El vagón de las mujeres solas

PLAZA MAYOR No. 16

En la Plaza Mayor hay vagones del Metro que llevan en su interior sólo mujeres, rodeadas de mujeres como ellas, donde el ser femenino, al menos esa versión almibarada de lo rosa, se diluye entre puntapiés bien propinados, mentadas de madre sin retoques y empujones de guerreras.

“Quítate de la entrada, pendeja”. Y la joven rechonchita, ni siquiera veinte años encima, visiblemente obstructora de las puertas, mira directamente a los ojos de quien reclama, y despacito, como inmutable, sin aspavientos, le lanza un grito que provoca que el murmullo del vagón se desvanezca: “pues si tienes tantos güevos, ven y quítame, pendeja”.

Lo que sigue es un delirio. La morena reclamante, quizá trabajadora de algún banco, pasa la mano derecha por sobre la cabeza de la joven, la estudiante, y le toma el cabello con el puño.

El convoy apenas avanza ya hacia Juárez, y la chica de la puerta, quizá universitaria, se apresta a tomar de los pelos a la otra, que para no caerse se agarra como puede de los tubos bamboleantes. Cómo llueven las mentadas.

El centro del vagón está casi repleto, pero las mujeres que miran a las otras dos trenzarse de las greñas, nomás se hacen a un lado como quien abre espacio, sin detenerlas, sin tranquilizarlas, con una mirada de fascinación repetida en por lo menos 10 pupilas: “puta”, grita una, “cabrona”, dice la otra. Y puros silencios alrededor de ellas. 

“Estas chamacas de ahora”, dice una mujer ya casi anciana, sentada en la fila que mira mejor a las trenzadas, y sigue contemplando sin meterse. Cuando el tren llega a la estación del Benemérito, la estudiante suelta el pelo de la oficinista que hasta bufa, se arregla como puede la mochila y sale del vagón mentando madres: “aquí nos vamos a encontrar, cabrona”.

“Yo le hubiera dicho lo mismo”, le dice una mujer, acaso cincuentenaria, a la oficinista rijosa que se va calmando. “Arréglate el cabello, se te desacomodó”, le dice otra, y le pasa un espejo que saca de su bolso. “Le hubieras volteado una cachetada”.

De más atrás, las miradas de morbo no cesan de caer sobre la mujer morena, traje sastre gris, pañoleta morada, labios carnosos, bolso negro al hombro, pelo medio rizo enredado hacia la nuca, filosofía chilanga: “la que se deja es por pendeja”.

Entonces regresan los murmullos. Dos mujeres sentadas a cuatro lugares de la escena discuten entre ellas si “sería menor bajarnos en Eugenia”, para tomar no se sabe cual pesero sobre el Eje. Otra comenta que “Gaviota es una tonta”, y más allá alguien dice que “otra vez me dejó a los niños sin comer”.

El vagón especial para mujeres, según ha dicho el policía Abel Lorenzo cuando le permitió la entrada al reportero, “es para que a las señoritas no las molesten, y para que nadien las agredan”. Habla de los hombres, claro. Dice que “luego se pasan de cabrones, y les hacen cochinadas a las muchachas”. Quizá no se ha subido él a uno.

Porque en Hidalgo, el toque de apertura de las puertas es como el silbato para una carrera de hombro contra hombro, donde las mujeres se lanzan como fieras sobre los espacios ocupables, con sus bolsas como escudos y sus manos como lanzas.

Y entre empujones y empujones se miran retadoras fácilmente, frucen los labios como si estuvieran enojadas, hablan bajito pero consistentemente, se exigen espacio sin dulzura o tientos.

La presencia de cuando mucho siete niños apenas les reclama la mirada. Los olores de perfumes azucarados se revuelven. Ninguna lee el periódico del martes. Algunas llevan libros, revistas TV Notas, algo sobre “superación”, y los horóscopos. Irán ahí unas 15 que viajan maquillándose, tal vez otras 20 que van pensativas. No le ceden el asiento a nadie, ni se piden permiso cuando pasan.

El recorrido llega al Centro Médico, y a la entrada de los hombres, pareciera que las mujeres se aferraran a sus bolsos, al contenido de sus revistas, a la cavilación de sus asuntos. Cruzan las piernas, las que pueden, y como si fuera cosa de la magia, parece que otra vez se vuelven frágiles y delicadas, femeninas.

Publicado en el diario EL CENTRO


La humanización de los perros

PLAZA MAYOR No. 15

En la Plaza Mayor un fenómeno avanza y se diversifica: los perros, esos mamíferos compañeros de la raza humana desde tiempos ancestrales, van dejando de denominarse “los mejores amigos” del hombre, para convertirse en sus hijos.

Raúl Morales, instructor canino en el Parque México desde hace más de siete años, lo confirma, sin saberlo, nomás con una frase, “antes se llamaban El Pelos, Cachacuáz o Bombita, y ahora les ponen Gina, Frida, Max, Charly”.

Su trabajo, el de Raúl, es casi hacerlos parecer unos niños: que obedezcan las señales de tránsito, que saluden dando la mano, que no ladren cuando los mayores estén hablando, que avisen cuando quieren “ir al baño”, que no lloren en la noche, que no rompan los muebles, que no derramen la comida, que no ensucien la casa, que se paren en dos patas. Casi casi sean antropomorfos.

“El trabajo de obediencia básica es el más demandado”, dice el especialista, “les enseñamos a comportarse en distintas problemáticas y a obedecer las órdenes, a permanecer sentados y a no distraerse cuando se requiere su atención”.

Su glosario de “clases caninas” contiene “Adiestramiento Profesional”, “Obediencia Avanzada” y además un curso para “Problemas de conducta”, en el que se trabajan inconvenientes como los ladridos nocturnos recurrentes, las formas de combatir el “estrés canino” y tanto la convivencia cotidiana con los humanos como la participación en competencias.

Y cuando “Max” siente el jalón de la correa, o cuando Raúl le dice “anda”, se apresta a dar la vuelta por el Parque México, levanta la mano a un silbido, se sienta como estatua en su mismo sitio, cierra el hocico, mira fijamente a su maestro y no mueve la cabeza para nada, ni cuando pasa un gato, ni cuanto salta un pájaro.

Pero hay opciones más sofisticadas. La Unidad de Crianza, Adiestramiento y Protección (UCAPSA), con más de 30 años de antigüedad, es prácticamente la Universidad del Perro. Y así se ostenta.

En la escuela, ubicada en la carretera a Cuernavaca, hay todo un complejo deportivo, veterinario y educativo para los perros: desde “Kinder Can”, pasando por Estimulación Temprana de sus instintos, hasta cursos de por lo menos cinco niveles para la obediencia, con técnicas “psico-pedagógicas” aplicadas a cada espécimen en particular.

“Dependiendo de qué clase de perro se trata, cuál es su problemática y lo que usted desea de él, tenemos distintos tipos de cursos, básicos, intermedios y avanzados, a su disposición”, dicen telefónicamente en la oficina de información.

Un curso básico, por alrededor de 4 mil pesos, capacita al animal en “orden de entrar a trabajo, sentado automático, echado quieto y respuesta al llamado”. Otros tres adicionales, por 9 mil pesos más aproximadamente, dejan al perro hecho un tiro.

En el portal de Internet “Perros de México” se enlista, por ejemplo, la gama interminable de artículos para hacer del perro niño: cortaúñas, secadoras de pelo, peines, rompenudos, baberos, almohadas, platos especiales, limpiadores de ojos y oídos, shampúes para cada tipo de pelo, mesas para arreglo, collares, dulces, premios, accesorios.

Estéticas, dulcerías, gimnasios, guarderías, parques de diversiones, cementerios, hospitales y crematorios, lugares que se van multiplicando y volviendo más comunes, que junto con las boutiques y las sesiones de terapia psicológica para caninos se presentan como la vanguardia en la humanización del perro.

“La gente quiere a sus animales, y los trae aquí para que les enseñemos a convivir con ellos más adecuadamente”, dice Raúl, mientras entrena a seis perritos que ya casi en todo lo obedecen, permanecen sentados, quietecitos sin moverse, mientras platica de su oficio.

Son como niños, ahí echados en el adoquín de parque, mientras mueven la cola silenciosos. Se llaman Max, Frida, Roger o Toribio, y han dejado de ser el mejor amigo del hombre, para ocupar un espacio más cercano, más filial, más emotivo. Como el que puede ocupar un hijo predilecto en el corazón de toda su familia.

Publicado en el diario EL CENTRO


Entre las calles y el circo

PLAZA MAYOR No. 14

En la Plaza Mayor hay chavos que bailan el break-dance como quien respira, y de tanto bailar, de tanto mover el cuerpo y corazón electrizados por la música, hacen que sus destinos también den una vuelta.

Paulo César Luna, el “Santo”, lo dice con la mirada oculta tras los lentes negros, con el desparpajo de chavo de barrio que carga en el rostro: “en la calle, o en el circo, nosotros siempre tratamos de ser los mejores”. Por eso “Los Primos”, bailarines callejeros, han llegado hasta el Atayde.

Una tarde del año 2000, según cuenta Federico Serrano, el jefe de Prensa del Circo Atayde Hermanos, los vieron bailar en la plancha del Zócalo. Estaban rodeados de gente, les aventaban monedas, los miraban hipnotizados, los seguían con los ojos mientras giraban sobre el eje de sus cabezas o se contorsionaban como si fueran pedazos de papel pero en color moreno.

Los hermanos Atayde, herederos del circo centenario, los vieron después en una audición a la que ellos mismos los convocaron, por intermediación de Serrano, y decidieron contratarlos como una novedad.

De ejecutores del breakdance en las plazas, bailarines de crucero casi casi, salidos de la Magdalena Mixhuca, de Tacubaya, de Chabacano, los chavos se han ido acoplando en un ensamble vertiginoso de acrobacias, hip hop, capoeira, jazz, algo de salsa, break y hasta algún mimo: cuatro años después, “Los Primos” son el acto principal de las funciones de verano en el Atayde, la parte final del espectáculo, en la temporada grande.

“Es cuestión de disciplina”, dice Paulo, rodeado del hasta natural caos juvenil de ropa, zapatos, discos, revistas, botellas, bolsas de alimento chatarra regados por todas partes del cámper que les asignaron. “Es cuestión de respetarnos, nos adaptamos”, cuenta, “tratamos de no perder el piso, y de tener la camiseta puesta”.

Por eso, sentados en el camper que les sirve de camerino, Guadalupe Miguel, Luis Alberto Martínez, Aldo y David Bravo, Antonio Corona, Pedro Muñoz y Hugo Retana, o mejor escrito “La Morena”, “El Chango”, “El Borrego”, “Harry”, “Rasta” y “Santo”, confirman las bondades hacer lo que les gusta, pero bien hecho.

“Mi mamá me decía que me pusiera a hacer algo de provecho”, dice Guadalupe, la única mujer entre “Los Primos”. “Ahora”, tercia el “Santo”, “están orgullosos de que estamos haciendo lo que nos gusta”.

Y la calle, que de suyo es dura, perra para ganar la vida y la comida, ya no les espanta ni les significa un reto mayúsculo. “Aquí y en la calle la gente no está viendo, y tienes que dar lo mejor que tienes para que te sigan viendo”, dicen. Se hicieron en la calle. Ninguno es bailarín profesional.

Pero a partir del Atayde la vida sí es distinta. “Estar aquí te da prestigio. Y tienes que trabajar más”, cuenta el “Santo”. Hugo, menos entusiasta a la hora de la entrevista, recostado en el suelo del vehículo, como con hueva, se encarga de trabajar en las coreografías, “estudié jazz”, dice, algunos bailes, y desde la fundación del grupo, más de ocho años atrás, ha estado siempre pendiente de las novedades.

“Esto nos ayuda a cotizarnos, ahora nos ofrecen cosas, pero nos quieren pagar menos que aquí, y entonces no aceptamos”, dicen, y cuentan que hasta le han abierto espectáculos a Belina, a Ninel Conde.

“Cuando bailas, hay una conexión con todo tu cuerpo”, dice Hugo. “Es hacer lo que te gusta”, dice Aldo. “Se siente padre”, dice la Morena. “Y gracias a los señores Atayde, ahora tenemos esta gran oportunidad”, dice el “Santo”, ya no nomás un bailarín de barriada.

Un rato antes, bajo la carpa en la avenida Tlalpan, cuando la función ha estado a punto de terminar, “Los Primos”, los ocho chavos del barrio, han saltado al escenario convertidos en estrellas.

Bajo los reflectores, bajo las luces azules y rojas del Atayde, cobijados en la parafernalia del circo más añejo de estas tierras, han podido hacer piruetas y figuras, gimnasia con ritmos y emociones varias, para darle la vuelta a sus cuerpos, y a sus propios destinos.

Publicado en el diario EL CENTRO.


El cine de los hombres solos

PLAZA MAYOR No. 13

En la Plaza Mayor hay un cruce de miradas que nace entre destellos, entre cortinas tendidas por las luces y las sombras de una muy olvidada sala de cine que pueblan solitarios. Y cuando convergen, cuando se topan esas miradas, se vuelven el preludio de un abrazo, de los roces silenciosos, de la lascivia pura.

Treinta pesos después, y sólo quince pasos adelante, el bullicio de un Eje Central plagado de ambulantes, de mercanchifles de grito y jaloneo, se convierte en insondable orquesta de gemidos, en parloteo de manos que se buscan, que se escarban, en el último reducto de cine pornográfico grandote, devenido gris leyenda de la “época de las cavernas”: el cine Teresa.

Manuel, el prostituto rubio de camisa blanca, pantalones blancos, tenis con sus franjas rojas, que se sienta en la escalinata cancelada del “Teresa” el siete de julio a las siete de la tarde, a la espera de algún cliente, de algún algo, cuenta que la venta de su cuerpo, en ese cine, ya casi le resulta un mero simulacro.

“Ya no cae mucho”, dice. “Ya no como antes”. Y eso que en la inmensa sala construida en 1924 no debe haber de menos los noventa hombres. Y eso que el boleto de la entrada marca el número 625 mil 969 de la Serie H. Y eso que desde las butacas azules más recónditas se escapa el cuchicheo de quien apura el goce.

¿Cuántas historias se ha tejido el Teresa en estos tiempos? Las que hayan sido, van muriéndose de a poco: el “cine de los hombres solos”, lo llamó hace unos años Alejandro Caballero, el maestro periodista. El cine “de piojito”, el cine “de las porno”, el de “las cachondas”, el que, con funciones dobles, hoy concede a sus visitas, cada tarde más escasas, la permanente oscuridad que necesitan, el beso en la entrepierna, la vehemente caricia solitaria, la “chaqueta”.

“Hace 10 años era otra cosa”, dice Manuel, todavía sentado en la escalera. Frente a él pasan de repente hombres maduros, mayoritariamente ancianos, alguno que otro joven, un travesti. Camina hacia los baños, donde la puerta de mujeres ha sido cancelada permanentemente, y desde la hilera de mingitorios se desata una jauría de miradas, dirigidas inalterablemente hacia su ingle.

“Esto ya no es como antes”, dice. Camina hacia la sala, y en la pantalla explota sin reservas un cuerpo de mujer humedecido, una cópula de años 80, algunas secreciones.

Dos hileras de hombres se amontonan en los pasillos laterales de la sala, y por entre las butacas rechinan toqueteos de manos y bocas afanosos, chasquidos de boca contra boca, de mano contra nuca. Las cabezas se reclinan, hasta casi desaparecer entre las piernas. Aumentan los mirones.

En una especie de ritual para ellos mismos, los hombres se pasean por la sala oscurecida, husmean entre butacas, se miran, se acarician, se buscan, se someten, se sientan o levantan según sus apetencias.

“Pero ya no es como antes”, insiste el prostituto. “Antes venía un cuate con su lamparita, para que no hicieran bola en los pasillos, y era bien divertido ver cómo corrían para que no les echaran la luz en la cara. Ahora ya ni eso”, dice.

A menos de 10 pasos, en la calle, una tienda de juguetes sexuales, con cabinas de video personales, se ha convertido en la más fiera competencia del antiguo cine.

Los carteles censurados de sus propias vitrinas, ya sin ir más lejos, bien podrían palidecer ante las portadas explícitas, con genitales expuestos y sexualidades inclasificables que muestran los miles de cartuchos de video que venden en los puestos ambulantes que tapan sus entradas. “Ya nomás es para hacer hambrita”, dice Manuel.

Desde la apertura legal de sitios para el encuentro sexual masculino, que se han multiplicado en pocos años por los cuatro puntos cardinales de la urbe, el Teresa es, más que cine porno, un cine de nostalgia.

¿De qué otra forma había de ser en una ciudad tan copada por teibol-dances, por sexo de Internet gratuito, por cuartos oscuros a destajo, noches de suínguers, chous de sexo en vivo y cientos de sex-chops de cualquier marca, convertidas, apenas en minutos, en tiendita de la esquina?

Publicada en el diario EL CENTRO


En las manos del "Chimuelo"

PLAZA MAYOR No. 12

En la Plaza Mayor, el “Chimuelo” repega la panzota contra el vidrio del coche, alza la pistola llena de un menjurje de consistencia jabonosa, como que medio aplasta el cofre gris con la tremenda timba, y relajado, como quien sabe que de gritos no pasa, apacigua a la vociferante conductora que se la mienta: “No chille, reina, nomás es agüita”.

Parece que el “Chimuelo” huele los rojos del semáforo, parece que él mismo los cambia con la mirada. Ni siquiera es necesario que volteé para ver el aparato, porque en una fracción de segundo que haría palidecer hasta a Clint Eastwood, el gordo blande su herramienta, se encarama sobre el auto, rocía su parabrisas con el agua y se pone a trabajar acelerado con su goma negra.

- ¿Y cómo le haces pa’ elegir, entre tanto coche? – salta la pregunta en el receso.

“No, pus al que caiga, a veces al que anda papando moscas, o el que ni cuenta se dió. A ver, como tú, que me dijistes que no, pues a ti no, pero si no, pues a ti, y así”.

- Pero llegas echando el chorro, sin preguntar primero, cabrón.

“P’s muchos te dicen que no, pero luego ya que sí y pus te dan el peso”. Así funciona.

Porque en una ruta de cuatro esquinas, que van desde José María Olloqui, Búfalo, Huertas y Recreo, hasta el cruce de José María Rico, todo el sentido Oriente a Poniente de Río Churubusco es del “Chimuelo”. Es su zona de trabajo, es su “espacio para la papa”. Aunque a veces se quede en otras calles “para no hacer vicios”.

Y no le va tan mal, según él dice. ¿Cuántos vidrios puede limpiar en una jornada? El rojo en esas esquinas dura casi un minuto. De a coche por luz roja. De a 50 coches por hora, porque se echa sus descansos. De a 10 horas por jornada: sus 500 pesos diariamente.

“Pero no todos dan. Ora si que cómo uno sí, uno no”, dice. 250 pesos por un día, quizá hasta los 300. Menos la torta de milanesa con quesillo, menos la “coca láit” y los cigarros. Menos el entre con los polis que piden lo suyo.

Menos la cooperacha para la esquina de todos: unos 180 pesos diarios, que a la semana se hacen casi mil 80, que a la quincena se hacen dos mil 160, que al mes son casi 4 mil 500, porque descansa los domingos.

Y sin jefe, aunque las mentadas que lo suplen luego le harten. “La cosa es que no te saquen re’feo. Te gritan, como si les estuvieras echando una miada, o si les fueras a derretir sus pinches coches. Nomás que no se pasen de lanzas”.

Porque este “Chimuelo” sí que sabe divertirse. Moreno de mugre, labios medio gruesos, una especie de nuez entre los ojos, la ventanota que le dejaron los incisivos al momento de caerse, el abdomen expansivo, manos regordetas y grandotas, sombrero de paja para el sol, bien que sabe desquitarse del desplante.

Es cosa de observarlo: ante un “no” menos amable, va justo al automóvil que esté a un lado, chorrea con el agua de jabón el parabrisas, y en el momento de pasar la goma, adredoso como él sólo, le atina justamente al auto del

"grosero”, lo baña de espuma y mugre, le salpica cuanto puede, hasta saciarse. Y luego hasta sonríe, luciendo chimuelez.

O se acerca a los automóviles y les chorrea la sanguaza sin mirarlos, y cuando le dicen feo que no, que no y que no, repasa su gomita por el vidrio, lo ensucia cuanto puede, y luego se retira.

Es su forma personal de hacer justicia. Es el modo de buscarse su sustento.

“He sido obrero, de limpeza, lacra, de todo, pero estoy trabajando ¿Qué, no? Un peso nomás, y ya no estoy chingando ¿Qué, no?”.

Entonces parece que el “Chimuelo” huele una vez más la luz en el semáforo, parece que la cambia él mismo con los ojos. Agarra su propina por la charla, la mete a la bolsa cangurera que oculta bajo la panza, se para enfrente de una camioneta azul marino y lanza sus rocíos sin detenerse ante los gritos.

Ya ni es necesario escuchar lo que le dice al conductor que mienta madres, ni adivinar la expresión detrás del aspaviento. El "Chimuelo" parece que ya trae grabada entre los labios su frase de batalla, la opción que le ajustó para ganar dinero: “No se enoje, jefe, nomás es agüita”.

Publicado en el diario EL CENTRO


Mil y un modos para la transa

PLAZA MAYOR No. 11

En la Plaza Mayor hay que estar a las vivas, siempre a ojos pelones y orejas bien abiertas, porque la transa, el engaño con sus miles de caretas, acecha en cada esquina, en cada sitio que huela una cartera llena.

Y no hay más que bajarse de algún vagón del Metro. De la estación Merced, para más señas: entre traer en la cartera 900 pesos, antojo de una tele, y quedarse después sin un centavo, sin pantalla de Plasma y embaucado, no deben de mediar ni 10 minutos, según han de constatar Héctor Alcaraz y sus bolsillos.

Es ahí nomás, en la salida Anillo de Circunvalación de la estación del Metro. Justo en la puerta donde empieza el laberinto de puestos ambulantes, con sus molduras rebosadas de equipos modulares como naves espaciales, de televisiones de modelos varios: Akai, Mecky, Toshiba, Sony, Fuyikoi, Makendai.

Un joven gordo, quizá en los veintitantos, calva la cabeza y los ojos negros, cara redonda rodeada de barros, con camisa polo de rayas coloradas y pantalón de mezclilla, lanza sus anzuelos apenas a la primera mirada que Héctor posa entre las teles: “¿Qué buscas? Plasma de 42 pulgadas, Sony, mil 200 varos, te damos garantía”.

“Es una tele armada, por eso es tan barata”, dice el hombre cuando le preguntan. Suelta su retahíla de propuestas: “si te la llevas, te la dejo en 900 pesos, y te la traigo empacadita de la bodega en una caja. Aquí la probamos. Te la llevo hasta la puerta del metro, hasta el taxi, a tu coche, dónde me digas”.

Frente a él los monitores repiten la telenovela. Tras de él la avenida truena en claxonazos. Junto a él un hombre vigila la compra-venta. Alrededor de él todos los puestos repiten la estrategia.

La televisión funciona como pocas, no tiene ni un rayón en la moldura, los cables en perfecto estado, las marcas de las letras que no se ven hechizas. Por ningún lado se asoma la sombra de la transa: fayuca bien parida en las tierras de lo barato.

Una mujer, acaso setenta años, come en el lugar su sopa de estrellitas. Un niño juega entre los puestos. “Es un negocio familiar, todo es derecho”. La oferta tentadora se impone a las preguntas. “¿Y si la compro y me la roban en la esquina? ¿Y si le doy el dinero y ya no regresa? ¿Y si son robadas? ¿Y si se descompone luego, luego?”

“Desde el principio sabes que hay una transa”, dice Héctor, “pero no sabes por dónde te van a llegar. Te quieres poner atento para ver dónde va a estar el problema, pero no lo ves”. Fernando, su amigo, lo secunda: “por dos mil 100 pesos te dan el DVD portátil y la Sony nuevecita, y sabes que hay algo mal”. Pero no se ve por dónde.

A mayor interés del comprador, mayor entusiasmo de quien vende. Apenas los convence, les hace firmar en la supuesta nota, “todo es derecho”, pero se lleva el dinero a los bolsillos y suelta a sus murciélagos:

“En esta dirección, República del Salvador 131 (o 31, también dice) tienes que comprar el regulador que necesita la tele, te cuesta 7 mil 500 pesos. Si no lo compras, no funciona”. “Si quieres un regulador más barato, el gringo te sale en 5 mil 500”.

Las quejas de Héctor y Fernando no hacen mella. La trampa se ha cerrado. “Nosotros no hacemos devoluciones de dinero. Si no quieres llevarte la tele, te la cambiamos por cualquier otro producto”.

Pero la tele más barata no la dejan ahí en menos de 3 mil 500. El estéreo menos caro es vendido a sus dos mil 200. Ni un iPod, ni un videojuego, ni celular al menos, porque los que tiene el hombre obeso rebasan los mil 200 pesos en la oferta.

“Pues ya que me transaste, déjame el celular en 900 pesos”, dice Héctor enfadado. “No, mi chavo, no me sale, ponle 200, por lo menos”, lanza el gordo en su desfachatada Catafixia.

Héctor, al recordarlo, enrojece las mejillas, como que esboza una mueca resignada, y cuando parece que quiere soltar el más sonoro insulto que conoce, apenas echa una frasecita recortada, un pellizco para sí mismo por querer comprarse un Plasma Sony en 900 varos: “me chingaron. Pero al menos que no fue pistola en mano”.

Publicado en el diario EL CENTRO


Paraderos: la ruleta del atraco y la violencia

PLAZA MAYOR No. 10

En la Plaza Mayor los paraderos del Metro, retacados de ambulantes, guardan sigilosos la navaja bien afilada, la punta sobre el abdomen, el picahielo detrás de las espaldas con sus peculiares susurros a la oreja: “no grites, puto, saca todo lo que traigas, esto es un asalto”.

Jorge y Alejandro Rivera, que llevan años de comercio en los puestos ambulantes del Metro Tacuba, desde que su madre les heredara la consigna, saben que no pueden ni deben intervenir en los apañes, “los trácalas no se meten con nuestro negocio, ni madres que nos vamos a meter en el de’llos”.

Así funciona todo. Aunque dentro de las serpientes de puestos metálicos con lonas azules, o anaranjadas, negras o grises, que se enrollan desde las bocas de las estaciones del Metro hasta la fila de los peseros, se incuben crímenes y violencia, aunque sea más regular ver un asalto que un abrazo.

“A mi me atracaron aquí, en la mera salida, como a las 7, porque en la noche cierran las salidas A y B, y tienes que caminar todo esto, como si se pusieran de acuerdo los del metro y las ratas para hacerte caminar y sacarte lo que traigas”, cuenta Adrián Flores, del paradero del Metro Pantitlán.

“Se me pusieron dos tipos adelante, y luego otro me llegó por atrás, como que me agarró del hombro, y me dijo quedito que no gritara, que sacara lo que traía y que le diera mi mochila”. Ni siquiera corrieron con lo hurtado: “los polis ni en cuenta, y los de los peseros haciéndose güeyes, bien que vieron, ni me cobraron el pasaje”.

“Todo mundo las conoce”, confiesa Alejandro, “pero no se meten con ellas, son la mafia aquí, mi chavo, y en parte lo que nosotros damos es para que no nos toquen, que no se metan con nuestros puestos. Lo que le pase a la gente ya es pedo de’llos”, dice del paradero de Tacuba.

Y es el mismo paisaje en todas partes. Accesos suspendidos por mecates y lonas amarradas incluso a los herrajes de las puertas de los Metros, luminarias rotas y montones de basura, cerros que forman cordilleras con olor a orines, a fruta descompuesta, a carne que se pudre en los costados de taquerías, juguerías, fritanguerías. Misceláneas ambulantes con perímetros de mierda celebrada por ejércitos de cucarachas y ratas del tamaño de conejos.

Pero es un gran negocio. El gobierno capitalino ni cifras exactas tiene del número de puestos ambulantes que desde hace por lo menos 15 años se apostaron, como plaga de necesidad y desempleo, en las salidas de Cuatro Caminos, Taxqueña, Observatorio, Tacubaya, Chapultepec, Pantitlán, El Rosario, Barranca del Muerto, Martín Carrera, Indios Verdes, La Raza, Ciudad Universitaria.

Sólo Pantitlán y Observatorio presentan una afluencia de pasajeros superior al millón y medio de personas, clientes potenciales, víctimas, que vienen o van con sus bolsos y carteras. Que no denuncian, que no protestan, que se la tragan porque, “como tengo que pasar por aquí todos los días, ni modo que denuncie, al rato sale peor, me pueden hacer algo peor, mejor así le dejo”.

En la Secretaría de Economía dicen que son alrededor de 5 mil, en la de Desarrollo Social ni dicen nada. Las estimaciones marcan que puede haber hasta 10 mil negocios de comercio informal de todo tipo en el conjunto de bocas del sistema de transporte subterráneo.

Las estimaciones, que son casi la única forma de acercarse a conocer la realidad de este problema, hablan de unas 40 microbandas de asaltantes, incluso violadores, que pueden operar en los distintos paraderos, principalmente los de mayor confluencia de pasajeros y conflictividad: Pantitlán, Cuatro Caminos, Observatorio, Indios Verdes, Martín Carrera y Taxqueña.

Son los paraderos del sistema de transporte. Esa ruleta diaria para miles de personas, la posibilidad latente de que un picahielo escondido entre la ropa, una punta bien afilada, una navaja detrás de las espaldas salte con su peculiar susurro hacia la oreja: “no grites, puto, saca todo lo que traigas”.

Publicado en el diario EL CENTRO


Poderosos solitarios en las redes

Poderosos solitarios en las redes

En la Plaza Mayor hay solitarios y amigueros, que con todo y sus apellidos de abolengo, de familia presidencial, de estrella de farándula, buscan algún romance, una amistad sincera, quizás un mero ligue fortuito de internauta.

Y se revuelven con la broza, demócratas de estos tiempos, anunciándole al mundo sus preferencias sexuales, sus filias literarias, su programa favorito y sus ganas de amoríos, así se llamen Carlos Emiliano Salinas Ocelli, Ana Cristina Fox, Alex Gallego, “Chabelo”, Andrés Manuel o hasta Tatiana.

Los que saben de esto, los que tienen la manía de bautizarlo todo, les llaman los “corazones solitarios” del tercer milenio: las páginas del hi5, la red impersonal donde convergen, en busca de otra gente, los miles de solitarios, pachangueros, huele juegas de todas latitudes.

Y se confunden, se trasmutan, con montones de comunes y mortales: su programa favorito es “Friends”, dice Emiliano, soltero, 31 años, nacido un 19 de febrero. Sus intereses van del “desarrollo humano, el arte y la cultura”, hasta la “música heavy metal, la clásica y la Opera”, no fumador.

“Aquel o aquella que tiene más alegría… gana”, dice convencido de su frase favorita, el treintañero hijo de ex presidente, quien se define a sí mismo como “blanco, caucásico”, políglota, y coloca cuatro fotos con su rostro de conquista, para definir en una frase lo que busca: “mirando lo que hay alrededor”.

Afín a películas como “Crash”, “Matriz” y “Pulp Fiction”, Emiliano coincide con algunos gustos de otra hija ex presidencial, de nombre Ana Cristina.

La mayor de los Fox De la Concha, 27 años cumplidos, ojos “marrón claro, avellana”, sexualmente orientada a la “derecha”, amiga de todos los que sean “antipejistas”, lectora de “Los Borgia”, amante de “El Padrino”, se define a sí misma como “alegre”.

Igual que Emiliano, “Tina” prefiere no fumar, beber sólo en reuniones, y su frase favorita es un poema: “la vida no es el momento que tomas para respirar, la vida son los momentos que te quitan la respiración”.

Sus programas favoritos, dice la “postgraduada”, son “Friends”, “Sex and the city” y “Lost”, mientras que sus filmes preferidos son “Bridget Jones”, “Perfume de Mujer” y “Casablanca”.

No niega sus manías, ni sus desafectos, porque se liga a un grupo que se denomina “Sonríe, no gané”, que tiene como imagen la caricatura del hombre a quien su padre intentó destruir desde Los Pinos.

Los amigos comunes de “Anacris” y de Emiliano, pasan por “Ernesto Zedillo Jr.”, “Rodrigo” y “Alex Gallego”, el hermano menor de Luis Miguel, 29 años, “algo social, no me gustan los conflictos”, con un “gran riñón para festejar”, y “ojos azules”, cuya frase favorita es un adagio: “no dejes para mañana lo que te puedas chupar hoy”.

Interesado en “movies, dances y tequila”, en los viajes, la disco, la música y “Eterosexual”, el muchacho busca “gente sin prejuicios, con motivaciones en la vida, alegre, 90, 60, 90 ¿por qué no?, de dientes ordenados y con buen aliento”.

Están en el hi5 en busca de otra gente, como está “La Chupitos”, y un “Andrés Manuel” que busca “muchos amigos”, y a quien le dejan mensajes como este: “hola peje. La verdad yo no voté por ti, pero tenemos que reconocer que eres un papii, guapísimo, and i luv ya”.

Están entre las redes y les dejan mensajitos: “hola guapa, qué churro que te encontré, gracias por agregarme”, o “Emi, doy testimonio y tributo de que eres un cuate super inteligente y con una capacidad de análisis impresionante. Felicidades doctor”.

Sus fotos, que hablan de viajes, de amigos y festejos, son la síntesis de una vida de poder y de abolengo.

Se confunden en hi5 con las vidas más comunes de millones de cualquieras que pueblan esas redes, anónimos o suplantados, disfrazados o encubiertos: con su nombre y con su rostro, en la democracia de internet que nos gobierna, también salen a la pesca de un amigo, un ligue, algún romance.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


La mota en el patrimonio

PLAZA MAYOR No. 8

En la Plaza Mayor hay un júbilo que se celebra con chela y marihuana: la Ciudad Universitaria ya es patrimonio de la humanidad completa, y sus moradores menos ortodoxos, esa raza que ahora habla con espíritu de juerga, festejan con su churro entre los libros, con su caguama vestida de refresco de manzana.

“No cualquiera se pone pacheco en un patrimonio de la humanidad, K”, dice el Manolo, ávido lector de Proust y Baudelaire, recostado en los árboles detrás de Rectoría, su cabello güero en desaliño, su camiseta marca SPRGFLD, sus tenis desgastados a punto de basura, su barba de tres tardes, la mota entre los labios.

“A mi me da un chingo de orgullo, K, porque soy de aquí, porque la carne de uno es la universidad” y mientras lo dice, pausado, aletargado, el Manolo se echa dos fumadas más de ese cigarro gordo como dedo.

No han llegado a ser las cinco de la tarde. Manolo debió dejar las aulas quizás hacia la una. Entre los más de 180 pasos que separan a las “islas” del primer piso de la Facultad de Filosofía y Letras, y entre las 20 fumadas de su cigarro y la plática que sigue, el estudiante de Literatura se ha topado nada más con siete vendedores.

“Narcomenudistas”, les llamarían afuera. Adentro sólo “compas”, el “conecte”, los “carnales”, que hasta celulares tienen para la venta, para la entrega a “domicilio”.

Hasta ellos siempre llegan buscando los chamacos. Da igual que sea Derecho, Medicina, Economía, o igual Filosofía, Arquitectura o Ingeniería. Desde las 11 de la mañana, hasta bien entradas las horas de la noche, en las inmediaciones de la Torre de Rectoría, en la Biblioteca Central, en la Facultad de Humanidades hay opción para el “conecte”.

Están en el campus. Están en todas partes. Ahí se confunden, con sus mochilas negras con verde, o negras con rojo, con sus petacas azules de rayas amarillas, con escudo de los Pumas, los emblemas de la UNAM. Se acercan sigilosos si les miran merodeando atarantados. Les saludan efusivos si acaso los conocen.

Los cuates del Manolo dicen que son los mismos que se reúnen en las tardes en los paraderos de Metro CU, por donde están los puestos, a organizar parrandas.

Que son ellos quienes van en parejas al Espacio Escultórico para abastecer urgencias de adoradores de vegetaciones y silencio. Que desde 20 varos tienen material del bueno, y que hasta más de 1000 pueden surtir, si acaso hay una fiesta o vienen vacaciones.

“La Universidad es un espacio libre”, dice convencido Manolo, de ojos rojos, y espulga a medio campus la hierba y sus “coquitos”. El árbol se mece atolondrado, la gente pasa sin que mire, el humo del carrujo se multiplica en decenas, en docenas de bocas que lo inhalan.

“Auxilio UNAM no se para por aquí a estas horas”, dice tranquilo. El aire ya huele a hierba que se quema. Cinco pisos más arriba, el rector Juan Ramón de la Fuente podría verlos a todos, si acaso se asomara.

“Desde las épocas del CHG, ellos se quedaron con el bisne, aquí es bien sabido que son ellos los del negocio”, dicen los amigos del Manolo de todos “los carnales”, “tienen a los ambulantes, a los manteros y a los de la mota”.

Son los que el año pasado organizaron la primera “Marcha por la Liberación de la Marihuana”, también en plenas “islas” del espacio universitario, el día 6 de mayo.

Los que, según reportes de la procuraduría capitalina, tienen controlado el tráfico de estupefacientes en todo el territorio, incluso en cada campus, ya que adentro

“la autoridad tiene poco margen de maniobra. Sólo se actúa a petición de parte”.

Son los que, según temen los chavos en las “islas”, ahora podrían vender más caro su producto, ante la posibilidad real de que los saquen, de que ahora sí de plano los combatan.

La UNESCO acaba de convertir Ciudad Universitaria en un monumento cultural, en una joya, y las reglas del comercio marcan que puede desatarse alguna carestía.

Lo sabe también Manolo, quien fuma su bachita atrás de rectoría: qué orgullo estar pacheco en un patrimonio cultural de todo el mundo.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


El funeral de muchos (La muerte de Monitor)

PLAZA MAYOR No. 7

En la Plaza Mayor hay un funeral y hay un oprobio: en la era de los “gobiernos democráticos” una libertad ha sido asesinada, el eco de una voz ya no retumba, y las manos responsables, las torpes manos responsables, ya van marcando huellas palpables de sus actos.

Aurora, que anteayer llora temprano por la muerte de 13 años de su vida, para la noche sabe que algo no está claro. Gloria también lo sabe, y Jazmín, Aída, Juan Manuel, Rocío, Rosa Elena.

Un sindicato de nadie, alfil de gente poderosa que se esconde, ha decidido nomás con unos cuantos emplazar a huelga a 100 trabajadores de Radio Monitor, que nunca se enteraron, que nunca lo votaron.

Por eso se lo gritan al líder frente a frente. Por eso se amontonan en firmas de rechazo: la representación del Sindicato de Trabajadores de la Industria de Radio y Televisión, la tristemente recordada STIRT, maquina sin ellos el emplazamiento a huelga contra uno de los proyectos periodísticos más tradicionales que haya conocido la radiodifusión en estas décadas, sin el concurso de los trabajadores afectados.

Y la denuncia ni tarda en saltar a media tarde. “La representación sindical me informó que ustedes no querían dialogar con la empresa”, dice delante del líder sindical, Ricardo Acedo Samaniego, el periodista José Gutiérrez Vivó, en junta privada con su gente.

Y el líder sindical, que sabe que es mentira, que no atinará a explicar exactamente quién pidió la huelga, nomás se queda callado y como ausente, escucha los reclamos de tantos afectados y al fin tartamudea sin decir mucho.

Es el líder que cancela, por que así lo quiere, quizá unas tres reuniones entre los trabajadores y la empresa. Acedo Samaniego. Es el líder que cerca la posibilidad de acuerdos, en medio del embate de un bloqueo comercial que tiene tufo a totalitarismo.

Es el mismo que el viernes por la noche intenta realizar una asamblea a modo, y es bloqueado por voces aguerridas, enfadadas, de los reporteros.

“Esta junta la convocamos nosotros, y vamos a hablar nosotros”, le espetan al dirigente. Y él se pandea. Al final dan plazos hasta agosto.

¿Quién “de más arriba” ordenó entonces a la gente del STIRT el emplazamiento que significó la estocada final para Radio Monitor? Todos se esconden. Ricardo Acedo no acepta entrevistas. Gustavo Macías no responde su teléfono.

Y los trabajadores del Grupo Monitor, que desde la mañana del viernes reciben condolencias y respaldos, se afanan por salvar lo poco que les queda del naufragio.

Porque un hombre como José Gutiérrez Vivó, con su natural arrogancia, y su soberbia, se les apersona tan abatido, tan de una pieza, que con un breve “ya no tengo más capacidad económica para mantener Monitor. Monitor está muerto”, les hace cerrar filas nuevamente.

“La empresa recibe apenas 50 mil pesos mensuales en publicidad”, les dice el hombre, les blande papeles, les saca facturas, están en la lona, y Gutiérrez Vivó habla del principal noticiario matutino de estas tierras, del “antes y después” en materia de periodismo radiofónico.

Es el noticiario que, por tradición paterna, quesque por herencia de apellido, el Presidente Felipe Calderón dice seguir desde la infancia: “yo escucho este programa desde pequeño, mi padre me enseñó a escucharlo y es mi programa”, como lo cita el locutor en el día último.

Y está muerto. Nomás porque, denuncia su cabeza, a un pequeño poderoso, que además se esconde, le incomoda la conjunción de crítica y pluralidades.

Porque “me vienen a decir que usted es perredista”, porque no se ha “portado bien del todo”, porque se “equivocó de gallo en la contienda”.

Aunque su gente le entregue un “estamos con usted” muy solidario, en el fondo Gutiérrez Vivó sabe que muy poco puede hacer ante el embate: “buscaron la manera de desaparecer a Monitor, y encontraron quién les ayudara”.

Por eso es que hay un luto. Por eso es que un oprobio se cierne en estas tierras. El creador del concepto Monitor se atreve a cincelarlo en una frase: “llegará el tiempo en que el destino le cobre la cuenta a cada quien por lo que ha hecho”.

Publicado en el diario EL CENTRO


Los fantasmas de los libros viejos

PLAZA MAYOR No. 6

En la Plaza Mayor hay libros que resguardan fantasmas, mensajes, los restos de vidas de hombres o mujeres detenidos en páginas interiores, en una frase cualquiera, en medio de un poema o dedicatoria amorosa que sólo el tiempo puede liberar.

Y esos fantasmas, vueltos fotografía, recibo, anotaciones, notas, se aparecen de repente, como suele hacerlo cada flash de la memoria. “Con todo mi cariño, Meche, para que vivas una aventura inolvidable: tu papá”.

Es un libro de Julio Verne, una añeja edición de “20 mil leguas de viaje submarino”, editorial Novaro, que detiene entre sus hojas un momento: “Feliz Cumpleaños, Nena. 17 de diciembre, 1974”.

Libros viejos. Apilados uno sobre de otro, como los días de una vida. “Te puedes encontrar de todo, a veces dedicatorias, a veces dinero antiguo, fotos, lo que mas encuentras son fotos, hojitas con anotaciones. A la gente le gusta anotar entre las hojas”.

Paulina, empleada de librería en Donceles, bien sabe lo que dice.

Custodia libros viejos con historias de otros. Relatos paralelos que se desprenden de las hojas donde fueron confinados por el tiempo. “Siempre puedes hallar sorpresas”, dice “nosotros no revisamos los libros, que cada quien encuentre lo que le toque”.

Por eso se emociona con el hallazgo. El relato de Edward W. Beattie “Pasaporte Libre. Andanzas y aventuras de un periodista por el mundo en guerra” se interrumpe en la página 144, porque el señor Nicandro Gómez Martínez, habitante del número 64 de Villalongín, Colonia Cuauhtémoc, México 5, DF, entra en la historia.

Justo antes de que el pasaporte 474503, protagonista andante por el mundo, logre resguardarse del inminente bombardeo alemán a Varsovia, el Estado de Cuenta Corriente del Banco de Comercio SA, fechado 2 de marzo de 1976, hace exactamente 31 años, cuela la historia de un hombre del que sólo se sabe que, al corte, tenía 6 mil 318 pesos con centavos en su cuenta número 433802-6.

¿Qué habrá sido de su vida? ¿Por qué precisamente en ese libro abandonó los saldos de su cuenta? El papel olvidado, el libro amarillento que huele a cartón mojado, que presume la propiedad de “Dorry Baronbaum”, no lo dicen.

Tampoco dice más un enigmático folleto, “La Casa de Ana Frank”, traído desde Holanda, para ser resguardado por años en “La cultura es nuestro negocio”, de Marshall McLuhan. Como si fuera la clave de un tesoro oculto.

Como si en la frase de McLuhan, justito delante del folleto aparecido, quedara impresa también la pregunta de acertijo: “La naturaleza detesta el vacío”.

¿O qué es entonces, si no mensaje, la hoja de almanaque en blanco, martes 18 de febrero - 1975, San Heladio, escondida entre las páginas 154 y 155 del libro “Avenida del Parque 79”, de Harold Robbins?

¿O el recibo de surtido médico número 054992, a favor de Luis Reyes Cervantes, que expidió hace 35 años la caja del Instituto Nacional de Pediatría, al quedar atrapado entre las hojas de “Secretos de la Infancia”, de Elena Quiroga?

“Los olvidos son mensajes”, dicen en los pasillos de “El Tomo Suelto”, la librería de viejo que como otras 54 regadas por la ciudad ofrece estanterías para buscar tesoros.

Tienen que serlo, un mensaje. Un fantasma. La flor que alguna vez fue rosa, dormida en un libro de Víctor Casaus y Luis Rogelio Nogueras, “Silvio Rodríguez: que levante la mano la guitarra”, no descansa precisamente en una página cualquiera.

Porque Ana María, quizá la dueña primera de ese libro, fue a dejarla justo en Resumen de Noticias: “Yo he preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”.

Mensajes, fantasmas. Historias fragmentadas en medio de otra historia, que brincan, que gritan: Gabriela Romero, 3º B, tachona en 1975, con su pluma seguramente azul, hoy tinta oscura, un sol con su sonrisa a medio diccionario.

Es la letra “L”, y al centro del dibujo de Gabriela, en medio de la sonrisa, la palabra “Libertad”.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


Metaleros

PLAZA MAYOR No. 4

En la Plaza Mayor el alarido de un muchacho veinteañero parece que desata maldiciones, odios profundos contra todo y contra todos, parece ser un clamor implacable por la sangre y por la muerte, la venganza contra una sociedad que se pudre menos lentamente cada día.

Visto más de cerca, desprovistos los ojos de la venda del prejuicio, ese aullido es sólo música, una conjunción muy simple de sonido con metal, de garganta con cerebro y algo de alma, es nomás un “aquí estamos” que estalla en las canciones: “33 grados Norte, es el punto donde está la potencia enemiga. Es petróleo lo que quiere, es la bestia más grande que hay. Hay que destruirla.”

Porque la sangre no corre. En el lugar donde canta Luis, El Metal, con su banda Human Devastation, donde otros como él se destapan las orejas a punta de estruendazos de lira distorsionada y bataka de doble pedal, decenas de chavos vestidos de negro nomás giran los pescuezos, el greñero, y se dejan devastar los tímpanos con los altos decibeles.

Y ni siquiera se trata de que los chamacos, apenas salidos del concierto metalero en la populosa Valle de Aragón, vayan a desahogar sus sedes de venganza, que destrocen con su furia el mundo que encuentran a su paso, la gente que les rodea, el universo entero.

“No vas a salir a madrear a medio mundo sin ninguna razón, eso es de pendejos, no es anarquismo. Esto es música, y a veces la banda nomás escucha la música, pero en general existe más conciencia”, dice el metalero.

“Para mi el metal transmite algo que ninguna otra música puede transmitir. Es un sentimiento de fuerza, de poder. Directo a la cara, así, sin andar con mamadas”, dice El Metal.

Invariablemente su camisa negra, su cabello largo inmenso, su conocimiento profundo por la música que le gusta, que más que filosofía de vida es divertimento, conciencia, energía.

“Luego sacan programas sobre las canciones que traen mensajes ocultos, canciones con versos satánicos y esas pendejadas: el Metal te lo dice todo directo, sin andarle poniendo secretos a las palabras”, suelta.

Todas las variables del mismo fenómeno, desde el surgimiento de ese movimiento en la medianía de los años 80, con Leed Zeppelín, Deep Purple, Black Sabath y Judas Priest como vanguardia, dan a la desesperanza, dan a ese camino que la sociedad ha decidido sin retorno.

El Death Metal le canta a la muerte, a la sordidez de la vida humana. El Trash al desmadre, a la lujuria y a la agonía de la sociedad. El Black Metal puede hablar de satanismo, del culto al nacionalismo, es el ala renovada de los nazis y fascistas. El Gore Metal habla de necrofilia, de coprofilia, de muerte, pero todas al final se preocupan por hablar al cerebro de los seres humanos.

En su canción Human Stupidity, cruda, el metalero Luis clama que “el mundo no está muriendo, está siendo asesinado. Y los asesinos tienen nombre y apellido”.

Y en esas estrofas que El Metal aúlla en inglés, palabras más o menos, se escucha que “la estupidez de la humanidad, de esos cerdos que creen merecerlo todo, al final convirtió el planeta en una mierda, de la que todos comemos, en la que todos nos revolcamos como bestias, en un vómito que va a ahogarnos pronto”.

Pero el alarido que surca ese diminuto espacio metalero, saturado de negros, con olor a loción, a caguama, a cigarro y hasta a mota, es apenas el universo pequeño de unos cuantos que le cantan a este “nido de maldad y de crueldad”, donde una niña no puede disfrutar, sin temor, su pubertad: “exorcismo vaginal, exorcismo vaginal, no podrá escapar de Satanás”.

Aunque parezca que le abra la puerta a los demonios, que esa expresión de joven es un estandarte ensangrentado que habrá de blandir para la guerra, para el destazadero del hombre por el hombre, el alarido es apenas otra cosa.

Vista más de cerca, desprovistos los ojos de sus muchas sombras, el aullido que se desprende de ese diminuto círculo de convencidos metaleros es sólo una forma de afrontar al mundo. De entender al mundo. Y recibirlo con entereza, de la misma manera en que les ha sido heredado.♠

Publicado en el diario EL CENTRO


La Rotonda vedada por los "ilustres"

PLAZA MAYOR No. 4

En la Plaza Mayor hay una rotonda para sus hombres y mujeres más ilustres, un lugar elegido para conmemorar su paso por la vida, que hoy está vedado para una simple foto, para el más elemental clic de un celular, o camarita, nomás por la ocurrencia de un burócrata de segundo piso.

Hace cuando menos sus 40 días, desde la Secretaría de Gobernación, desde el escritorio de una oficina con ventanas seguramente opacas, un funcionario de la Unidad para el Desarrollo Político, nomás porque sí, determinó que “nadie puede tomar una foto en la Rotonda de las Personas Ilustres, sin solicitar antes una autorización oficial”.

“Son las órdenes nuevas, joven, nosotros nomás obedecemos”, confía el cuidador medio ofuscado, moreno el hombre, sentado como está a la diestra del monumento a Diego Rivera, el gafete de la delegación Miguel Hidalgo colgado del pescuezo, su acreditación como integrante del cuerpo de Vigilancia del Panteón Civil de Dolores, garante como otros de que nadie ose perturbar la sabia determinación reciente del funcionario público.

- ¿Y qué van a hacer los turistas extranjeros que quieran venir a tomarse la foto del recuerdo a la tumba de nuestro “Flaco de Oro”, de doña Chayo Castellanos? – salta la pregunta.

“Pues tienen que pedir su autorización primero. Es la orden que tenemos. Esta es una zona federal, y la autoridá es la Secretaría de Gobernación”. Así de simple, carajo, como no ocurría desde que la Rotonda es la Rotonda, y desde que uno puede andar con su camarita metido en todos lados.

- ¿Pero qué jalada es esa? Es como si hubiera que pedir permiso pa’ fotografiar la tumba de Evita Perón en La Recoleta. O como si en París uno tuviera que llenar un formato en Père Lachaise pa’ sacarse fotos en las tumbas de Proust, de Wilde, o del Jim Morrison -

“Pues allá es allá. Pero aquí así son las cosas”, suelta el vigilante, ya enfadado porque Oscar, con sus ráfagas de obturador, se niega a obedecer la tontería. “Las órdenes son las órdenes”, ni modo. Hay que pedir permiso.

“En el reporte de incidentes, de hace como 15 días, anotamos que un turista francés quería tomar fotografías de los monumentos, y también lo remitimos, y al otro día vino ya con su permiso”, dicen en el módulo de información que hay en el panteón Dolores.

Pero es fin de semana. Y en Gobernación, el Director General de Cultura Democrática y Fomento Cívico, Miguel García Flores, ese funcionario encargado de autorizar los permisos para usar la camarita en la Rotonda, no trabaja, ni contesta los correos de su dirección mgflores@segob.gob.mx.

Y ni siquiera es que haya pretensión de denunciar que la mayoría de los sepulcros están todos chorreados por la herrumbre, por un desgaste incontrolado de la piedra.

Ni decir que Amado Nervo recibe, cuando llueve, los ríos de aguacero sobre la lápida, porque la autoridad responsable de preservar la Rotonda no ha tenido la ocurrencia de restaurar su monumento roto.

Que las tumbas más viejas, y hasta las más nuevas, se van desgastando irremediablemente, que están quebradas, cuarteadas, porque a nadie en Gobernación parece habérsele ocurrido que deben recibir mantenimiento.

Que los bustos, que las lozas, que casi todos los monumentos tienen deterioros poco dignos de significar ese “homenaje a aquellas mexicanas y mexicanos de ayer que con su trayectoria de vida, o sus actos excepcionales, han contribuido a conformar la herencia común de los mexicanos en el presente y en el futuro”, como se jacta la autoridad en propagandas.

Ahí está la historia social, política, cultural de todos. Ahí está la llama permanente que reconoce a los poetas, a los científicos, a los artistas desde hace 135 años. Y a ese lugar de belleza tan serena, a esa porción de cementerio con gente tan valiosa, uno quiere compartirlo con los otros.

Eso sólo puede ser posible si la dependencia lo autoriza. Como dicen en el módulo de vigilancia del Panteón de Dolores: ellos sólo cumplen órdenes de los funcionarios, aunque a veces éstas sean sólo una pendejada.

Publicado en el diario EL CENTRO


Carcajadas para la vida dura

PLAZA MAYOR No. 3

En la Plaza Mayor hay payasos que no ríen, aunque en el rostro tengan grabada la sonrisa.

Y puede vérselos subidos en el Metro, apeándose de un taxi en zapatotes verdes, con pelos amarillos, azules o violetas, y esa mueca de quien sepulta su cansancio debajo de pelotas y gorros multiformes para heredarle a un niño la alegría.

“Tengo casi seis años de ni irme de vacaciones”, dice Ring-Ring cincuentenario, sus manos ya atrapadas por la artritis incipiente: “como ya estoy viejo no puedo trabajar como antes, agarro lo que salga, ya me faltan las fuerzas, a veces me quedo dormido en los jardines, hay mucha competencia. Ya la amolamos”.

Sentado, como vencido, en una de las bancas desvencijadas de la arboleda en la Alameda Central, Ring-Ring ni parece ser el mismo enloquecedor payaso, alburero y vacilador, que media hora antes provocara carcajadas a su paso por los andenes verdes de la estación Bellas Artes, el que se juntara, nomás de Apatlaco a donde se haya ahora, sus 83 pesotes de propinas y cooperaciones voluntarias, el que pariera perros de cola boluda y orejonas jirafas anaranjadas, bicicletas de globoflexia sorprendente.

Sentado, como vencido, en una banca, Ring-Ring es nomás José Gonzalo maquillado, el papá de Claudia, Ricardo, José Gonzalo y Josefina, el abuelo de Yahir, Anideth, Mikey y Amaranta, el hombre que día tras día tiene que llevar a doña Jose, su esposa y compañera de trabajo, “lo que salga, a veces los 400, a veces los 700, a veces lo que junte en el camino”.

Porque los días de gloria, esa época de jauja payasera, para este hombre se esfumaron después que aparecieran las chorricientas mil Tatianas, “esas nos vinieron a dar al traste con el negocio, ahora todos quieren a la Tatiana, al Barney o a los mimos que hacen dance, el Hombre Araña, el Batman… ya los payasos pasamos de moda”.

Qué mas da que pueda hacer girar, para sorpresa sólo de niños muy pequeños, hasta 25 aros de colores en la cintura, o que sea capaz de imitar a tantos animales como dedos de las manos puedan contarse en una fiesta. Que cuente chistes blancos, que baile, que haga muecas de bobo o de astronauta, que pueda “inflar hasta 200 globos en una hora, y hacer siempre figuras diferentes”.

Ring-Ring está casi en el margen del negocio, porque su nombre no encabeza marquesinas ni aparece destacado en ciberpáginas, no tiene parrilladas que ofrecer, no sale en la televisión, no pertenece a la asociación de actores, porque “hasta para ser un pinche payaso ahora se necesita tener dinero. Y no lo tengo”.

Toda su agenda se reduce a lo que cache, a montar espectáculos improvisados en las plazas públicas, a amenizar alguna fiesta de barriada, a armarse de valor y encaramarse al metro, a rolar entre sus vecinos de Iztapalapa, a pellizcarle alguna chamba a sus amigos.

Los payasos de caché, como el Loquillo, tienen su espectáculo bien musicalizado, con efectos especiales, lluvia de burbujas, nieve, fotos con artistas y personal uniformado. Ring-Ring apenas lleva en su maleta una pequeña grabadora, el mismo casete de hace veinte años y la música de un casi desaparecido Cepillín, que los niños de estos días ni siquiera reconocen.

Lo suyo no son las fiestas de 4 mil o 5 mil pesos por presentaciones de una hora, ni las apariciones en los programas infantiles, ni los regalos fabulosos que incluyen una sorpresa adicional por festejado, ni el “batimóvil” armado, ni el número celular multiplicado en algún diario.

Para Ring-Ring la comicidad son sólo carcajadas para una vida dura, su caudal de chistes mil veces repetidos y salir de su casa arropado de entusiasmo. Es hallar a quiera requiera divertirse un rato, algún chamaco deseoso de su globo y “sacar adelante a mis muchachos, ya me faltan nomás dos, los otros ya se me casaron”.

Para el payaso de trapos percudidos, peluca con aroma a viejo y nariz desvencijada, su oficio de 38 años son miles de horas de camino, una ciudad que ha aprendido a carcajearse menos, y una posibilidad, todavía latente, de arrancarle algún día una risa a la fortuna.♠

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Los diableros en el laberinto

PLAZA MAYOR No. 2

En la Plaza Mayor hay hombres que cargan con su diablo, casi todos chambeadores de madrugada a noche, re cábulas, los güeyes”, que al mismo tiempo son la sangre vital y las orejas que hacen posible funcionar ese inmenso laberinto de mercadeo ambulante retacado de secretos.

“De todo carnal, aquí ves de todo y cierras el hociquito, o te carga la chingada”.Es El Rana. Trae las manos renegridas de casi seis horas de andar tras de su diablo, la gorra que estuvo empapada hace un rato ya se le secó en la choya y vuelve otra vez a medio mojársele con los sudores de la tarde: “acá está medio grueso el pedo, carnal. Ves muertitos como ver patonas, y mejor correrle cuando ves a alguno de‘llos”.

Si no estuviera tan cacarizo, “si no tuviera la cara tan picada” como la tiene y no fuera tan trompudo ni tan prieto, El Rana dice que a lo mejor no sería un carnal tan feo.

Pero más feo es lo que mira por las calles que controlan, metro contra metro, Silvia Sánchez Rico con su parentela, María Rosete con sus golpeadores, David Guzmán, el dueño de Lázaro Cárdenas, o Alejandra Barrios, que “regresó más encabronada que nunca”, y que junto con los otros jerarcas de su gremio es la voz de autoridad del laberinto.

Porque si algo escurre por los pasadizos en que está convertido el Centro Histórico, es la podredumbre de la corrupción por todas partes, el hedor que salta del negocio a carretadas, los concupiscentes ojos ciegos de una autoridad entumida con el dineral de tantos puestos y tantas transas, el no poderle ver un fin a la maraña.

“Cada cabrón tiene su ruta”. “Cada horario se paga distinto”. “No te puedes salir de tu sector, ni de tu hora, porque luego luego se te echan encima los compas”. “No puedes jugarle chueco a tus líderes”. “No puedes cambiarte de bando”. “Ni madres que llegues nomás con tu diablito a querer entrarle al negocio”, dice El Rana. Son sus normas.

Desde una de las entradas del laberinto, en la calle de Moneda que desemboca en Seminario, y hasta más allá de lo que debía ser el cruce con Jesús María, en el mero territorio que doña Chivis Sánchez le disputa a Rosalbita Hernández, El Rana mantiene casi erguida la carga de esqueletos de puestos ambulantes, en un acoplamiento perfecto de destreza y maña: “también me mocho con mi cuerno, 35 varos por día para chambear sin pedos”.

Camina sin dar tumbos por entre el gentío, se mete con destreza en una accesoria que parece no tener puertas o ventanas, se baña con una cortina espesa de juguetes y carritos que son una cascada de plástico y cartones, cuenta sin temores que Los Pablos, Los Seminarios y un grupo de chamacos carpeteros de 15 años, apodados Los Chikis, aquí son la ley en la fayuca, el “roberto” y la pirateada.

“A unos compas los agarraron, se metieron al secuestro de los pesudos. Como anda uno por todas las calles, uno sabe quién tiene el billete, cuándo llegó el cargamento de la mota, del Roberto, dónde están las bodegas machinas. Quiénes son los meros meros, quiénes venden qué. Según el que pregunte, sabes o no sabes”.

Desde Izazaga hasta el Eje Uno, y desde Circunvalación hasta Lázaro Cárdenas, los diableros son lo que fluye en las arterias taponadas de puesteros. Son el pulso del negocio que le quita el hambre a muchos miles.

“Si hay como 30 mil puestos, y tú les cobras de a 20 o 30 bolas por carga, según la distancia y lo que cargues, échale cuentas nomás si no es negocio”.

Los diableros. Los que hacen de sus diablos un camastro, los que se mueven en vaivenes que no cesan, con sus roles de jornadas diurnas o nocturnas, los que montan puestos, transportan la merca, descargan un tráiler, esconden la droga, apañan al ratero, avisan si hay peligro y hacen posible que el negocio marche.

Por eso dice El Rana que su oficio es algo más que andar detrás del diablo: “aunque sean re cábulas los güeyes, sin uno no se mueve aquí ni madres, mi carnal. La neta”. Por eso muestra su orgullo en la sonrisa prieta y cacariza. Por eso regresa confiado al laberinto.♠

Publicada en el diario EL CENTRO.