CREA y las microempresas de mujeres migrantes
Este 2010, trabajé para un proyecto empresarial denominado Iniciativa México. Mi papel ahí era realizar reportajes de los proyectos participantes.
Éste es un reportaje sobre CREA, una organización no gubernamental que apoya a mujeres para crear microempresas a partir de ideas sencillas.
Mayoritariamente mujeres parientes de migrantes zacatecanos, el proyecto CREA es de un gran impacto en la región, pues dota a cientos de mujeres de nuevas opciones de vida.
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Ñango y sin permiso, Santa cumple
Una mañana de diciembre de 2009, éste reportero se disfrazó de Santaclós y así, con botarga, barba, botas y entusiasmo, salió a las calles de la ciudad de México a contar una historia de Navidad.
¡Santaclós… Santaclós, usté no puede estar aquí! La voz del funcionario del Gobierno del DF parece una descarga de diábolos conforme se acerca.
El contorno de escuincles, unos 15 pares de diminutos ojos fascinados que me observan, comienza a disolverse.
—¿Qué no entiende, carajo? ¡No puede estar haciendo eso aquí!
—¿Pero qué estoy haciendo?
—Váyase. Pa’star aquí tiene que sacar permiso, esto es un lugar privado.
El hombre desenfunda de su cintura un equipo de radiocomunicación y, sin dejar de mirarme, de escanearme como se dice ahora, pide una patrulla para ese pedazo de Plaza de la Constitución donde nos encontramos.
Con su brazo el funcionario ahuyenta a las últimas palomas de un metro y 15 ilusionadas con mi disfraz, con mis abrazos.
El terciopelo rojo de mi saco se frunce en el puño de la autoridad; el sol, de por sí una estufa, parece subir su flama al máximo porque el peluche del traje, la panza de borra y manta, incluso la peluca, la barba de nylon, comienzan a sentirse mojados, me pican, me desatan una comezón que sólo había sentido cuando, de niño, me senté sobre un hormiguero.
—Nomás estoy aquí, deseando feliz Navidad a los niños, le digo. ¿Por qué tendría que decirle que soy reportero y por hoy un Santaclós callejero?
Él no recibe respuesta de su aparatito. A esas horas del domingo, la policía debe andar custodiando el circuito ciclista en Reforma o la pista de hielo.
En el Zócalo, vedado a Santaclós por obra de un decreto que más parece sancionar el comercio que no rinde votos que el ambulantaje, un hilo de familias observa en silencio, sin intervenir, el aquelarre funcionario-Santa, en el fin de semana previo a la Nochebuena del año de la violencia.
“Mira, ahí va Santa”
Mientras el funcionario duda, no recibe apoyos, aprovecho para detenerme ante uno de los tantos niños que abracé minutos antes: es una enorme bola de cachetes morenos, rojos, una boca mínima, dos manos juntas encima de un ombligo desbordado con camisa de Bob Esponja, dos brillantes pelotas negras debajo de las cejas, un deseo simple: “quiero que me traigas una bicicleta, con ruedas para que no me caiga”.
¿Y has sido bueno, obedeciste a tus papás? —le pregunté antes— porque sólo tengo regalos para los niños que se portan bien y obedecen a sus papás.
El “sí” inmediato estuvo acompañado de un rejuego de manos incesantes, la vista en alguna parte que no era mi rostro de Santaclós hechizo, un nerviosismo que se tradujo en piecitos sin descanso, en movimientos de cabeza, en titubeos que sólo acabaron en sonrisota cuando le solicite un abrazo, que duró un minuto.
Diego, como dijo que se llamaba, no fue el primero. Desde temprano comenzó el aguacero de apapachos, de gritos genuinos para celebrar el paso del disfraz rojizo, del “¡mira, ahí va Santa!”, con tantas miradas reencontrándose en una ilusión que no parecería de una ciudad con un índice de al menos 400 delitos diarios.
En la esquina de Reforma y Florencia los ciclistas avanzaban junto a la figura regordeta del costal de plástico relleno de almohada; y con sonrisas, gritos, saludos: “¡Ese mi Santa!”, casi exigían el “Jo jo jo” como respuesta.
Lo mismo adultos que niños, aunque más espontáneos los chamacos. Igual los paseantes con cámara que los trabajadores de limpia, incluso policías, quienes pedían su foto, “mi muñeca de carne y hueso”, “ora sí tráete un Ken para esta Barbie”, e inalterablemente convergían dispuestos en ese lugar extraviado a donde uno debe ir para creer las fantasías.
Desde los automóviles sonaban los cláxones, desde los patines, las bicicletas, las patinetas los “¡Qué Santaclós tan ñango, se ve que está dura la crisis!”. Desde los microbúses el “adiós Santa”, que llegaba a convertirse en romería si pasaba por la Alameda, si me aproximaba a Bellas Artes, si agarraba por Madero para llegar al Zócalo, y un tropel de enanos sin titubeos pedía un balón de futbol, una muñeca, un carro a control remoto, algo de ropa.
“Si no puedo traerte todos los juguetes que pides, piensa que te quiero mucho y que los regalos están llenos de amor”, decía a los niños cuando notaba la mirada agobiada de sus padres ante el cúmulo de peticiones.
Como otros dos mil, quizá dos mil 500 hombres vestidos como yo en las calles de la ciudad de México en esta temporada, según estimaciones del gobierno, sentía la obligación de mantener viva una esperanza, que si bien no es netamente mexicana sí es esperanza al fin, y mucha falta que hace.
Quizá por eso pesaba menos la botarga, por eso el clavo del zapato derecho no llegaba a doler tanto tras horas de caminata, por eso las rozaduras de la entrepierna, por la costura del peluche, eran soportables; quizás por esa obligación el estorbo de la panza podía ser sólo mínimo, y el calor de estufa a todo fuego, hirviendo bajo del saco alquilado por mil 300 pesos, llegaba a confundirse en cada abrazo.
¡Feliz Navidad!
Pero el funcionario insiste en que me vaya. La gente murmura la arbitrariedad mientras me dice que los “Santacloses” están confinados a la zona del Monumento a la Revolución, que si quiero evitarme problemas me salga del enrejado que privatiza el Zócalo.
Ya sé cómo se las gastan: en la noche, siete patrulleros jalonearán a otro como yo, incluso de los blancos pelos, para subir a la furgoneta: un Santaclós aprehendido, en una acción tan eficaz que ya la quisiéramos ver contra la delincuencia.
Vuelvo a mirar los ojos de Diego, un niño como tantos, quien parece no comprender lo que se dice.
Entonces entiendo como mi obligación defender su fantasía, y decido salirme del enrejado sin mayores aspavientos.
—Ya me voy, señor funcionario. Aunque no estoy haciendo nada malo, le digo.
El colaborador de Marcelo Ebrard se aleja unos pasos, pero vuelve la cara enfadada de inmediato porque escucha los gritoneos que le lanzo a manera de rebeldía: “Feliz Navidad. Feliz Navidad a todos… Jo jo jo”.♠
Publicado en El Universal
Migrante No. 17: Carlos Alejandro Mejía Mendoza
72 MIGRANTES.COM
Carlos vivía para su madre y ella, orgullosa, le replicaba los cariños. Amor de madre caribeña, vecina de las arenas en las costas de Triunfo de la Cruz, y amor de muchacho garífuna, de hermoso negro hondureño con casi 20 años y un sueño en los ojos.
"Él quería levantar a la mamá, Isadora, darle todo a la mamá. Como es único hijo varón. Y aquí no lo podía hacer, por eso quiso salirse".
Alejandro, su tío, cuenta que aún parece estar viendo a Carlos cuando era un cipote, de 11,13 años: ordeñaba y arreaba el ganado de un vecino por los montes de su aldea, abrazaba a su madre, cuidaba de sus cinco hermanas e iba a corriendo a la playa para jugar con los demás cipotes garífunas, sangre nueva de una cultura nacida hacia 1635, cuando barcos españoles cargados de esclavos africanos naufragaron cerca de la isla San Vicente y los primeros garífunas nadaron, liberados, hasta las costas cercanas, para después mezclarse y esparcirse por lo que hoy son Honduras, Belice, Guatemala.
Alto como las palmeras de la costa Atlántica, fornido, musculoso, con una sonrisa de boca ancha y carnosa que emitía tonos graves, Carlos tenía dos pasiones: el futbol, en el que jugaba de defensa como si fuese un profesional, y la música.
Había nacido en el año en que 'Sopa de caracol', de la hondureña Banda Blanca, conquistaba media América Latina con el baile de la 'punta' garífuna - 'Watabuinegui consup, watabuinegui wanaga, si tu quieres bailar sopa de caracol ¡eh!', y quizá por eso le gustaba la bailada.
Se iba a la Disco a Tela, porque ahí tocaban la música moderna, el pop, el reggaetón y en una de esas hasta la 'punta', que también le gustaba bailar a su mamá.
Pero en su aldea, Carlos ya no podía estar. Ver a su madre esforzarse por ganar dinero le dolía. Dignidad de varón de raza negra.
"Ya no le ajustaba. Vos sabes cómo está la situación, que una semana hay trabajo y otra no. Carlos, de aquí de Triunfo era la primera vez que se iba".
Esperaba llegar a Miami con sus tíos, quienes contaban con el dinero para pagar a los polleros que lo cruzaran a él y a Junior Basilio Espinoza, su otro tío.
La noche de su partida, habiendo pensado que podían encontrar trabajo en un restaurante o incluso en los naranjales de Florida, Carlos quiso probarse una camisa roja dibujada con una brillante águila dorada y Junior una camisa blanca. Decidieron que entrarían vistiéndolas al paraíso de la paga abundante.
"Quizá les dijeron que esa misma noche llegaban y por eso se pusieron esa ropa, con esa misma ropa los mataron". Alejandro, quien lo cuenta, se aleja el teléfono de la boca y comienza a toser: 72 asesinatos juntos aniquilan cualquier garganta. Y cualquier alma, cualquier esperanza posible de cualquier país.
Casi tres meses después de su partida, el 9 de agosto de 2010, Carlos Alejandro aún no ha regresado a Honduras. Isadora, impaciente, aguarda por su hijo. "Todos los días, todas las semanas le dicen que llega y llega y nunca llega".
Amor de madre caribeña, ella espera tomarlo de nuevo entre sus brazos para cantarle úragas garífunas que cuenten la historia que Carlos hubiera querido escuchar sobre su propia vida. Le replicará su cariño de muchacho amoroso y entonces, orgullosa, devolverá su cuerpo a las arenas de las costas de Triunfo de la Cruz.♠
Publicado en 72migrantes.com
Te amo...
... por mi madre y mi padre, que nacieron en tu suelo, se conocieron en tu suelo, se amaron en tu suelo y me dieron la vida
... por cada uno de mis hermanos, que viven de ti, trabajan en ti, sueñan y alcanzan sus metas
... por quien me acompaña en la vida, que nació en tu suelo, te ama como yo te amo y te sufre como yo te sufro
... por la generación que nos sucede, la que está aprendiendo a amarte, a conocerte, a sentirte como la sentimos nosotros
... por toda la gente que ha nacido aquí, la que ha llegado y al conocerla me ha regalado uno de los más apreciables tesoros que poseo
... por tu maíz amarillo, por el blanco, tus jitomates rojos, tus chiles de colores, por tu huitlacoche y todos tus panes
... por tus tunas, tus uvas, duraznos, ciruelas, piñas y sandías, por las granadas, por las mandarinas y tejocotes en diciembre y la jamaica todo el año, por la horchata y por la chía
... por tu rosca de reyes, por tu chocolate, por tu pozole y tu mole poblano, por tu cochinita pibil y tus enchiladas, por tu caldo de olla
... por tu José Alfredo, tu Agustín, tu Álvaro Carrillo y tu Consuelo, por Manzanero y Juanga, por Cantoral, por tu Marcial, Joan, El Buki, Tito Guízar, por Julián Carrillo, por Carlos Chávez, por Revueltas, por Galindo, por Pablo Moncayo y su Huapango, por Juventino Rosas
... por Lola Beltrán, por tu Chavela, por Óscar Chávez, por tus Caifanes, tu Timbiriche, tu Lila Downs, tu Eugenia, Yuri
... por el mariachis, por la marimba, por los sones veracruzanos y la jarana
... por Aires del Mayab y tu Cielito Lindo, por tu Himno Nacional y La Llorona, por Soy Puro Mexicano, por México Lindo y Querido
... por Diego y Frida, por Leonora Carrington, por Remedios Varo, por O'Gorman, Orozco, Siqueiros, Mérida, Izquierdo, Tamayo
... por tus esculturas de Xilitla, por tus callejones de Guanajuato, por el Zócalo, la Alameda Central, tu Coyoacán, tu Ciudad Universitaria
... por tu Acapulco y San Miguel de Allende, San Juan del Río, Cancún, Huatulco, Querétaro, por tu Cuernavaca y mi Tampico
... por José Carlos Becerra, Josefina Vicens, por Pacheco, Paz, Sabines, Rulfo, Ibargüengoitia, por Spota, por Fuentes, por Elena
... por Martín Luis Guzmán, por Buendía, por Arreola, Novo, Poniatowska, por Villoro y los cronistas y periodistas que te han contado
... por Noticias del Imperio, por El llano en llamas, por De Perfil, por La Muerte de Artemio Cruz y por El Libro Vacío
... por Luis Buñuel que te miró distinto, por el Indio Fernández y Figueroa que te retrataron como nadie
... por tu María Félix, tu Gloria Marín, por Armendáriz, Dolores, Katy Jurado, La Pinal, por Negrete, Infante y López Tarso
... por tu Cantinflas, por supuesto, y tu Tintán con su Marcelo, por Chabelo, Vitola, el Chavo del Ocho, la Pájara Peggy y Chiquidrácula
... por tu Cuna de Lobos y tu Siempre en Domingo, por tu Rock 101 y tu XE-TU
... por Lola y Manuel Álvarez Bravo, por Casasola y Tina Modotti, por Mariana Yampolski y todos los fotógrafos que te han mirado
... por Barragán y por Pani, por Ramírez Vázquez y González de León, por tu arquitectura y tu paisaje urbano
... por tu ropa en los tendederos y tus macetas de cubeta, por los letreros con mala ortografía y las cajas de Fab en las centrales de camiones, por los mercados sobreruedas, por las manifestaciones, por el desparpajo de tu gente y su solidaridad cuando hay problemas
... por tu Pedro Coronel, por tu Felguerez, por Juan Soriano y mi paloma con chichis
... por los parques, los jardines, por las calles de adoquín, por las empedradas, por los baches por millones también, por qué negarlo
... por tu Catedral de Puebla y tu Teotihuacán, por el Hospicio Cabañas y Chichen Itzá, por Montealbán y el Paseo de la Reforma
... por el día de muertos, por el de las madres, por tu Grito y tus posadas, por los puentes de mayo y los de febrero
... por tu tequila, obviamente, por tu cerveza, tu mezcal y tu tepache, por las borracheras memorables y las crudas con pancita y barbacoa
... por tus domingos y tus viernes, por tus discotecas, bares, antros y museos, por tu Xochimilco y mi calle cuando está tranquila
... por tu gente buena y también por la mala, que hacen que la diferencia se note cada instante
... por que sigues vivo pese a tus pésimos gobiernos, tus cínicos políticos, tus asquerosos partidos políticos
... por tu extraordinario periodismo, por el oficio de mi vida y por la vida de mi oficio
... por mis amigos, por mis enemigos, por tus amigos y tus enemigos
... por el tráfico de los domingos en la tarde, por las calandrias de Guadalajara, por el Paseo Montejo, por el Malecón de Veracruz, por Xilitla, por Playa Paraíso...♠
Un grito: La crónica del día en que los periodistas mexicanos decidieron reencontrarse
Salió de la bola, de los colegas de los estados que pudieron llegar, de los fotógrafos, de los camarógrafos que también se sumaron, de los "bulbos", los de tele, los de prensa, los reporteros de a pie, "la perrada" revuelta ahí, en la puerta de la dependencia federal, junto a las escasas, pero muy emocionadas, "vacas sagradas" del periodismo mexicano.
Salió de Don Miguel Ángel Granados Chapa, enorme y generoso al aceptar arropar, con su prestigio, a los "ilusos" organizadores de esta marcha.
Salió de entre los abrazos, las sonrisas de colega emocionado, de la alegría de quienes día a día se saben diferentes, se pelean la exclusiva, arman el "chacaleo", "se chingan" al del otro medio con tal de ganar la nota.
Salió de los cientos y cientos que contó la policía, la que dijo "son mil 200" cuando la caravana avanzaba desde el Ángel con su movilización de pocos precedentes.
Salió de entre las pancartas, de entre las mantas, de entre las gorras, de ese silencio que se convino blandir como protesta, como indignación, como manifiesto de hartazgo pero también de humildad: "perdón, a cada uno de nuestros colegas muertos, por no haber salido a la calle hace 10 años, cuando cayó el primero de los nuestros".
Salió de la certeza de que "juntos, nos salvamos".
Salió de la confianza de que piensan diferente, escriben diferente, relatan diferente, miran diferente, se sienten mejor que el otro, más chingón, más perro, más independiente, pero al final del día, cuando cierran la cortina, les aúna el oficio que eligieron para vivir sus vidas.
Salió de ese momento en que los nombres de los 67 compañeros, cuyas muertes permanecen en la impunidad casi absoluta, se fueron a apostar sobre la puerta principal de la dependencia del gobierno, como descrédito de un conjunto de instituciones que no funcionan bien, porque no quieren o porque no pueden, ni para los periodistas ni para casi nadie. Salió cuando esos nombres quedaron ahí, a la espera del día que la dependencia, todas las dependencias involucradas, decidan por fin hacer justicia: un día, un mes, un año, diez...
Salió, ese grito, cuando más lo necesitaba un oficio amenazado por la violencia, por la delincuencia, por el narcotráfico, pero también por la corrupción gubernamental que los solapa, los tolera, los ignora. Salió cuando aparecen voces que pretenden unificar las expresiones, acallar las realidades, manejar la percepción a modo, como si así se pudiera sostener en pie un país que se desgrana. Como si al país le sirviera un Jefe de Estado que se asume como Jefe de Información.
Salió, ese grito, de entre el manifiesto sin matices que exige "cumplimiento cabal, por parte de las instituciones del Estado mexicano y de los diferentes órdenes de gobierno, de su deber y obligación constitucional de garantizar y custodiar el pleno acceso y disfrute de los derechos a la libertad de expresión y al acceso a la información, para todos los ciudadanos y los periodistas, sin distinción de posiciones ideológicas, políticas o de cualquier otra índole".
Salió de ahí, de las gargantas unidas, en su ya memorable 7 de agosto del año de su reconciliación como colegas.
Un grito grueso, contundente, unísono, de trabajadores de los medios de comunicación sabedores de que sin periodismo libre no existe democracia posible, ni sociedad viva, ni país ninguno.
Un grito de justicia, de aliento, de determinación asumida. Un grito que casi quería llegar hasta los colegas de Sonora, Chihuahua, Baja California, Morelos, Veracruz, Nuevo León, Michoacán, Chiapas, Guanajuato, Oaxaca, Sinaloa y Guerrero, que también salieron a las calles.
Un grito rojo como la sangre de los colegas asesinados, negro como las pistolas, manchado como las mordazas de los secuestrados, un grito inmenso, en fin, como marea: ¡NI UNO MÁS, NI UNO MÁS, NI UNO MÁS!P.D.Todavía suena, el grito.
Aún cuando todos se retiraron a celebrar, chupando, su reencuentro con el otro.
Y fue espontáneo. Como casi todas las cosas que le habían dado origen, forma a este movimiento. Espontáneo, el pinche grito, como esas palabras que luego salen por la boca a borbotones, cuando a uno le estalla de emociones esa víscera llamada corazón.♠
¿Por qué ir al Ángel de la Independencia éste 7 de agosto?
...porque la sociedad a la que pertenezco tiene derecho pleno, irrenunciable, a ser y a estar bien informada, a decidir libremente a quién escuchar, a quién leer, a quién mirar, a quién creerle.
...porque la Constitución garantiza a todos los ciudadanos el derecho a difundir y obtener información, pero ese derecho hoy está conculcado en muchos lugares, en gran medida por hechos de violencia, acoso delincuencial y gubernamental, por impunidad, por falta de justicia, por corrupción, por la no vigencia de un pleno Estado de Derecho
...porque las condiciones de no vigencia plena de las garantías individuales, bajo las que hacen su trabajo colegas reporteros de algunas entidades, poco a poco van multiplicándose, como cáncer, en más y más entidades, amenazando por completo el ejercicio libre del periodismo en México.
...porque estos tiempos de duelo, amenaza, acoso, de furia contra los periodistas por parte de la delincuencia organizada, también son aprovechados por poderes políticos y económicos, de un signo y de otro, para intentar acosarlos, controlarlos, amordazarlos.
...porque estoy convencido de que este es el momento en el cual los periodistas mexicanos debemos unirnos, como no lo hemos hecho en generaciones, para establecer un marco de garantías mínimas para el ejercicio de una plena libertad de expresión, para ofrecer a la sociedad, a la que también nos debemos, un Periodismo serio, profesional, libre, plural, crítico: útil.
...porque al gobierno le corresponde custodiar las garantías en torno de la Libertad de Expresión, no limitarlas, ni matizarlas, ni revisarlas, ni mucho menos coartarlas.
...porque creo que el periodismo tiene la función de investigar, denunciar, relatar, pormenorizar y dejar constancia del momento que observa, con plena y absoluta libertad, como parte integrante y fundamental de la cultura y la sociedad a las cuales pertenece.
...porque me rehúso a uniformar mi punto de vista como periodista; porque las voces distintas hacen una Democracia; porque en estos tiempos de violencia y miedo es cuando más se requiere de la prensa libre, plural, crítica, observadora, cuestionadora, que explique a la sociedad, con sus distintos puntos de vista, sus fallas, sus defectos, sus problemas y sus potencialidades.
...porque el Estado mexicano tiene el deber, la obligación constitucional, de hacer respetar, sin cortapisas, el derecho de todas las voces a expresarse, a difundir su mensaje con garantías plenas y sin distingos.
...porque siempre existe la amenaza de que los políticos, sin importar partidos o tendencias ideológicas, vean en el periodismo crítico, plural y libre un enemigo a vencer, a amordazar, a controlar, a limitar e incluso a desaparecer. Y porque esa amenaza conlleva el riesgo de que desaparezcan también las libertades de toda la sociedad mexicana.
...porque en la industria comunicacional, el eslabón más débil, como siempre, es el obrero de la tecla: el reportero, el de abajo, el que gana la nota por unos cuántos pesos, el que está condenado a la medianía, el que ve cómo le regatean aumentos, ascensos, condiciones mínimas de trabajo, el que a veces no puede aspirar, ni siquiera, a un seguro de vida por el trabajo que realiza.
...porque pertenezco a una generación de reporteros que, creo, es más solidaria, más unida, menos mezquina con sus pares, a quienes no les regatea el derecho de pensar distinto, de mirar las cosas desde otros punto de vista.
...porque creo que es un excelente momento para que el periodismo mexicano se reencuentre con la sociedad a la cual se debe.
...porque creo en la frase “no coincido con lo que dices, pero daría mi vida por defender el derecho que tienes a decirlo”.
...porque soy reportero y quiero seguir siéndolo toda mi vida. Ejercer mi oficio con libertad, con garantías plenas, en el medio de comunicación que elija para realizarlo.♠
Un rumor... como de niños muertos
Luis Guillermo Hernández
@luisghernan
Justo muchos días después, su grito no alcanza a distinguirse en medio del caótico murmullo de una ciudad que olvida fácilmente, que siempre prefiere mirar hacia otro lado.
Y no es que ellos, ellas, no griten con todas sus fuerzas. No es que esas mujeres y hombres no se desgranen en estallidos de un dolor compartido que clama “¡asesinos!” o “¡Justicia!”, ante un edificio que pareciera siempre estar cerrado.
Porque el enorme y millonariamente remozado edificio del IMSS, para ellos siempre está cerrado.
No. Ellos gritan, encienden sus antorchas en medio de la lluvia, avanzan lentamente sobre una avenida que, además, les mienta la madre. Blanden sus pancartas derretidas de agua y agravios y cargan en un ataúd blanco las ofensas contra 49 niños sonorenses que murieron, contra otros tantos que quedaron marcados de por vida, sin que autoridad alguna se haga responsable de la tragedia. Gritan, chillan, aúllan. Pero no los escuchan.
¿Y por qué habrían de hacerlo? Ahí, en el aguacero de las siete de la noche de un día cualquiera sobre Paseo de la Reforma, esos doscientos, trescientos hombres y mujeres, no son más que gente sin rostro pidiendo justicia.
No son más que unos cuantos jodidos, de entre más de 100 millones, que están indignados por unos niños distantes, asesinados por la negligencia, la corrupción y el autoritarismo de gente que sí es importante.
Para el Poder, para quienes en México sí importan -da igual que se trate de un obeso Ministro de la Suprema Corte de Justicia, un diminuto gobernador que duerme plácidamente, un Presidente pequeñito cuyos hijos están bien cuidados o un atarantado funcionario del IMSS cuya clave de empleado le da para hacerse tonto-, ellos, los gritones no valen nada: se beberán su aguacero doloroso y regresarán a sus casas a rumiar desesperanza. Sólo eso.
Aunque sigan gritando. Aunque avienten en pequeñas hojas volantes sus preguntas a Margarita Zavala, la “prima lejana” de una de las dueñas de la guardería incendiada, saben de antemano la respuesta: "¿Cómo puedes dormir tranquila cuando muchas madres no pudieron despedirse de sus hijos?”.
Aunque se indignen, como Martha, una mujer de 64 años, ojos estrellados de llanto, labios abiertos a puro grito, que dice poder aceptar, y sin chistar, que haya narcotráfico, corrupción, violencia, robos, mordidas y hasta la falta de democracia que permea todas las capas de la estructura social mexicana... “pero no esto, la muerte de esos niños, porque aceptar la muerte de estos chiquitos es como volvernos animales”.
Los indignados se reparten a lo largo del infranqueable edificio del IMSS y despliegan los nombres de los 49 niños muertos, los de los otros 41 niños que quedaron con vidas marcadas.
Exigen renuncias que jamás han de llegar, juicios que se han de postergar hasta el infinito, despidos que jamás han de ocurrir para autoridades que no funcionan.
Y en su minuto de silencio, llano, solitario, gris, saben que en México, su México, no hay nadie que escuche.
Aunque sigan gritando al país que despierte, que haga algo ya, porque alguien asesinó a 49 de sus hijos y no ha habido nadie que pague por el crimen.
En medio del murmullo de la ciudad, en medio del susurro apagado de una sociedad indolente sonará un control remoto que sintoniza la telenovela de la tarde, el programa cómico, el fútbol, el programa radiofónico de bromas por teléfono.
Y ese volumen, embrutecedor, patético, apagará el grito de estos hombres y estas mujeres, apagará el sonido de este dolor que los poderosos van a dejar impune, que los poderosos tratarán de diluir:
¿A quién le importa? Es apenas un leve murmullo de gente, sonidos lejanos de quienes no tienen poder. Voces sin rostro. Rumor apagado, imperceptible.
Un rumor silencioso. Como de niños muertos. Asesinados.♠
Los niños de la furia 3a. Parte: ÉL, LÁGRIMAS
Él se llama “Lágrimas”, aunque debía llamarse “Cicatrices”.
Abre un poquito menos los ojos negros, esas canicas pestañudas de una hermosura robada a la más triste mirada de perro tierno, y sonríe, con labios francos y abiertos, para sosegarse con su futuro: “a ese hijo de su pinche madre también lo voy a matar”.
Ningún músculo se altera después en el rostro de “Lágrimas”, ni los párpados de pestañas interminables, ni los pómulos surcados por heridas, ni el cuello, apenas sus labios, que recuerdan la violencia más cruda, la acometida del pene agresor, el dolor bajo la espalda, las piernas dobladas, la panza en vértigos: “a ese hijo de su pinche madre también lo voy a matar. No se me olvida su cara. Va a llegar ese día en que me voy a sacar la espina”.Read more
Los niños de la furia 2a. Parte: TÚ, COLABICHI
La navaja entra filosa, lenta, contundente, en el envejecido abdomen de la gorda mujer ¿La sientes? ¿Ves el chorrote de sangre, el caliente chorro colorado que te salpica la pierna derecha del pantalón, y el grito del vigilante, el aullido, el miedo?
Fuiste tú, “Colabichi”, fuiste tú y tu mano derecha, tu mano de 11 años cumplidos meses antes. La foto de “El Debate”, aún sin permitir ver tu cara, dice que eres tú. La gorda mujer está aullando ¿Ves? También ella dice que fuiste tú, “Colabichi”. Y está aullando porque le enterraste la navaja justo debajo del seno derecho, y ahí sigue.
Entraste a robar, carajo, entraste ese jueves por la noche a la mueblería “Muebles para el Hogar Don José”, o algo así, en la zona Dorada de Culiacán, nomás para robarte unos cuantos pesos para el “perico” de la noche, y no ibas sólo, llevabas contigo a tu navaja, compañera de sangre como no has conocido otra. Ni conocerás.
Y no es la primera vez, escuincle de ojos pequeños, de hoyo en las mejillas, porque bien que cuentas, sin rubores pudibundos, que empezaste a caer en el Tutelar cuando apenas despegabas ocho calendarios y te urgía tener esa bicicleta, la primera de tu vida.
No es la primera vez, porque bien que traes la cuenta de tus robos y tus “malías”, que es la forma que encontraste para llamar a tus asaltos con violencia, intentos de homicidio, ventas de droga, consumos consuetudinarios de estupefaciente, intentos de violación, por los que, una vez y otra, te has ganado a pulso el mote que te designa y te iguala con un podrido animalillo ponzoñoso: “Colabichi”.
¿O no fue eso el asalto a mano armada afuera del Hospital Regional del IMSS en Culiacán, unos meses después del robo de la bicicleta, en 2002? ¿No fue eso el haberte brincado la cerca de la casa de la vecina en Guasave que, justo cuando habías tomado el bolso con casi tres mil pesos, te agarró de las greñas y se puso a gritonear hasta que llegó la patrulla junto con la familia que te había dado cobijo y traicionaste? ¿No fue eso la bicicleta que te robaste de una panadería, y que fuiste a perder un mes después en el Malecón del río del Puente Viejo porque viste otra mejor que no te pudiste clavar?
Sí, “Colabichi”, “se te prendió la loquera”, como dices, y desde los ocho años abandonaste a tu familia, o lo que quedaba de ésta, y dejaste Topolobampo nomás por malora, para agarrar de cordón umbilical el “cristal”, el “activo” y el “perico” “nomás por presumir”, que te han dado cuerda los años que han seguido.
Y la vida, “Colabichi”, que se te va escurriendo vuelta humo, como ese que despide la piedrita blanca que calientas con el foco encendido y te aliviana, te activa, pero cuando se te baja, entrado el amanecer, te deja casi ciego con un pinche rayiyo de sol de la mañana. Puum, dices bien “Colabichi”: “puum”.
“SÍ, LE PEGASTE EL BALAZO”
¿Dónde dejaste la niñez, “Colabichi”? Y no repitas que tus padres, campesinos sinaloenses, muertos de hambre como muchos, te la escondieron entre los cuerazos, la ignorancia y el divorcio. No repitas que las friegas de tu padrastro, adicto a la cocaína y alcohólico, y los gritos de “te voy a matar, te voy a matar” se la llevaron entre las sílabas.
¿Dónde la dejaste, escuincle de sonrisa grande, frente amplia, nariz rectilínea? ¿En el balazo que le metiste una noche a tu padrastro, ya harto de sus golpes, o en los gritos de tu madre, ahogada en el llanto que maldecía la hora de tu nacimiento y buscaba el hacha de su macho para darte?
Seguro dirás que ahí, que la pistola estaba cargada sin que lo supieras, y que tú sólo querías espantarlo al cabrón, sólo querías que te dejara de decir “maldito mocoso de mierda”, y que no te llamara “pinche perro, muerto de hambre” y que tu mamá dejara de fingir que no escuchaba y te abrazara, te dijera que te amaba, que no iba a permitir que te doliera una vez más el corazón, pinche “Colabichi” de poco aguante.
¿Fue ese día, “Colabichi”? ¿O fue cuando entendiste que nunca tuviste el cariño de tu madre? El día que descubriste que ya llevabas casi tres años, entrando y saliendo del Tutelar, sin verla a los ojos, sin mirar su cara redonda de mujer morena, treintañera, ni las manos, ni los ojos negros, ni los oídos puestos para escuchar que dejara a ese hombre y que tú le prometías darle dinero, mantenerla si fuera posible, darle amor y ayudarla con la plebe “como no hizo el hijo de puta” que te engendró.
No, “Colabichi”, a lo mejor ni sabes dónde diablos quedó tu ser de niño, porque empezaste a salir en los periódicos, en primera plana, y te sentiste admirado, temido, poderoso, y esa fama suplió cualquier ausencia.
Te ganabas los cuatro mil, cinco mil pesos más rápido que cualquier otro, y luego luego te acercaste a los meros jefes de la mafia culichi, que te enseñaron no sólo a abrir puertas de casas, sino también de autos, y cajas fuertes, y bodegas, y joyerías y vientres.
Y la alegría ¿Te acuerdas, chamaco de metro y medio? La alegría que sentías antes del robo, del asalto, esa sensación de poseer “felicidad, alegría, que tenía poder, algo” que llenaba hasta los huesos más dolientes de tus piernas maltratadas.
“AHÍ ESTÁ LA COBIJA”
¿Cómo crees que vas a huir de lo que duele, Colabichi? El mundo está hecho a esa medida. ¿Como aquella vez, te acuerdas? Cuando intentaste ahorcarte porque sentiste dentro de tu cuerpo que para nadie valías algo, y “se te prendió la loquera”, como dices, y rompiste la sábana, “ahí está la cobija todavía”, pero entró el “licenciado” y te preguntó que qué hacías, y llorando de rabia le dijiste que querías morirte. ¿Te acuerdas? Ese día que le pediste a Dios que perdonara todo lo que habías hecho. Pero no supiste bien si él te escuchó, porque dijiste clarito: “La vida que llevo se la agradezco a Dios. Los topes, no”.
¿O crees que la sangre algún día se te olvide? Dices que quieres hacer la preparatoria, “Colabichi” y que quieres ser policía de caminos de la Federal Preventiva. “De ratero a policía”, chamaco, para que te regresen las cachuchas de la AFI, las placas de la AFI y las camisas de la AFI que llevabas contigo la última vez que ingresaste al Consejo. ¿Y la sangre?
Sí, te vas a decir algo como esto: “perdí mi niñez, pero espero recuperar algo pa’ más a’elante, estudiar, tener familia, me tengo que ir de aquí, me voy a quedar aquí hasta mayo, y ya, hasta terminar la secundaria (en el Centro de Observación y Readaptación del Menor Infractor de Culiacán, Sinaloa) y luego voy a hacer la prepa afuera”.
Vas a decirte, como si fuera cierto, que “ahora me doy cuenta que perdí mi niñez y quiero disfrutar la demás vida que me queda”. Que “yo no me siento a gusto con lo que ha sido mi vida” y que hasta formaste la Banda de Guerra del Consejo, para que la música toque todo el día y vuelva la vida. Y que en 10 años vas a ser comandante de la AFI, y serás bueno, y no habrá más piedras en tu camino, ni topes, ni dolores.
Vas a decírtelo, chamaco de 14 años cumplidos, para que el chorrote de sangre de la gorda mujer, el caliente chorro colorado que te salpica la pierna derecha del pantalón, y el grito del vigilante, el aullido, el miedo, no te repitan cada día, en cada sueño, que fuiste tú “Colabichi”, que fue tu mano. Y despiertes llorando.♦
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Publicado: Martes 7 de enero de 2006
Diario Monitor. Sección El País
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Los niños de la furia 1a. Parte: YO, EL CHOLILLO
Yo ‘stoy aquí por la bolsa ‘e droga, por ‘sa bolsa ‘e cristal ¿Ve?
Pero yo digo la verdaá, a mí me gusta decir la verdá ¿Ve?: Yo no la tenía. Sí andaba drogado, eso sí, porq’p’s andaba con mi novia Lupita y nos habíamos drogado con Ribotril, pero la bolsa esa no la tenía, esa me la puso el poli que me agarró.
Me llamo Antonio, pero quiquío me pusieron El Cholillo, orque decían q’iba ser un niño balandro ¿Ve? Pero la bolsa no la traía, yo andaba rolando con un morro, y andaba rolando con mi novia y que me agarran quesque puchando. Un policía que venía manejando me dijo:
- Ya se quién te la dio la droga, güey – venía en la camioneta el chota, en la patrulla ‘e doble cabina, n’el Centro, n’el mero Centro ‘onde está la plaza, Culiacán.Read more
La tragedia olvidada: el accidente del Metro en 1975
Ese lunes particularmente nublado de 1975, cuando nadie se esperaba que un boleto del Metro le cambiara la vida, figura entre los registros de las más grandes tragedias del transporte urbano subterráneo en el mundo, pero en México ha sido casi olvidado.
“Todo estaba normal, hasta que el convoy de adelante comenzó a pare y pare”, dijo el operador Carlos Fernández Sánchez, de 21 años aquella mañana del 20 de octubre.
Había salido de Tacuba, línea Dos, alrededor de las 9:05 de la mañana. Ya no era “hora pico”, pero cada uno de los carros del convoy llevaba aún entre 120 y 130 personas. La ciudad que habitaban comenzaba a crecer, ya tenía sus 7 millones y medio de personas.
Alrededor de las 9:36, el convoy tripulado por Fernández Sánchez se detuvo en Chabacano. Una estación adelante, el tren número 08, conducido por Alfonso Sánchez Martínez, otra vez paraba su corrida, porque la palanca de emergencia del carro número 06 había sido accionada, como ya había ocurrido antes en Hidalgo, Bellas Artes, Allende y Pino Suárez.
“Escuché con toda claridad y perfectamente que el Puesto de Control ordenó al tren de atrás que no avanzara, que debía detenerse de inmediato”, declaró Alfonso Sánchez. El operador “amarró” su tren, bajó de la cabina y se dispuso a desactivar la palanca.Read more
Un "calvario" en la ruta del narco
Luis Guillermo Hernández/enviado
BOGOTÁ.- Jorge, un jalisciense de 39 años experto en sistemas, abre los brazos por séptima vez, baja la mirada que ya ni siquiera es de indignación, y mientras un par de manos enguantadas hurga nuevamente en sus maletas, deja escapar un resuelto “Yo no soy narco, señores”, que se estampa en el rostro del militar colombiano.
“Eso no lo sé yo”, reacciona el oficial, de apellido González, marcado acento guajiro, ojos profundamente oscuros, mientras lo apura a quitarse los zapatos, vaciar por completo la maleta, callar.Read more
“No es familia quien te lastima”
En sus ojos, color pulpa de zapote, va tomando forma un charco que amenaza con derramar algún viejo dolor sobre su rostro, pero María Elena, 48 años hace muy poco, lo seca de repente con un convencimiento: "una familia que te lastima, que te hace daño, no es una familia. Por eso yo estoy mejor aquí".
Un chilango en Nueva York
NUEVA YORK.- Algunas madrugadas de su nueva vida, mientras el tren de las 4:50 lo saca de Brooklyn, Carlos Hernández piensa que su esposa y sus dos hijos todavía duermen, y entonces, sin cerrar los ojos, le gusta imaginar que la siguiente estación del Subway va a ser La Merced, que subirá los escalones de dos en dos, atravesará el Anillo de Circunvalación y entrará corriendo a su vivienda en Santo Tomás, un predio expropiado por el gobierno capitalino, justo a tiempo para despertarlos. “Pero sólo lo pienso”, dice, su bigote ralo se le curva, como si la sonrisa saliera a detener un llanto de chorros sólo porque los hombres no deben chillar: “fui alguien que siempre se ganó todo a base de trabajo, y de repente pura necesidad. Por decisión de una persona de expropiar, te tumban tu mundo, te tumban tus proyectos, te tumban todo”.
Manhattan tiene aún miles de luces cosidas a su vestido negro, pero Carlos o Charly, como le dicen ahora, ni siquiera lo nota.
Aunque en los vagones de esas horas el idioma español podría competir, en estruendo, con el rechinar de ruedas contra vía, eso no es La Merced, y él lo sabe, ya no es el velador del predio Santo Tomás, ni el dueño de una microempresa de agua potable instalada en ese mismo sitio, su suerte toda ha dado un vuelco: los proyectiles de aire como hielo que despiertan a la isla se encargan de decírselo.
Si hay algo distinto al bullicio de las céntricas calles de Santo Tomás, a su cantina brava, al hotel de paso de a 250 pesos la ladilla, a los diableros, a los toreros, a la dizque Plaza Comercial “construida” por el gobierno de Marcelo Ebrard, es la esquina de Madison Avenue y la calle 98.
Es un paraíso, 57 pasos atrás de Central Park, bordeado con tiendas de ropa, restaurantes, cafés, museos, el reverdecido lado Este de la isla, la zona donde poco a poco, como un moho abonado por miles de dólares, los ricos de ésta ciudad se anteponen a los pobres en sus antiguos edificios remozados, art decó, victorianos, neoclásicos, chulos.
Carlos sólo trabaja. No conoce Central Park, piensa en los “30 granaderos con metralletas que llegaron para sacar a cuatro personas”, en “el que no tranza, no avanza”, en “es mejor ser delincuente, ser narco, a esos sí los defienden”. Recuerda la promesa hueca de reubicación que le hizo el GDF y se sabe sin opciones: “vueltas y vueltas, y nada”.
“Tal vez no sea tan difícil para otras personas, para mi sí. Allá era mi propio jefe, aquí soy ayudante de cocinero, preparo carne, pico cebolla, chiles, le ayudo al cocinero, preparo fruta como ensalada, el ayudante de cocinero tiene que dejar limpia la cocina, como no sabes inglés, eres el de abajo”, dice.
Por 12 horas diarias, seis días, obtiene algo más de 350 dólares a la semana, y de eso sale el pago de las deudas: casi 40 mil pesos de la máquina purificadora de agua desmantelada por la expropiación, otros 20 mil para el pollero, los 15 mil para buscar vivienda para su familia y pagar su propio cambio de vidas.
La mujer coreana que vigila la caja registradora del “Dely” lo mira sin mirarlo, un mexicano más, otro sin nombre, contratado sin papeles por la tercera parte de su precio. “Y que todavía salga (Ebrard) al otro día a decir que le están haciendo un bien a la ciudad. Es una burla”.
Manhattan, que lo mira cargando los costales de legumbres, ya lleva un buen rato levantada. Charly no rebasa el metro 60, cuando aparece en el restaurante, sudor en la frente, aditamentos de cocina en mano, parece mucho más chamaco de los 31 años que tiene. Casi no habla, “no masco el inglés”. Carlos ya aprendió que “onion”, blanca o morada, le hace lagrimear.
“Tratas de vivir la vida como desgraciadamente te está tocando vivirla, pero ni siquiera se puede uno dar el lujo de sentarse a llorar, aquí tienes que estar llorando y trabajando, y extrañando y trabajando, no te queda de otra”, dice en el camino de regreso.
Junto a los otros ocho que comparten la vivienda en ese extremo de Brooklyn llamado Jamaica, Charly devora un plato de Pancita, pide a El Universal entregar a sus hijos unas cajas con juguetes que él no ha podido enviarles, y libera una esperanza de damnificado: “voy a estar máximo un año y medio. De aquí pa’ delante, puro seguir trabajando, tratar de llegar a la meta de juntar un dinero, llegar allá y volver a construir algo”.
Entonces sonríe, con sus dientes chuecos y su boca carnosa, arma relajo con sus compas de exilio, se echa en la cama, se pone a mirar a Juan Querendón y antes de marcar la larga distancia para hablar con su esposa Concepción, dice entre dientes, para que lo escuchen: “a ese señor que Dios lo bendiga. Y que a mi no se me olvide”.
Publicado en El Universal
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DIEZ DÍAS ENLA RUTA
NUEVA YORK.- Cuando vi que las deudas ya me estaban comiendo, me decidí: salí del aeropuerto de Puebla hacia Sonora, hacia Hermosillo. En Hermosillo ya hay gente esperándote. Ah, soy Carlos Hernández, migrante.
Era noviembre. Lo pensé mucho porque todavía para venirme conseguí los cinco mil pesos para poderme pasar hasta Sonora. De ahí te llevan a Caborca y te esperas también, tienen que esperar ellos un día, dos días, yo esperé un día. Ahí tienen casas.
Te llevan a Altares. Es un cuarto grande nada más. Esperan a que caiga la noche, llega la noche y te mandan a la línea. Yo me quedé dos días en la línea.
De aquel lado de México, ahí, son como ranchos, ahí tienen un cuarto como de lámina grande donde llegan todos y ahí están.
Ellos saben en qué momento salir, puedes esperar un día, dos días, había gente que llegaba y se iba luego luego, depende el precio. Si tú vas a caminar tres días no te esperas, luego luego, así como te bajas de la camioneta donde te llevan, te mandan a caminar.
Nosotros, como íbamos a caminar menos, pues ellos tienen qué ver en qué momento está despejado y no hay mucha Migra, en ese momento te atraviesas. Caminas desierto, no se si el de Altar, la verdad no se, pero llegas a la carretera de Arizona.
Es a base de contactos. En Arizona llegamos igual a una casa. Y ahí depende a dónde vayas ¿No? Hay quienes van a Nueva York, a California, a Carolina, ya de ahí de Arizona se desplaza uno en carretera.
Por ejemplo, de Arizona para acá son dos días completos. Vienes en camionetas, entre sentado, acostado y hincado, tienes que venir escondido. Hay unas partes de carretera donde no se ve patrulla y más o menos te enderezas, pero en muchas otras partes vas dos, tres, cuatro horas inclinado, acostado. Enla Suburbaníbamos 11 gentes.
No traía cosas. A la hora de que atraviesas ya llegas sin nada, más que lo que traes puesto, con lo que llegas, porque como tienes que venir escondido, porque en todo el desierto hay migra, pues te guardas el dinero donde puedas.
Yo, la verdad, llegué con 100 pesos. Si me hubieran regresado no sé que hubiera hecho. En el camino te paras una vez al día. El chofer se baja a comprar pollo o pizza, pero solamente comes en la mañana y en la noche. Así los dos días, quien sabe por dónde pasamos.
Llegando a Nueva York te dejan en una casa y ahí llaman a tus amigos para que te vayan a recoger. Consigues trabajo rápido, ese ya no es problema.
Pero cuando estás esperando en Arizona, cómo no tienes nada qué hacer, solamente piensas en tu familia, llega un momento en que ya no sabes si regresarte o quedarte.
Todavía en el trayecto de Arizona para acá hay peligro de que pase un Migra y te regrese. Hay sentimientos encontrados, entre que quieres pasar y te quieres regresar. Ya no sabes.
Yo, la mera verdad, entre que quería irme con mi familia y que sabía que iba a regresar más endrogado. Entonces, no había otra opción más que venirte.
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LOS EXILIADOS DE EBRARD
NUEVA YORK.- Todos eran comerciantes, ambulantes o fijos, y su éxodo comenzó justo cuando el gobierno de Marcelo Ebrard abrió la era de reubicaciones, expropiaciones y desplazamientos en los primeros cuadros del Centro Histórico de la ciudad.
Allá, en La Meche, a Fernando lo conocían como el “Piñas”, porque vendía su jugo en un puesto del Anillo de Circunvalación, y su hijo Paco, quien trabajaba con él, fue el primero en apoyarlo, en julio del año pasado, cuando el negocio se vino abajo: “vámonos para el otro lado, le dije, y acá estamos”.
“Dos días después del desalojo del predio de Santo Tomás 47 ya me estaba yendo a la frontera”, cuenta el propio Fernando, jefe de una casa que, por mil 800 dólares al mes, habitan ocho capitalinos en la zona de Jamaica, Brooklyn.
“Nos quitaban el triciclo, nos decían que éramos ambulantes, nos pedían dinero”, cuenta. “Decidí venirme, acá sí hay trabajo, ya otras veces había venido. Luego se vinieron mis hijos. A Carlos también le dije que se viniera, pero no sabía que me iba a tomar la palabra”, dice el hombre, bajo de estatura, entrado en los 40, ayudante de cocina y lavaplatos en la zona del West Village.
Se refiere a Carlos Hernández, quien habitaba un predio expropiado por el gobierno capitalino, donde además había instalado una microempresa de agua potable, y que ante el acoso de deudas y nulas opciones decidió emigrar.
Según sus cálculos, habrá desde 800 hasta dos mil migrantes llegados de la zona del Centro de la ciudad de México en los últimos tres años, indocumentados todos, diseminados a lo largo de centenares de restaurantes, tiendas, almacenes y construcciones neoyorkinas, casi sin entrar en contacto unos con otros.
“Te los encuentras en el Metro, luego nos vemos en el banco, cuando vamos a mandar el dinero”, dice Carlos.
Pepe Zamora, quien también vive con ellos, se dedicaba a la venta de artículos escolares en las calles de Correo Mayor y El Carmen, y ahora es ayudante de albañil en una construcción en el Midtown.
“Ya me estoy acostumbrando. Con aprender algunas palabras la libras”, dice, “y cuando junte una lana, me regreso”.
Si en el año 2000 el Centro de Estudios de Migración (CIS, por su denominación en inglés) reportaba la presencia de 170 mil 400 mexicanos en esta ciudad, para el 2007 la misma institución radicada en Washington estimó que la cifra pudo haberse multiplicado al doble.
El Consulado de México en ésta ciudad, por ejemplo, reportó que en 2006 las estimaciones conservadoras dela Oficinadel Censo de Estados Unidos reconocían a unos 467 mil mexicanos viviendo en el área metropolitana de Nueva York.
La cifra, sin embargo, se elevaba a 597 mil 320 si se tomaba en cuenta el área triestatal, que conforman también Nueva Jersey y Connecticut.
Hoy, la cifra total puede estar cercana al millón de mexicanos, dice el Consulado.
Y la población nacida en el Distrito Federal, los exiliados del fracaso económico, puede alcanzar el 9 por ciento del total, lo que representaría entre 90 mil y 100 mil capitalinos enla Gran Manzana.
Y Nueva York se convierte en meta, porque los mecanismos para conseguir empleo han cambiado, y la colocación rápida en actividades más o menos bien remuneradas está garantizada, cuenta el propio Carlos Hernández.
En la zona de Manhattan funcionan por lo menos cuatro Oficinas de Reclutamiento, privadas todas, que ofrecen al migrante indocumentado un empleo a cambio de 100 dólares. No requiere documentación alguna, ni visa o identificación. Basta llegar, tomar una ficha, hablar con un representante que habla más o menos el español, y hacer la petición.
“Te preguntan qué sabes hacer, checan en las listas y te ofrecen tres opciones. Tú decides la que más te convenga, por horario, por salario, por día de descanso. En cuanto te quedas en el trabajo, les pagas los 100 dólares”, cuenta Carlos.
El cartel de una de esas oficinas, colocado en el andén de la estación Lexington y Calle 51, incluso ofrece que “no vas a tener acoso de la migra, ni redadas”. “Somos contratistas autorizados”. Es un servicio exclusivo para migrantes latinos, que tiene relación con más de 2 mil empresas de la isla, dice.
Es una ventaja en medio de tantas desventajas, dice Fernando, apenas con tiene tiempo de añorarLa Mercedy a su familia, “por lo menos ya no anda uno haciendo el recorrido por todas las calles, sin hablar inglés, buscando chamba aunque sea de lavaplatos”.♠
El miedo de Rosalinda... y de otras
Rosalinda tiene miedo, mucho miedo.
Carga con el brazo derecho un redondo, carnoso y moreno pedazo de carne, ojos negros inmensos, el pelo escaso, los cachetes boludos, y mientras en algún lado de la plaza se escucha la voz de un gobernante que dice “para todos hay lugar”, ella manifiesta su temor con una frase: “¿Y nosotros de qué vamos vivir?”.
“Nosotros vendíamos los cuadernos, las cosas para escuela”, dice, “pero no tenemos líder, a nosotros no nos dieron los lugar y ya no vamos poder vender ¿A dónde nos vamos? A nosotros no nos dijieron nada”.
Y tal vez haya que describir a Rosalinda, sus veintidós años, para entender sus miedos: tiene todo el cabello completamente negro hecho una gorda trenza, el cuello pequeño de niña medio crecida, como si acabara de dejar la pubertad, sus ojos pequeños, igual que sus cejas, y sobre su cuerpo diminuto, no más de un metro 50 centímetros, penden verdosos collares de fantasía que combinan perfectos con su vestido brillante, de verdes holanes en el pecho, que la distinguen como belleza de su cultura mazahua.
“Nosotros somos de Mesones y no tenemos trabajo, ni nadien nos explica cosas”, dice. “Las cosas que nosotros hacíamos ya no las hacemos porque no se venden, ya nadien nos compra la artesanía, por eso vendemos los cuaderno, pero ya nos quitaron y no nos dicen nada porque somos indias”.
“Y para trabajar en cualquier lado nos piden los estudio, y que nosotros no tenemos pues nomás a ser sirvientas, y todos quieren que nos quítemos nuestras ropas de indias, y que no dígamos nada”, relata y apretuja a su hijo hasta que se le enrojecen las mejillas, baja la mirada, cambia.
Tiene un llanto muy quedo, silencioso. Las lágrimas que a Rosalinda le escurren por los ojos son livianitas, y hasta pudiera parecer que no le dolieran, como si los chorros de pesar fueran saliéndole de algún lugar acostumbrado a la tristeza.
“De todos modos siempre nos descriminan”, dice entonces Rosita, una indígena otomí que, junto con otras cuatro mujeres, ya se acercó para observar el llanto de Rosalinda, en plena Plaza Luis Cabrera.
“Todos los día, todos los día hay que dar que los 40, que los 50 para que la polecía no nos lleven la cárcel 24 hora, todos los día, señor, todos los día”, dice Conchita, y las palabras se le atropellan con el intento de ser escuchada.
“Nosotras vendemos la Zona Rosa, señor, todos los días vendemos la artesanía, y siempre nos piden dinero, no hay día que no tengamos que darles a la policía”, dice.
“Y a veces nomás sacamos para pagarles a la policía, a veces no se vende nada y hay que darles para que no nos lleven”, comenta Juana, menos marcado su idioma, igual su vestimenta amarilla brillante, los holanes rematados en blanco, los inmensos aretes que arriesgan figuras y redondez.
“Nosotras somos de Chapultepec”, dice, “y siempre hemos pedido apoyos, porque nadie nos da créditos, ni nos permiten tener negocios ni nada, nosotras siempre vivimos en la misma miseria porque somos indias, de a cuatro, seis familias, en cada vivienda”.
Y una tras de otra se apretujan para decir su palabra. No titubean, ni siquiera dudan, nomás van soltando una retahíla de lugares comunes, absolutamente comunes, en una ciudad que ya aprendió a ignorarlas bien: acoso, discriminación, violación de sus derechos, pobreza, marginación, olvido, hacinamiento, desnutrición, nulo acceso a opciones de vida.
Son las mismas demandas de más de 400 mil indígenas que viven en la ciudad de México, las mismas que han pintado en cartelones, en cartulinas, en pliegos mal escritos, que no hacen sino resumir la misma demanda de todos los días, de todos los años, desde hace muchos siglos.
“¿A dónde nos vamos?”, dice el miedo de Rosalinda, que secundan Ramoncita, Concha, Juana, María, otomíes, mazahuas, triquis, llevadas hasta esa plaza como escenografía de acto público, del que sacan apenas una promesa otras veces ofrecida.
“¿Y nosotros de qué vamos a vivir?”, se preguntan, se repiten, indígenas urbanas de la ciudad de México, pero sólo tienen por respuesta el eco de su propia frase: “a nosotros no nos dijieron nada”.♠
Publicada en el diario EL CENTRO.
** Esta fue la última aparición del espacio PLAZA MAYOR. Con mi salida de El Centro, en octubre de 2007, concluyó la primera etapa de publicaciones de esta columna que, pronto, muy pronto, habrá de volver a aparecer.