatuas.

Pero tiene su genio: cuando me embaracé, mucha gente, mi familia, me decían que por qué no abortaba, que cómo le iba a hacer, que no iba a poder, recuerda. Recoge las acuarelas. “Pero sí se pudo. Yo solita los bañaba, yo solita los cambiaba, eso lo aprendí sola”.

SoniaNomás le preocupaba el rechazo hacia Belén, de siete años (hoy debe tener 14), y hacia Julio, de cuatro (hoy de 11).

-Desde que tenía a mi niña en el vientre, que la rechazaran por mi culpa en la escuela, que le hicieran burlas sus amigos, que la criticaran, ese era mi temor- dice.

A Julián, el policía, ya se le amontonaron tres hombres, seis mujeres. Le dicen que no se manche, que qué poca madre, que Sonia no hace nada. La misma ola de gente que pasa, se amontona, mira nacer princesas de las manos de pincel, y se retira: marea de curiosidades y morbo ante una mujer con el rostro completamente marcado por cicatrices hondas, pliegues sobre pliegues.

“Luego llegan mamás con sus niñitos y los acercan nomás por la morbosidad, y ellos dicen: está bien fea, parece monstruo, y yo volteo y les digo: mientras me quieran mis hijos…me da lo mismo lo que yo te parezca”. Así somos. Así hemos sido.

Sabe dibujar con las prótesis, hace manualidades sin manos, pero cuando de veras le quedan chulas las princesas es si se las quita, cuando une sus dos antebrazos, se inclina sobre sus piernas que soportan la hoja y el pincel se vuelve dedos que bailan a colores. El poli insiste. Se trepa a la motocicleta.

Sonia2
Sonia Miranda

“Me gusta mucho dibujar, dibujar y pintar. Es algo nato. Y las princesas le gustan a mi niña”, dice.

“Nada más tengo algo que me falta, algo nomás que quiero, y sí se que es…”, dice Sonia.

Hace la finta de que va a retirarse, pero ve que el policía ya se fue y se detiene: al rato, con su vestido de rosas amarillas, una nueva Cenicienta ya le sale de los garfios.♠

Publicado en El Universal


Un día en la Alameda

Ni se oyen casi ruidos en la noche. Apenas chasquidos de hojas que se mueven, un motor trasnochado hecho la bola, rumores de fantasmas. Pero ni ladridos siquiera, agua que cae o el bullicio de la tarde: a media madrugada, lista para celebrar 416 onces de enero, la Alameda es cementerio de esculturas, fuentes quietas y unos cuantos hombres de ojos raros.

“Se quedan ahí horas”, confirman Jaime González y Héctor Ávila, a paso de tortuga vigilante por la Avenida Juárez. Hay que estar “nomás a las vivas, que no salte algo”. Pero si se te sientan en la banca de enfrente “mejor no veas lo que traen entre las manos”. Y risa que les causa.

Ya lo escribía Salvador Novo, el Cronista, en “Plano de la Ciudad de México”, texto publicado el 3 de julio del año 24 del siglo pasado en El Universal Ilustrado:

“Menudean los asaltos. Lo dicen los periódicos, y que en pleno día. Más miedo da en la noche y a oscuras. Un señor atravesaba el parque lleno de aprensión. Saliéronle al paso dos individuos de extraña catadura. Trémulo, pálido, él les dijo:

- Señores, no traigo dinero, ¡se los juro!

A lo que impasibles replicaron:

- ¡No le hace!”

Y poco que ha de haber cambiado la Alameda en estos años. La mera noche del primero, todavía la gente brindaba entre los fresnos, agarraron en la Fuente de las Náyades a un ratero.

Se había volado unas tarjetas de celular, mil 70 pesos en billetes chicos y unos bimbollos de la tienda Oxxo de Cuba y Lázaro Cárdenas. “Tremenda corretiza que le metieron” por el parque de 80 mil metros cuadrados, según dicen los guardias. “Pero los compañeros hicieron buen trabajo”.

Será por algo que en “el paseo más antiguo de la ciudad de México”, el “testigo mudo de los grandes acontecimientos”, el “primer parque de América Latina”, el “Patrimonio cultural de la Humanidad desde 1985”, abundan las historias de noche o día.

Como la que cuenta Arnulfo Cortés, paseante habitual vecino de la Guerrero, jubilado, viudo: “yo aquí conocí a mi esposa, en 1957. Duramos 46 años casados. En ese entonces no había tanta cosa, paseaban los señores con sus sombreros, las damas bien vestidas”.

Cada que puede va a sentarse a las bancas, o se encarama en el kiosco que está sobre la Avenida Hidalgo, observa los bailes que luego se organizan, lee una revista, come un chicharrón con salsa roja, papas fritas, se bolea los zapatos con “Don Pedro” ¿O dijo con “Don Pablo”?

“Hay rateros por aquí, cómo no. Pero cada vez son menos”, dice el hombre, ojos negros casi cubiertos por una nube blanca, bastón de madera en la mano derecha, dientes muy blancos, artificiales. “Es un parque muy bonito, me trae muchos recuerdos”, dice. “Extraño a mi viejita”.

Arnulfo está cercado por los ruidos. El silbido agudo de un globero, el grito atronador de voceadores, unos escolares de pinta en arrumaco, la fuente que chorrea, dos perros pequeños, cláxones como palomas echando madres, el aire, una bocina que estalla “por la defensa de la soberanía energética”, risas, una charla sobre la infidelidad de Gisela, el murmullo del Aviso Oportuno subrayado en “Se solicita empleado…”.

Se van superponiendo uno sobre otro, los ruidos, en una especie de sinfonía chilanga, que no cesa nunca, que puede ser un vals, un blus, un heavy metal, conforme corra el día.

Pero el hombre apenas oye. Detrás de su oreja derecha, como si fuera el cuerpo de una de las tantas mariposas que luego se aparecen, lleva un pequeño aparato para la sordera, que él enciende o apaga, a su antojo, cuando un entrometido llega a interrumpirlo en su tarde en la Alameda.♠

Publicado en El Universal


El Dios Pulque, resucitado

Si es casi un resucitado de entre los muertos, un superviviente nato en esa aplastante posmodernidá globalizada que se embriaga con vinos tintos, chelas o martinis, mínimo hay que escribir su nombre con mayúsculas: El Pulque.

Nomás hay que sentir en la garganta el viscoso dulzor de su caricia, la consistencia de piel de amante que tiene su textura, la seducción quedita que provocan sus efectos, para entrarle a gusto, con un deleite que pocas bebidas paridas en otros suelos pueden regalarle a paladar alguno.

“Estamos cumpliendo en esta pulquería 107 años, vivos”, dice orgulloso Don Chucho Juárez desde el despachador central de “La Risa”, la última pulcata de la cuadra, en la esquina de Mesones con Mesones, en el mero Centro de la ciudad de México, donde un día hubo tres o cuatro negocios como el suyo pegaditos.

“De unos tres años para acá, vienen muchos jóvenes”, cuenta al pie de los vitroleros con curados de guayaba, piña, avena y jitomate coloridos, con pulque bronco, ora sí que el pulque-pulque, amargo, blanco y salivoso, que despacha desde las 9 de cada mañana.

“Los jueves, viernes y sábados no cabe un alma”, dice el hombre, 71 años de vida, 57 dedicados a su pulque, casi 10 subarrendando su negocio, con dos ingenieros, un abogado, un arquitecto y dos secretarias educados con nada más que el aguamiel de los magueyes.

“Yo tenía tres pulquerías, pero las fui cerrando, porque ya nadie compraba el pulque, y me fui para Hidalgo. Luego me habló un compadre para ofrecerme atenderle ésta, y le dije que mejor me subarrendara. Le firmé un contrato por 25 años. Nomás llevó 10”, dice.

Cada tantos días recibe cargamentos de los tinacales de San Isidro Nanacamilpa, en la zona de los magueyales de Tlaxcala, a veces 25, a veces más barriles de madera repletos de bebida, menos de la mitad, según recuerda, de los que surtía en sus pulquerías cuando tenía 17 años y comenzó su andar en el negocio.

Aún así, no para detrás de la barra. “Véndame 5 pesos de pulque”, le pide uno ahogado de la farra, un “curadito de jitomate”, con su limón al borde del tarro, o “un campechano” más le piden en mesa, una cubeta, un curado de guayaba con canela, y sus 7 grados de alcohol para la sangre.

Ayudado por Francisca, quien además de meserear hace el pozole, los frijoles, la lechuga, el hombre cura la bebida, llena los vitroleros, sirve los tarros, cobra y hace las cuentas de un negocio que, reconoce, comienza a mirar mejores días, pese al acoso del olvido.

Por eso, aunque no lo sepa, cuando son para llevar, Don Chucho entrega sus curados en botellas reutilizadas de Coca-Cola y de agua trasnacional purificada: hasta gusto da mirarlos con el pulque, en esa su venganza de tlachicotero.

“La Risa”, el fin de semana a mediodía, es un vertedero de estampas y postales. Ahí están los chavos indie, con su actitud desenfadada, su vestir despreocupado y su cosmopolitismo llano, sentados a la mesa con septuagenarios añorantes de aquel tlachicotón de sus ayeres.

“Si tengo calor, me echo una caguama, pero si lo que quiero es tomar algo rico, me chingo un curado”, dice Alejandro, oaxaqueño y músico, veinteañero según dice su apariencia, un tarro de curado de piña entre las manos, las rastas y los aretes en sus sitios, su barba de chivo, sus amigos Alberto, Tania y Xóchitl.

“Es que el pulque te pone como cachonda, como sabrosa, es una sensación rica, que la sientes en todo el cuerpo”, dice Xóchitl, artista plástica, rodeada en “La Risa” de mesas con mujeres apenas ciudadanas que beben sus curados, sentada frente a un mural, o lo que sea, armado con granos de trigo y acuarelas, tarareando la canción de un grupo llamado Nirvana, o de un Jim Morrison que suena desde nadie sabe dónde.

Y si el aserrín de antaño se ha desvanecido, aún brilla en la pulcata el olor de los toneles, la luz que desprende cada tarro, la confianza con que don Pepe, entrado en los setenta, afirma al terminar su pulquito de la tarde, “yo voy a seguir viniendo mientras esté vivo, no hay cosa más rica que un curado”.

Ha de ser, y los amigos de Alejandro tienen una explicación de todo ello: nomás hay que sentir en la garganta cómo escurre un curadito de guayaba, como viaja por el cuerpo, hasta que vuelve a ocupar el sitio que le toca: el ADN de cada mexicano, su esencia, el alma misma.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


"Aquí estamos... y somos muchos"

DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL 

PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO 2006

En este premio caben muchos sueños, el trabajo de noches y días, y todos esos grandes amigos reporteros que he sumado en el camino.

Aquí están también mi madre y su cansancio, mi compañero de vida, mi familia, compartiendo mi gratitud con las jornadas interminables de reportero de a pie, los chacaleos, las conferencias, las presiones y corretizas de esta profesión cada día más precaria, cada vez menos cotizada y retribuida en los escalafones de los medios.

Este reconocimiento es la confirmación de que no me equivoqué. Junto con el equipo del que formo parte elegí el camino de la libertad, el ojo crítico para mirar a México, para contar su historia diaria, porque somos reporteros.

Este premio es para decir que aquí estamos, que somos muchos y seguimos trabajando, aunque nos duela relatar la vida de esos Niños de la Furia.

Se lo dedico a Miguel Castillo y a todos los amigos que hemos llorado juntos y hoy nos levantamos para crear El Centro: EL CENTRO.

Se lo dedico a Grupo Monitor, con el deseo sincero de que gane todas sus batallas.

Este reconocimiento llega para decirnos que vamos por buen camino, que en el lugar que nos corresponde están la pluma y el papel esperando por nosotros.

Salud por el periodismo mexicano. ♠