"Nunca te van a contestar"
PLAZA MAYOR No. 21
No, ahí nunca te van a contestar – dice tranquilamente el hombre, acaso unos 70 años, delgado, la nariz curvada, unos inmensos ojos azules y sonrisa muy leve, casi imperceptible, pero amable. - Ya no vive nadie ahí, se los llevaron por la droga hace tiempo, es la casa del señor chino.
Don David, como quiere que le digan, pasea un pequeño Schnauzer sal y pimienta que husmea las mansiones y edificios de la calle Sierra Madre hasta donde se lo permite el cordel que sostiene en su mano el hombre: “yo vivo dos calles para allá”.
“Es muy difícil que llegues a crear intimidad con los vecinos”, dice “dos o tres familias, los encuentras en el club, haces negocios con ellos, pero poco, muy poco contacto”. La pregunta es obvia. En el número 515 estaba el domicilio del denominado “rey de las anfetaminas”, Zhenli Ye Gon.
¿Y cómo les va ahora con judiciales y policías encubiertos investigando por la zona? “No se notan”, dice. En Las Lomas no son gente de pasear por la calle. Ni de hablar con extraños, ni de contestar preguntas, ni de muchas cosas comunes al resto de los chilangos.
“Acaban de catear un departamento en Bosques de Reforma, igual por droga ¿No se sienten inseguros?” Pero Don David ni siquiera cambia la expresión de su rostro, es un hombre que bien puede parecerse al Robert Redford de estos días. Alza los hombros, confirma la sonrisa. Hasta entonces se evidencia: un hombre maduro, moreno claro, lo sigue a cierta distancia.
“No somos gente de problemas”, dice, “hay cosas en las que uno no va a meterse”.
Es tan sólo uno de los puntos de lo que se ha constituido como un verdadero “eje del narcotráfico” en las Lomas de Chapultepec, el fraccionamiento de más abolengo en la zona poniente de la ciudad de México.
En menos de tres años ahí han ocurrido sucesos que antes no sucedían. Y, coincidencias caprichosas de la geografía, los lugares donde acontecieron están conectados unos con otros por Paseo de la Reforma.
Desde la avenida Sierra Madre, donde la PGR encontró 205 millones de dólares producto del narcotráfico asiático, puede llegarse en menos de 12 cuadras a Lomas Virreyes, donde, en el 510 de Montañas Rocallosas, la misma dependencia desmanteló un “sofisticado laboratorio clandestino de cocaína del Cártel del Golfo” en 2004.
Y de ahí, habiendo enfilado el coche hacia el poniente, siempre sobre Reforma, a cinco minutos está la Prolongación Bosques, donde Felipe Bermúdez Durán, un colombiano que se hizo pasar por mexicano, fue aprehendido una semana atrás, como pieza elemental en el caso de una narcoavioneta desplomada en el Mayab.
Nadie responde en el departamento 10 del edificio Encino. Ni hay vigilante o conserje alguno que asome la cabeza, para que confirme la posesión de cinco autos de gran lujo que se incautaron al presunto narco. Menos de cinco minutos después de observar los edificios, una patrulla auxiliar se acerca a asegurarse.
¿Está poniéndose duro el asunto de las drogas en la zona, verdad? Pero el oficial, hombre seco, sin muecas, dice su última frase después de solicitar identificaciones. “No puede andar aquí. Está prohibido”.
Todo el trayecto es zona con apenas gente. Un microbús circula medio lleno, los autos, de todos tipos y modelos que llevan casi todos los vidrios hasta arriba. Alguna persona de servicio doméstico en las puertas, jardineros con mangueras y aspersores, vigilantes de embajadas, alguna bicicleta, y ese nulo bullicio, la calma.
Hasta llegar frente al número 1258 de Paseo de Tamarindos, también vía Reforma, en cuya acera fueron ejecutados, con tiro de gracia, Mireya López Portillo y Jordi Peralta, hija y yerno del general en retiro Luis Humberto López Portillo.
No hay nadie que los conozca, ni alguien que lo recuerde. En la zona de Bosques de las Lomas hay timbres sin respuestas.
Sólo una mujer, a través del interfón, dice con voz sureña, casi apostar que de Oaxaca, un nervioso “no hay quién le conteste, mejor véngase a otra hora” que suena similar, casi copiado, al “nunca te van a contestar” de Don David, calles arriba.♠
Publicada en el diario EL CENTRO
Periférico huyendo al Sur
PLAZA MAYOR No. 20
Por más que le sonríes, por más que llevas casi 90 minutos viéndola impacientarse en su arrogante Cadillac azul tarde-noche con cortinas delgadas, chofer finamente trajeado e inmovilidad absoluta, la mujer, acaso unos 60 años, apenas y te pela.
Cómo se parece a la ministra Olga Sánchez Cordero. Iguales en el tono rubio cenizo del cabello medio ondulado, el perfil de nariz rectilínea, el tono de la piel. Lleva unos lentes enormes que dicen Prada, un saco en tonos ocres y azules, cuatro añillos en la mano derecha y un par de aretes que aparecen tímidamente cuando de pronto se pasa la mano derecha por el peinado.
Puedes verla desde el Beetle rojo pitaya en que vas acompañado de una chava sin zapatos que trepa los pies arriba de la guantera, o desde la Xtrail beige que en los vidrios de atrás lleva dos caritas tipo :o) dibujadas con dedos de niño, o desde el Córdoba color Oxford, o el tsuru taxista que busca a quién comprarle cacahuates, el Mazda, el vocho que nunca se mueven.
Es viernes y no ha dejado de chispear, y entonces toda la tripa de láminas multicolores que se extiende, según los reportes radiofónicos, casi desde la Glorieta de Vaqueritos, en Coapa, hasta la entrada a Chapultepec, en las Lomas, lleva los toldos mojados, las ventanas cerradas y los rostros desesperados de tanta prisión.
Desde los otros autos parece que la mujer y su chofer apenas y se hablan. De repente ella toma una revista, cuyo cabezal no alcanza a distinguirse entre los pliegues de la cortina, y hojea como aburrida el contenido, para después dejarla, con su mano izquierda, encima del asiento.
El chofer, un hombre moreno, el rostro marcado por unas cuatro décadas, con arrugas paralelas a la altura de las mejillas, cabello negro perfectamente peinado, con la mano derecha aferra, como si estrangulara, la curva del volante.
La mano izquierda, derrotada, sin tomar parte en la labor, se hunde con su palma a la mitad de la mejilla. Afuera, de cuando en cuando suenan claxonazos leves, resignados, si alguien olvidó moverse los 120 centímetros que avanza la tripa cada tres minutos, el motor de un helicóptero azul marino, ruido.
“Severa carga vial a la altura de Revolución”, dice el cuate de la radio, y los que miran desde adentro, los que han sido engullidos por el monstruo, desdicen con un “no manches” la tímida descripción del reportero: el periférico, huyendo del sur, es un ente paralítico en sus cien mil extremidades.
Incluso en los costados, donde los peseros, como plagas, van superponiéndose a los autos con sus aventones color verde pistache, el flujo se ha mantenido casi detenido, y las caras, apesadumbradas unas, con las frentes arrugadas otras, como claudicadas todas, ensayan miradas de izquierda a derecha, de atrás para adelante, como única forma de escaparse del atasco.
¿Y dónde se habrán ido los siempre salvadores vendedores de gomitas? La llovizna, que por momentos abandona el “chipi-chipi” para convertirse en aguacero, parece haberlos ahuyentado de la zona, porque el taxista del Tsuru, cuando el flujo lo permite, divertido te comenta, de ventana a ventana, “y ni a quien comprarle unos pinches japoneses”.
Ni unas papitas a lo lejos, en efecto, ni un grito de “salida a la vista”, un pedazo de alegría o pepitoria, las gorditas de nata de a 10 varos, los refrescos de lata, los doritos nachos, alguna gelatina: en medio del Periférico, la tarde del viernes, los miles de varados andan solos entre tantos, sin una posibilidad de que les den un chance.
La rodilla izquierda se va pulverizando de tanto andar el clutch casi sin marcha, el cuello se va volviendo piedra de tanto no moverse ni un centímetro, los brazos engarrotados, la espalda que aúlla, la lluvia de la tarde que ni siquiera deja espacio para mirar al cielo en lo que alguno avanza.
Y la mujer en el costado izquierdo, con sus aretes finos y sus anteojos de apellido Prada, que apenas y te pela. Por más que tú la miras, por más que le sonríes buscando en su mirada algo como una simple y pasajera solidaridad de conductor embotellado.♠
Publicada en el diario EL CENTRO
Los altares multiplicados de Anáhuac
PLAZA MAYOR No. 19
Dicen que muchos son resultado de las mandas que los cábulas de por el rumbo hacen a San Juditas para salir del reclu, o que los ponen justo donde le ha salido algún muertito a las paredes, o para desaparecer montones de basura. Dicen que en la Anáhuac, y también en Santa Julia, los altares son como “flores que les nacen a las banquetas”.
Según los habitantes de ambas colonias, esas que “de noche sí está grueso, de noche mejor ni meterse”, los altares a la Virgen de Guadalupe, a San Judas Tadeo, a la Santísima Muerte o al Cristo Crucificado son expresión de la religiosidad de la gente, pero también una forma de sacudirse la violencia en una de las colonias consideradas como de más alta peligrosidad en la ciudad de México.
“El altar lo puso un compa que acaba de salir, fue una manda que hizo a San Juditas”, cuenta Juan Carlos, un mecánico que trae la imagen de la muerte tatuada en el brazo.
Habla de un altar de cemento pintado de azul, con remate circular y detalles pintados con esmero, que se alza justo a la entrada de un conjunto habitacional con el emblema de Super Barrio.
En el interior del pequeño recinto hay un Cristo crucificado, varias láminas de San Judas torneadas a mano y una imagen de la Virgen de Guadalupe que parecen haber sido pasadas por trapo y sacudidor apenas diez minutos antes.
“Mi hermano también acaba de salir, y entre todos le ponen flores y les arreglan”, dice el mecánico. Comenta que en las noches de diciembre, cuando se acerca el día de la Guadalupana, las calles se llenan de lazos de colores, rondallas, serenatas y bailes para celebrar a su patrona, que hay concursos para premiar el altar más luminoso, que pasan la noche del 11 de diciembre entre serenata y serenata.
“Es el único día que conviven ratas y tiras”, dice el hombre, huérfano de mano derecha, arraigado en la Santa Julia desde la generación antepasada.
Quizá por eso, dice otro vecino, es muy común que en las calles de la colonia los altares improvisados, algunos hechos con troncos tirados por la Compañía de Luz, con figuras pintadas a mano o rotuladas con aerosol, sean colocados casi de emergencia cuando la gente inaugura algún nuevo tiradero.
“Nadie se atreve a tirar basura en un lugar donde haya una imagen de la Virgen de Guadalupe”, comenta Andrés Benítez, “por eso ponen los altares un tiempo y luego ya cuando se destruyen las mesitas o los troncos, los quitan”.
Pero son altares vivos, comentan en otro punto de la Santa Julia, porque el mural que se observa detrás de una réplica en miniatura de iglesia antigua, cambia cada noviembre, y adopta formas insospechadas de ciudades en el olvido, un pasado de tranvías y carretas, el rostro de la colonia a principios del siglo pasado, o el pueblo perdido en los recuerdos cinematográficos.
“Si vienes por ahí de finales de noviembre, mediados, vas a ver al artista trabajando, luego se va, pero cuando se va acercando la fecha de la feria, en diciembre, viene a cambiar la pintura y a ponerle cosas nuevas”, dice un vecino quinceañero.
Y son tan diversos. Apenas caminar un par de cuadras, del Circuito Interior calles adentro, casi cada cuadra tiene su propio adoratorio, con los colores que prefiere y la imagen del patrono de la calle.
De mármol o cantera, azulejo y loseta, los altares contrastan, por inmaculados, con las paredes grafiteadas y los muros descarapelados que regularmente les rodean.
Casi todos con flores frescas, con cristales limpios y cortinas bien lavadas, como si se tratara de oasis de tranquilidad en medio de bravas calles repletas de talacheros, vendedores de garnachas, “robertos” en bicicleta, perros, vecindades ruinosas, mugre.
Como una Morelia en miniatura, en la Anáhuac se suceden las capillas como cadenas de un rito que, según lo más enterados, tiene una tradición que sobrepasa los 50 años de establecido. Y de generación en generación se acrecienta.
“Generalmente hay un altar por cada dos o tres manzanas, y la gente se coopera para hacerles sus misas, para ponerles sus flores y sus veladoras”, dicen en el inmenso adoratorio de Laguna de Tamiahua.
Justo enfrente, escoltados por dos inmensos pinos que son la única vegetación que adorna toda la calle, están un San Judas y una Virgen, con un inmenso letrero que llama a los vecinos a cooperar para el adorno.
“Estos altares son de todos”, dice un teporocho antes de pedir sus diez varos pa’ la cruda. Diosito, al menos ese en quien ellos confían, está en cada calle como testimonio de que aún en esos rumbos la gente puede llegar a ser medio cabrona, pero nunca tanto como para no necesitar también la ayuda “del de arriba”.♠
Publicado en el diario EL CENTRO
El tiempo camina por la plaza
En la Plaza Mayor, en esa que es de todos, la que llamamos Zócalo, Plaza de la Constitución, el tiempo es un aguacero de siglos, con granizos bien gordos de memoria, que cae sobre doña Amalia, vendedora de tostadas, tejedora de recuerdos.
“Tengo 60 años viniendo, joven ¿Usté cree que me van a espantar unos chamacos?” Acaricia el mimbre seco de la canasta de hojas azules con maíces martajados, el jitomate hecho sustancia con cilantro y con cebolla, la mermelada de frijoles, el queso que es un confeti, y mira a los “chamacos” observarla: toletes en las manos, cachuchas militares, botas bien lustradas.
“Mi mamá estuvo aquí cuando (Lázaro) Cárdenas hizo el petróleo, y luego cuando los estudiantes, en los Gritos, cuando Cárdenas hijo, y ahora yo, con mi nieta”, dice, “y siempre hemos vendido comida, que las tostadas, que los esquites, que las gordas, gracias a Dios no falta”.
Es una mujer muy pequeña, casi como si fuera a volverse otra vez niña, metida en el carrusel de gritos, altavoces, mecates, ofertas, paleteros. Es una mujer muy morena, casi como si fuera a confundirse con la tierra, como si la misma plancha pisoteada le hubiera regalado los colores.
- Ya casi siete siglos y sigue tan campante, mírela.
“Si ¿Verdad? Aquí venimos todos, los que más, los que menos. Yo le enseño a mis nietos que la tienen que querer, porque nos da de comer, que la cuiden, que no le echen sus cochinadas. Vea, donde yo vendo, siempre está limpio”.
- ¿Y se acuerda de los tranvías, Doña Amalia?
“Yo ya casi ni me acuerdo, pero fíjese que hace tiempo me encontré aquí, mero enfrente de la iglesia, donde está la reja, a mi comadre que tenía años de no saber de ella, que se había ido, mi comadre, y pues sólo aquí la iba a encontrar ¿No? Ora sí que nos halló la tierra y nos pusimos a llorar”. La blusa tiene un tono azuloso, lleva una falda como de mazahua, como de un brillo hechizo entre turquesa y marinero.
Cómo se ilumina al hablar de sus recuerdos. Una arruga, de las muchas en su rostro, corre desde la punta de los ojos oscuros hacia el nacimiento de las orejas, y si quiere intentar sonreír, como hace varias veces, se le ahonda tanto el pliegue que llega a parecer otra sonrisa tan grande como su trenza.
- ¿Ha cambiado mucho el Zócalo?
“Yo soy india, nacida de indios”, contesta, como no hubiera escuchado la pregunta. “Y a mi de india me gusta mucho cómo lo dejaron orita, con sus plantitas, con su arbolito. Pero que la gente no lo ensucie, que ponen aquí sus porquerías, mire nomás el ruidero, de música que no es de nosotros, y los policías, qué es eso. Esas tradiciones son bonitas. Ya no se respeta lo indio, lo de aquí”.
Dice que recuerda mucho “los domingos después de misa, que salía la gente a caminar, con sus carritos, y globos. El asta bandera. Ahí me traía a los escuincles, para que corrieran. Nunca les pasó nada. Y el que quiso estudiar, estudió, y el que no, no”.
“Yo ya estoy vieja”, dice, “pero sigo viniendo, porque voy a trabajar hasta el día que me muera, no se hacer otra cosa, y le voy a dejar la tradición a mi nieta. A ver si la quiere seguir”. Habrá vendido seis tostadas a lo largo de la charla, habrá cargado sus diez kilos desde Ermita Izapalapa, como cada día, seis días a la semana; como cada mes, 12 meses en el año; como cada año, 60 años de su vida.
Doña Amalia está en la plaza. La Plaza Mayor, la plaza disputada, plaza casi siempre repleta de cuanta madre, con mercaderes y danzantes, ilusos, encuerados, políticos, traidores, soñadores, rateros, desempleados, artistas, bayonetas, albañiles hambrientos de obra, aspirantes flacos de ideas.
Lugar de casi siete siglos que sigue tan campante. Lugar en el que el tiempo, igual que todo México, camina por encima con sus miles de historias que se cruzan, como el puro andar de país vivo aunque madreado, como el simple pasar nomás a la casa de uno, como el echarle un vistazo al amor nunca perdido, como mirar llover un aguacero de tiempo con granizos bien gordos de memoria.♠
Publicado en el diario EL CENTRO
Los miedos de un hombre valiente
PLAZA MAYOR No. 17
En la Plaza Mayor hay un hombre del Ejército Mexicano que tiembla de rabia, y de miedo, cuando pronuncia casi sin sonidos las palabras que le han destruido la carrera, la esperanza y algo de su vida: Virus de Inmunodeficiencia Humana.
Parece que no quiere pronunciarlas, parece que ver en un informe su nombre de soldado de la Primera Región Militar, seguido de la frase “seropositividad a los anticuerpos contra VIH confirmada con pruebas suplementarias”, le enardece la vergüenza, una especie de desasosiego que le desencadena ríos.
Es un hombre llorando. Su piel es morena clara, casi hasta güero. Tiene los labios delgados y grandes, las orejas pequeñas, el cabello oscuro. Debe medir un metro 70, quizá poco menos. Y en las manos, en el cuerpo, lleva las marcas del trabajo, la callosidad del ejercicio. “Nunca me imaginé que me pasara esto”, dice, y el llanto lo devuelve hasta la infancia.
“¿De veras no vas a poner mi nombre?” “Tenemos prohibido hablar”. “Es reglamento”. “Me pueden retirar la medicina”. “Mejor no”. “Mejor nomás platicamos”, dice una y varias veces, incluso cuando mira con incredulidad que su nombre y apellidos ha sido ventilado, quizá no premeditadamente, en una relación pública de “Personal en Activo que se encuentra incapacitado por diversos padecimientos”, elaborada por la Secretaría de la Defensa Nacional.
“Ya me había dado cuenta, pero no quise decir nada. Anduve como ocho meses sin decir nada”, dice, “tenía miedo de que me dieran de baja y luego no pudiera pagar las medicinas, tenía miedo de que mi esposa se enterara, que nos retiraran el servicio médico, tenía miedo de que me pusieran con los sidosos”.
Hasta que fue inevitable. Hasta que no pudo seguir ocultando su pavor a saberse descubierto, y habló con su superior en busca de apoyo. Al día siguiente fue relevado de su puesto.
“No es que no te ayuden, pero te conviertes en un apestado”. Un asunto que debía ser confidencial, íntimo, se convierte de inmediato en algo público, que le provocó escarnio, segregación, vacío.
“Se me acercaban para preguntarme con quiénes había tenido relaciones”. “Me preguntaban dónde creía que había agarrado el SIDA, si tenía parejas adentro. Me llegaron a preguntar si había tenido sexo oral con alguien y en dónde tenía mis encuentros en los cuarteles”.
Porque en el trasfondo del problema del VIH en las filas del Ejército, dice, está ese secreto a voces de la homosexualidad, solapada o escondida, pero nunca desvelada. El temor a descubrir secretos de las camas militares.
“Yo no soy homosexual, me cae que no soy homosexual”, dice con los ojos fijos en quien lo escucha. Los burdeles, los téiboles, el sexo sin protección alguna, la promiscuidad. “Hasta ahora mi esposa no tiene nada, gracias a Dios”.
Aún recuerda con certeza su primer día en el Ejército. “Estaba bien contento, todavía me acuerdo que desde niño lo soñaba. Me gustaba el ejercicio, me gustaba ver los desfiles en la plaza. Cuando nació mi primer hijo le dije que él iba a seguir mis pasos, para llegar a General”.
Es un hombre del Ejército Mexicano que bien podría llamarse Pepe, Enrique, Lalo. Si en la Sedena no se desencadenara una persecución para encontrar su identidad, apenas publicarse la entrevista, si no comenzara el acoso contra quien “cuentan secretos militares” como siempre ocurre en estos casos. Podría decir su nombre sin temores, para sentirse tal vez un poco acompañado.
Por ahora, nomás suelta un sincero “mi carrera está terminada”. “Mi vida más o menos”.
Alguna intención existe de preguntarle cómo se siente, qué cosas espera del futuro y de un apoyo verdadero de la institución a la que aún pertenece. No hay más que ver en su rostro el temblor de la rabia, del miedo de hombre valiente: es fácil entender que se sabe completamente solo.♠
Publicado en el diario EL CENTRO
El vagón de las mujeres solas
PLAZA MAYOR No. 16
En la Plaza Mayor hay vagones del Metro que llevan en su interior sólo mujeres, rodeadas de mujeres como ellas, donde el ser femenino, al menos esa versión almibarada de lo rosa, se diluye entre puntapiés bien propinados, mentadas de madre sin retoques y empujones de guerreras.
“Quítate de la entrada, pendeja”. Y la joven rechonchita, ni siquiera veinte años encima, visiblemente obstructora de las puertas, mira directamente a los ojos de quien reclama, y despacito, como inmutable, sin aspavientos, le lanza un grito que provoca que el murmullo del vagón se desvanezca: “pues si tienes tantos güevos, ven y quítame, pendeja”.
Lo que sigue es un delirio. La morena reclamante, quizá trabajadora de algún banco, pasa la mano derecha por sobre la cabeza de la joven, la estudiante, y le toma el cabello con el puño.
El convoy apenas avanza ya hacia Juárez, y la chica de la puerta, quizá universitaria, se apresta a tomar de los pelos a la otra, que para no caerse se agarra como puede de los tubos bamboleantes. Cómo llueven las mentadas.
El centro del vagón está casi repleto, pero las mujeres que miran a las otras dos trenzarse de las greñas, nomás se hacen a un lado como quien abre espacio, sin detenerlas, sin tranquilizarlas, con una mirada de fascinación repetida en por lo menos 10 pupilas: “puta”, grita una, “cabrona”, dice la otra. Y puros silencios alrededor de ellas.
“Estas chamacas de ahora”, dice una mujer ya casi anciana, sentada en la fila que mira mejor a las trenzadas, y sigue contemplando sin meterse. Cuando el tren llega a la estación del Benemérito, la estudiante suelta el pelo de la oficinista que hasta bufa, se arregla como puede la mochila y sale del vagón mentando madres: “aquí nos vamos a encontrar, cabrona”.
“Yo le hubiera dicho lo mismo”, le dice una mujer, acaso cincuentenaria, a la oficinista rijosa que se va calmando. “Arréglate el cabello, se te desacomodó”, le dice otra, y le pasa un espejo que saca de su bolso. “Le hubieras volteado una cachetada”.
De más atrás, las miradas de morbo no cesan de caer sobre la mujer morena, traje sastre gris, pañoleta morada, labios carnosos, bolso negro al hombro, pelo medio rizo enredado hacia la nuca, filosofía chilanga: “la que se deja es por pendeja”.
Entonces regresan los murmullos. Dos mujeres sentadas a cuatro lugares de la escena discuten entre ellas si “sería menor bajarnos en Eugenia”, para tomar no se sabe cual pesero sobre el Eje. Otra comenta que “Gaviota es una tonta”, y más allá alguien dice que “otra vez me dejó a los niños sin comer”.
El vagón especial para mujeres, según ha dicho el policía Abel Lorenzo cuando le permitió la entrada al reportero, “es para que a las señoritas no las molesten, y para que nadien las agredan”. Habla de los hombres, claro. Dice que “luego se pasan de cabrones, y les hacen cochinadas a las muchachas”. Quizá no se ha subido él a uno.
Porque en Hidalgo, el toque de apertura de las puertas es como el silbato para una carrera de hombro contra hombro, donde las mujeres se lanzan como fieras sobre los espacios ocupables, con sus bolsas como escudos y sus manos como lanzas.
Y entre empujones y empujones se miran retadoras fácilmente, frucen los labios como si estuvieran enojadas, hablan bajito pero consistentemente, se exigen espacio sin dulzura o tientos.
La presencia de cuando mucho siete niños apenas les reclama la mirada. Los olores de perfumes azucarados se revuelven. Ninguna lee el periódico del martes. Algunas llevan libros, revistas TV Notas, algo sobre “superación”, y los horóscopos. Irán ahí unas 15 que viajan maquillándose, tal vez otras 20 que van pensativas. No le ceden el asiento a nadie, ni se piden permiso cuando pasan.
El recorrido llega al Centro Médico, y a la entrada de los hombres, pareciera que las mujeres se aferraran a sus bolsos, al contenido de sus revistas, a la cavilación de sus asuntos. Cruzan las piernas, las que pueden, y como si fuera cosa de la magia, parece que otra vez se vuelven frágiles y delicadas, femeninas.
Publicado en el diario EL CENTRO
La humanización de los perros
PLAZA MAYOR No. 15
En la Plaza Mayor un fenómeno avanza y se diversifica: los perros, esos mamíferos compañeros de la raza humana desde tiempos ancestrales, van dejando de denominarse “los mejores amigos” del hombre, para convertirse en sus hijos.
Raúl Morales, instructor canino en el Parque México desde hace más de siete años, lo confirma, sin saberlo, nomás con una frase, “antes se llamaban El Pelos, Cachacuáz o Bombita, y ahora les ponen Gina, Frida, Max, Charly”.
Su trabajo, el de Raúl, es casi hacerlos parecer unos niños: que obedezcan las señales de tránsito, que saluden dando la mano, que no ladren cuando los mayores estén hablando, que avisen cuando quieren “ir al baño”, que no lloren en la noche, que no rompan los muebles, que no derramen la comida, que no ensucien la casa, que se paren en dos patas. Casi casi sean antropomorfos.
“El trabajo de obediencia básica es el más demandado”, dice el especialista, “les enseñamos a comportarse en distintas problemáticas y a obedecer las órdenes, a permanecer sentados y a no distraerse cuando se requiere su atención”.
Su glosario de “clases caninas” contiene “Adiestramiento Profesional”, “Obediencia Avanzada” y además un curso para “Problemas de conducta”, en el que se trabajan inconvenientes como los ladridos nocturnos recurrentes, las formas de combatir el “estrés canino” y tanto la convivencia cotidiana con los humanos como la participación en competencias.
Y cuando “Max” siente el jalón de la correa, o cuando Raúl le dice “anda”, se apresta a dar la vuelta por el Parque México, levanta la mano a un silbido, se sienta como estatua en su mismo sitio, cierra el hocico, mira fijamente a su maestro y no mueve la cabeza para nada, ni cuando pasa un gato, ni cuanto salta un pájaro.
Pero hay opciones más sofisticadas. La Unidad de Crianza, Adiestramiento y Protección (UCAPSA), con más de 30 años de antigüedad, es prácticamente la Universidad del Perro. Y así se ostenta.
En la escuela, ubicada en la carretera a Cuernavaca, hay todo un complejo deportivo, veterinario y educativo para los perros: desde “Kinder Can”, pasando por Estimulación Temprana de sus instintos, hasta cursos de por lo menos cinco niveles para la obediencia, con técnicas “psico-pedagógicas” aplicadas a cada espécimen en particular.
“Dependiendo de qué clase de perro se trata, cuál es su problemática y lo que usted desea de él, tenemos distintos tipos de cursos, básicos, intermedios y avanzados, a su disposición”, dicen telefónicamente en la oficina de información.
Un curso básico, por alrededor de 4 mil pesos, capacita al animal en “orden de entrar a trabajo, sentado automático, echado quieto y respuesta al llamado”. Otros tres adicionales, por 9 mil pesos más aproximadamente, dejan al perro hecho un tiro.
En el portal de Internet “Perros de México” se enlista, por ejemplo, la gama interminable de artículos para hacer del perro niño: cortaúñas, secadoras de pelo, peines, rompenudos, baberos, almohadas, platos especiales, limpiadores de ojos y oídos, shampúes para cada tipo de pelo, mesas para arreglo, collares, dulces, premios, accesorios.
Estéticas, dulcerías, gimnasios, guarderías, parques de diversiones, cementerios, hospitales y crematorios, lugares que se van multiplicando y volviendo más comunes, que junto con las boutiques y las sesiones de terapia psicológica para caninos se presentan como la vanguardia en la humanización del perro.
“La gente quiere a sus animales, y los trae aquí para que les enseñemos a convivir con ellos más adecuadamente”, dice Raúl, mientras entrena a seis perritos que ya casi en todo lo obedecen, permanecen sentados, quietecitos sin moverse, mientras platica de su oficio.
Son como niños, ahí echados en el adoquín de parque, mientras mueven la cola silenciosos. Se llaman Max, Frida, Roger o Toribio, y han dejado de ser el mejor amigo del hombre, para ocupar un espacio más cercano, más filial, más emotivo. Como el que puede ocupar un hijo predilecto en el corazón de toda su familia.
Publicado en el diario EL CENTRO
Entre las calles y el circo
PLAZA MAYOR No. 14
En la Plaza Mayor hay chavos que bailan el break-dance como quien respira, y de tanto bailar, de tanto mover el cuerpo y corazón electrizados por la música, hacen que sus destinos también den una vuelta.
Paulo César Luna, el “Santo”, lo dice con la mirada oculta tras los lentes negros, con el desparpajo de chavo de barrio que carga en el rostro: “en la calle, o en el circo, nosotros siempre tratamos de ser los mejores”. Por eso “Los Primos”, bailarines callejeros, han llegado hasta el Atayde.
Una tarde del año 2000, según cuenta Federico Serrano, el jefe de Prensa del Circo Atayde Hermanos, los vieron bailar en la plancha del Zócalo. Estaban rodeados de gente, les aventaban monedas, los miraban hipnotizados, los seguían con los ojos mientras giraban sobre el eje de sus cabezas o se contorsionaban como si fueran pedazos de papel pero en color moreno.
Los hermanos Atayde, herederos del circo centenario, los vieron después en una audición a la que ellos mismos los convocaron, por intermediación de Serrano, y decidieron contratarlos como una novedad.
De ejecutores del breakdance en las plazas, bailarines de crucero casi casi, salidos de la Magdalena Mixhuca, de Tacubaya, de Chabacano, los chavos se han ido acoplando en un ensamble vertiginoso de acrobacias, hip hop, capoeira, jazz, algo de salsa, break y hasta algún mimo: cuatro años después, “Los Primos” son el acto principal de las funciones de verano en el Atayde, la parte final del espectáculo, en la temporada grande.
“Es cuestión de disciplina”, dice Paulo, rodeado del hasta natural caos juvenil de ropa, zapatos, discos, revistas, botellas, bolsas de alimento chatarra regados por todas partes del cámper que les asignaron. “Es cuestión de respetarnos, nos adaptamos”, cuenta, “tratamos de no perder el piso, y de tener la camiseta puesta”.
Por eso, sentados en el camper que les sirve de camerino, Guadalupe Miguel, Luis Alberto Martínez, Aldo y David Bravo, Antonio Corona, Pedro Muñoz y Hugo Retana, o mejor escrito “La Morena”, “El Chango”, “El Borrego”, “Harry”, “Rasta” y “Santo”, confirman las bondades hacer lo que les gusta, pero bien hecho.
“Mi mamá me decía que me pusiera a hacer algo de provecho”, dice Guadalupe, la única mujer entre “Los Primos”. “Ahora”, tercia el “Santo”, “están orgullosos de que estamos haciendo lo que nos gusta”.
Y la calle, que de suyo es dura, perra para ganar la vida y la comida, ya no les espanta ni les significa un reto mayúsculo. “Aquí y en la calle la gente no está viendo, y tienes que dar lo mejor que tienes para que te sigan viendo”, dicen. Se hicieron en la calle. Ninguno es bailarín profesional.
Pero a partir del Atayde la vida sí es distinta. “Estar aquí te da prestigio. Y tienes que trabajar más”, cuenta el “Santo”. Hugo, menos entusiasta a la hora de la entrevista, recostado en el suelo del vehículo, como con hueva, se encarga de trabajar en las coreografías, “estudié jazz”, dice, algunos bailes, y desde la fundación del grupo, más de ocho años atrás, ha estado siempre pendiente de las novedades.
“Esto nos ayuda a cotizarnos, ahora nos ofrecen cosas, pero nos quieren pagar menos que aquí, y entonces no aceptamos”, dicen, y cuentan que hasta le han abierto espectáculos a Belina, a Ninel Conde.
“Cuando bailas, hay una conexión con todo tu cuerpo”, dice Hugo. “Es hacer lo que te gusta”, dice Aldo. “Se siente padre”, dice la Morena. “Y gracias a los señores Atayde, ahora tenemos esta gran oportunidad”, dice el “Santo”, ya no nomás un bailarín de barriada.
Un rato antes, bajo la carpa en la avenida Tlalpan, cuando la función ha estado a punto de terminar, “Los Primos”, los ocho chavos del barrio, han saltado al escenario convertidos en estrellas.
Bajo los reflectores, bajo las luces azules y rojas del Atayde, cobijados en la parafernalia del circo más añejo de estas tierras, han podido hacer piruetas y figuras, gimnasia con ritmos y emociones varias, para darle la vuelta a sus cuerpos, y a sus propios destinos.
Publicado en el diario EL CENTRO.
El cine de los hombres solos
PLAZA MAYOR No. 13
En la Plaza Mayor hay un cruce de miradas que nace entre destellos, entre cortinas tendidas por las luces y las sombras de una muy olvidada sala de cine que pueblan solitarios. Y cuando convergen, cuando se topan esas miradas, se vuelven el preludio de un abrazo, de los roces silenciosos, de la lascivia pura.
Treinta pesos después, y sólo quince pasos adelante, el bullicio de un Eje Central plagado de ambulantes, de mercanchifles de grito y jaloneo, se convierte en insondable orquesta de gemidos, en parloteo de manos que se buscan, que se escarban, en el último reducto de cine pornográfico grandote, devenido gris leyenda de la “época de las cavernas”: el cine Teresa.
Manuel, el prostituto rubio de camisa blanca, pantalones blancos, tenis con sus franjas rojas, que se sienta en la escalinata cancelada del “Teresa” el siete de julio a las siete de la tarde, a la espera de algún cliente, de algún algo, cuenta que la venta de su cuerpo, en ese cine, ya casi le resulta un mero simulacro.
“Ya no cae mucho”, dice. “Ya no como antes”. Y eso que en la inmensa sala construida en 1924 no debe haber de menos los noventa hombres. Y eso que el boleto de la entrada marca el número 625 mil 969 de la Serie H. Y eso que desde las butacas azules más recónditas se escapa el cuchicheo de quien apura el goce.
¿Cuántas historias se ha tejido el Teresa en estos tiempos? Las que hayan sido, van muriéndose de a poco: el “cine de los hombres solos”, lo llamó hace unos años Alejandro Caballero, el maestro periodista. El cine “de piojito”, el cine “de las porno”, el de “las cachondas”, el que, con funciones dobles, hoy concede a sus visitas, cada tarde más escasas, la permanente oscuridad que necesitan, el beso en la entrepierna, la vehemente caricia solitaria, la “chaqueta”.
“Hace 10 años era otra cosa”, dice Manuel, todavía sentado en la escalera. Frente a él pasan de repente hombres maduros, mayoritariamente ancianos, alguno que otro joven, un travesti. Camina hacia los baños, donde la puerta de mujeres ha sido cancelada permanentemente, y desde la hilera de mingitorios se desata una jauría de miradas, dirigidas inalterablemente hacia su ingle.
“Esto ya no es como antes”, dice. Camina hacia la sala, y en la pantalla explota sin reservas un cuerpo de mujer humedecido, una cópula de años 80, algunas secreciones.
Dos hileras de hombres se amontonan en los pasillos laterales de la sala, y por entre las butacas rechinan toqueteos de manos y bocas afanosos, chasquidos de boca contra boca, de mano contra nuca. Las cabezas se reclinan, hasta casi desaparecer entre las piernas. Aumentan los mirones.
En una especie de ritual para ellos mismos, los hombres se pasean por la sala oscurecida, husmean entre butacas, se miran, se acarician, se buscan, se someten, se sientan o levantan según sus apetencias.
“Pero ya no es como antes”, insiste el prostituto. “Antes venía un cuate con su lamparita, para que no hicieran bola en los pasillos, y era bien divertido ver cómo corrían para que no les echaran la luz en la cara. Ahora ya ni eso”, dice.
A menos de 10 pasos, en la calle, una tienda de juguetes sexuales, con cabinas de video personales, se ha convertido en la más fiera competencia del antiguo cine.
Los carteles censurados de sus propias vitrinas, ya sin ir más lejos, bien podrían palidecer ante las portadas explícitas, con genitales expuestos y sexualidades inclasificables que muestran los miles de cartuchos de video que venden en los puestos ambulantes que tapan sus entradas. “Ya nomás es para hacer hambrita”, dice Manuel.
Desde la apertura legal de sitios para el encuentro sexual masculino, que se han multiplicado en pocos años por los cuatro puntos cardinales de la urbe, el Teresa es, más que cine porno, un cine de nostalgia.
¿De qué otra forma había de ser en una ciudad tan copada por teibol-dances, por sexo de Internet gratuito, por cuartos oscuros a destajo, noches de suínguers, chous de sexo en vivo y cientos de sex-chops de cualquier marca, convertidas, apenas en minutos, en tiendita de la esquina?
Publicada en el diario EL CENTRO
En las manos del "Chimuelo"
En la Plaza Mayor, el “Chimuelo” repega la panzota contra el vidrio del coche, alza la pistola llena de un menjurje de consistencia jabonosa, como que medio aplasta el cofre gris con la tremenda timba, y relajado, como quien sabe que de gritos no pasa, apacigua a la vociferante conductora que se la mienta: “No chille, reina, nomás es agüita”.
Parece que el “Chimuelo” huele los rojos del semáforo, parece que él mismo los cambia con la mirada. Ni siquiera es necesario que volteé para ver el aparato, porque en una fracción de segundo que haría palidecer hasta a Clint Eastwood, el gordo blande su herramienta, se encarama sobre el auto, rocía su parabrisas con el agua y se pone a trabajar acelerado con su goma negra.
- ¿Y cómo le haces pa’ elegir, entre tanto coche? – salta la pregunta en el receso.
“No, pus al que caiga, a veces al que anda papando moscas, o el que ni cuenta se dió. A ver, como tú, que me dijistes que no, pues a ti no, pero si no, pues a ti, y así”.
- Pero llegas echando el chorro, sin preguntar primero, cabrón.
“P’s muchos te dicen que no, pero luego ya que sí y pus te dan el peso”. Así funciona.
Porque en una ruta de cuatro esquinas, que van desde José María Olloqui, Búfalo, Huertas y Recreo, hasta el cruce de José María Rico, todo el sentido Oriente a Poniente de Río Churubusco es del “Chimuelo”. Es su zona de trabajo, es su “espacio para la papa”. Aunque a veces se quede en otras calles “para no hacer vicios”.
Y no le va tan mal, según él dice. ¿Cuántos vidrios puede limpiar en una jornada? El rojo en esas esquinas dura casi un minuto. De a coche por luz roja. De a 50 coches por hora, porque se echa sus descansos. De a 10 horas por jornada: sus 500 pesos diariamente.
“Pero no todos dan. Ora si que cómo uno sí, uno no”, dice. 250 pesos por un día, quizá hasta los 300. Menos la torta de milanesa con quesillo, menos la “coca láit” y los cigarros. Menos el entre con los polis que piden lo suyo.
Menos la cooperacha para la esquina de todos: unos 180 pesos diarios, que a la semana se hacen casi mil 80, que a la quincena se hacen dos mil 160, que al mes son casi 4 mil 500, porque descansa los domingos.
Y sin jefe, aunque las mentadas que lo suplen luego le harten. “La cosa es que no te saquen re’feo. Te gritan, como si les estuvieras echando una miada, o si les fueras a derretir sus pinches coches. Nomás que no se pasen de lanzas”.
Porque este “Chimuelo” sí que sabe divertirse. Moreno de mugre, labios medio gruesos, una especie de nuez entre los ojos, la ventanota que le dejaron los incisivos al momento de caerse, el abdomen expansivo, manos regordetas y grandotas, sombrero de paja para el sol, bien que sabe desquitarse del desplante.
Es cosa de observarlo: ante un “no” menos amable, va justo al automóvil que esté a un lado, chorrea con el agua de jabón el parabrisas, y en el momento de pasar la goma, adredoso como él sólo, le atina justamente al auto del
"grosero”, lo baña de espuma y mugre, le salpica cuanto puede, hasta saciarse. Y luego hasta sonríe, luciendo chimuelez.
O se acerca a los automóviles y les chorrea la sanguaza sin mirarlos, y cuando le dicen feo que no, que no y que no, repasa su gomita por el vidrio, lo ensucia cuanto puede, y luego se retira.
Es su forma personal de hacer justicia. Es el modo de buscarse su sustento.
“He sido obrero, de limpeza, lacra, de todo, pero estoy trabajando ¿Qué, no? Un peso nomás, y ya no estoy chingando ¿Qué, no?”.
Entonces parece que el “Chimuelo” huele una vez más la luz en el semáforo, parece que la cambia él mismo con los ojos. Agarra su propina por la charla, la mete a la bolsa cangurera que oculta bajo la panza, se para enfrente de una camioneta azul marino y lanza sus rocíos sin detenerse ante los gritos.
Ya ni es necesario escuchar lo que le dice al conductor que mienta madres, ni adivinar la expresión detrás del aspaviento. El "Chimuelo" parece que ya trae grabada entre los labios su frase de batalla, la opción que le ajustó para ganar dinero: “No se enoje, jefe, nomás es agüita”.
Publicado en el diario EL CENTRO
Mil y un modos para la transa
PLAZA MAYOR No. 11
En la Plaza Mayor hay que estar a las vivas, siempre a ojos pelones y orejas bien abiertas, porque la transa, el engaño con sus miles de caretas, acecha en cada esquina, en cada sitio que huela una cartera llena.
Y no hay más que bajarse de algún vagón del Metro. De la estación Merced, para más señas: entre traer en la cartera 900 pesos, antojo de una tele, y quedarse después sin un centavo, sin pantalla de Plasma y embaucado, no deben de mediar ni 10 minutos, según han de constatar Héctor Alcaraz y sus bolsillos.
Es ahí nomás, en la salida Anillo de Circunvalación de la estación del Metro. Justo en la puerta donde empieza el laberinto de puestos ambulantes, con sus molduras rebosadas de equipos modulares como naves espaciales, de televisiones de modelos varios: Akai, Mecky, Toshiba, Sony, Fuyikoi, Makendai.
Un joven gordo, quizá en los veintitantos, calva la cabeza y los ojos negros, cara redonda rodeada de barros, con camisa polo de rayas coloradas y pantalón de mezclilla, lanza sus anzuelos apenas a la primera mirada que Héctor posa entre las teles: “¿Qué buscas? Plasma de 42 pulgadas, Sony, mil 200 varos, te damos garantía”.
“Es una tele armada, por eso es tan barata”, dice el hombre cuando le preguntan. Suelta su retahíla de propuestas: “si te la llevas, te la dejo en 900 pesos, y te la traigo empacadita de la bodega en una caja. Aquí la probamos. Te la llevo hasta la puerta del metro, hasta el taxi, a tu coche, dónde me digas”.
Frente a él los monitores repiten la telenovela. Tras de él la avenida truena en claxonazos. Junto a él un hombre vigila la compra-venta. Alrededor de él todos los puestos repiten la estrategia.
La televisión funciona como pocas, no tiene ni un rayón en la moldura, los cables en perfecto estado, las marcas de las letras que no se ven hechizas. Por ningún lado se asoma la sombra de la transa: fayuca bien parida en las tierras de lo barato.
Una mujer, acaso setenta años, come en el lugar su sopa de estrellitas. Un niño juega entre los puestos. “Es un negocio familiar, todo es derecho”. La oferta tentadora se impone a las preguntas. “¿Y si la compro y me la roban en la esquina? ¿Y si le doy el dinero y ya no regresa? ¿Y si son robadas? ¿Y si se descompone luego, luego?”
“Desde el principio sabes que hay una transa”, dice Héctor, “pero no sabes por dónde te van a llegar. Te quieres poner atento para ver dónde va a estar el problema, pero no lo ves”. Fernando, su amigo, lo secunda: “por dos mil 100 pesos te dan el DVD portátil y la Sony nuevecita, y sabes que hay algo mal”. Pero no se ve por dónde.
A mayor interés del comprador, mayor entusiasmo de quien vende. Apenas los convence, les hace firmar en la supuesta nota, “todo es derecho”, pero se lleva el dinero a los bolsillos y suelta a sus murciélagos:
“En esta dirección, República del Salvador 131 (o 31, también dice) tienes que comprar el regulador que necesita la tele, te cuesta 7 mil 500 pesos. Si no lo compras, no funciona”. “Si quieres un regulador más barato, el gringo te sale en 5 mil 500”.
Las quejas de Héctor y Fernando no hacen mella. La trampa se ha cerrado. “Nosotros no hacemos devoluciones de dinero. Si no quieres llevarte la tele, te la cambiamos por cualquier otro producto”.
Pero la tele más barata no la dejan ahí en menos de 3 mil 500. El estéreo menos caro es vendido a sus dos mil 200. Ni un iPod, ni un videojuego, ni celular al menos, porque los que tiene el hombre obeso rebasan los mil 200 pesos en la oferta.
“Pues ya que me transaste, déjame el celular en 900 pesos”, dice Héctor enfadado. “No, mi chavo, no me sale, ponle 200, por lo menos”, lanza el gordo en su desfachatada Catafixia.
Héctor, al recordarlo, enrojece las mejillas, como que esboza una mueca resignada, y cuando parece que quiere soltar el más sonoro insulto que conoce, apenas echa una frasecita recortada, un pellizco para sí mismo por querer comprarse un Plasma Sony en 900 varos: “me chingaron. Pero al menos que no fue pistola en mano”.
Publicado en el diario EL CENTRO
Paraderos: la ruleta del atraco y la violencia
PLAZA MAYOR No. 10
En la Plaza Mayor los paraderos del Metro, retacados de ambulantes, guardan sigilosos la navaja bien afilada, la punta sobre el abdomen, el picahielo detrás de las espaldas con sus peculiares susurros a la oreja: “no grites, puto, saca todo lo que traigas, esto es un asalto”.
Jorge y Alejandro Rivera, que llevan años de comercio en los puestos ambulantes del Metro Tacuba, desde que su madre les heredara la consigna, saben que no pueden ni deben intervenir en los apañes, “los trácalas no se meten con nuestro negocio, ni madres que nos vamos a meter en el de’llos”.
Así funciona todo. Aunque dentro de las serpientes de puestos metálicos con lonas azules, o anaranjadas, negras o grises, que se enrollan desde las bocas de las estaciones del Metro hasta la fila de los peseros, se incuben crímenes y violencia, aunque sea más regular ver un asalto que un abrazo.
“A mi me atracaron aquí, en la mera salida, como a las 7, porque en la noche cierran las salidas A y B, y tienes que caminar todo esto, como si se pusieran de acuerdo los del metro y las ratas para hacerte caminar y sacarte lo que traigas”, cuenta Adrián Flores, del paradero del Metro Pantitlán.
“Se me pusieron dos tipos adelante, y luego otro me llegó por atrás, como que me agarró del hombro, y me dijo quedito que no gritara, que sacara lo que traía y que le diera mi mochila”. Ni siquiera corrieron con lo hurtado: “los polis ni en cuenta, y los de los peseros haciéndose güeyes, bien que vieron, ni me cobraron el pasaje”.
“Todo mundo las conoce”, confiesa Alejandro, “pero no se meten con ellas, son la mafia aquí, mi chavo, y en parte lo que nosotros damos es para que no nos toquen, que no se metan con nuestros puestos. Lo que le pase a la gente ya es pedo de’llos”, dice del paradero de Tacuba.
Y es el mismo paisaje en todas partes. Accesos suspendidos por mecates y lonas amarradas incluso a los herrajes de las puertas de los Metros, luminarias rotas y montones de basura, cerros que forman cordilleras con olor a orines, a fruta descompuesta, a carne que se pudre en los costados de taquerías, juguerías, fritanguerías. Misceláneas ambulantes con perímetros de mierda celebrada por ejércitos de cucarachas y ratas del tamaño de conejos.
Pero es un gran negocio. El gobierno capitalino ni cifras exactas tiene del número de puestos ambulantes que desde hace por lo menos 15 años se apostaron, como plaga de necesidad y desempleo, en las salidas de Cuatro Caminos, Taxqueña, Observatorio, Tacubaya, Chapultepec, Pantitlán, El Rosario, Barranca del Muerto, Martín Carrera, Indios Verdes, La Raza, Ciudad Universitaria.
Sólo Pantitlán y Observatorio presentan una afluencia de pasajeros superior al millón y medio de personas, clientes potenciales, víctimas, que vienen o van con sus bolsos y carteras. Que no denuncian, que no protestan, que se la tragan porque, “como tengo que pasar por aquí todos los días, ni modo que denuncie, al rato sale peor, me pueden hacer algo peor, mejor así le dejo”.
En la Secretaría de Economía dicen que son alrededor de 5 mil, en la de Desarrollo Social ni dicen nada. Las estimaciones marcan que puede haber hasta 10 mil negocios de comercio informal de todo tipo en el conjunto de bocas del sistema de transporte subterráneo.
Las estimaciones, que son casi la única forma de acercarse a conocer la realidad de este problema, hablan de unas 40 microbandas de asaltantes, incluso violadores, que pueden operar en los distintos paraderos, principalmente los de mayor confluencia de pasajeros y conflictividad: Pantitlán, Cuatro Caminos, Observatorio, Indios Verdes, Martín Carrera y Taxqueña.
Son los paraderos del sistema de transporte. Esa ruleta diaria para miles de personas, la posibilidad latente de que un picahielo escondido entre la ropa, una punta bien afilada, una navaja detrás de las espaldas salte con su peculiar susurro hacia la oreja: “no grites, puto, saca todo lo que traigas”.
Publicado en el diario EL CENTRO
Poderosos solitarios en las redes
Poderosos solitarios en las redes
En la Plaza Mayor hay solitarios y amigueros, que con todo y sus apellidos de abolengo, de familia presidencial, de estrella de farándula, buscan algún romance, una amistad sincera, quizás un mero ligue fortuito de internauta.
Los que saben de esto, los que tienen la manía de bautizarlo todo, les llaman los “corazones solitarios” del tercer milenio: las páginas del hi5, la red impersonal donde convergen, en busca de otra gente, los miles de solitarios, pachangueros, huele juegas de todas latitudes.
Y se confunden, se trasmutan, con montones de comunes y mortales: su programa favorito es “Friends”, dice Emiliano, soltero, 31 años, nacido un 19 de febrero. Sus intereses van del “desarrollo humano, el arte y la cultura”, hasta la “música heavy metal, la clásica y la Opera”, no fumador.
“Aquel o aquella que tiene más alegría… gana”, dice convencido de su frase favorita, el treintañero hijo de ex presidente, quien se define a sí mismo como “blanco, caucásico”, políglota, y coloca cuatro fotos con su rostro de conquista, para definir en una frase lo que busca: “mirando lo que hay alrededor”.
Afín a películas como “Crash”, “Matriz” y “Pulp Fiction”, Emiliano coincide con algunos gustos de otra hija ex presidencial, de nombre Ana Cristina.
La mayor de los Fox De la Concha, 27 años cumplidos, ojos “marrón claro, avellana”, sexualmente orientada a la “derecha”, amiga de todos los que sean “antipejistas”, lectora de “Los Borgia”, amante de “El Padrino”, se define a sí misma como “alegre”.
Igual que Emiliano, “Tina” prefiere no fumar, beber sólo en reuniones, y su frase favorita es un poema: “la vida no es el momento que tomas para respirar, la vida son los momentos que te quitan la respiración”.
Sus programas favoritos, dice la “postgraduada”, son “Friends”, “Sex and the city” y “Lost”, mientras que sus filmes preferidos son “Bridget Jones”, “Perfume de Mujer” y “Casablanca”.
No niega sus manías, ni sus desafectos, porque se liga a un grupo que se denomina “Sonríe, no gané”, que tiene como imagen la caricatura del hombre a quien su padre intentó destruir desde Los Pinos.
Los amigos comunes de “Anacris” y de Emiliano, pasan por “Ernesto Zedillo Jr.”, “Rodrigo” y “Alex Gallego”, el hermano menor de Luis Miguel, 29 años, “algo social, no me gustan los conflictos”, con un “gran riñón para festejar”, y “ojos azules”, cuya frase favorita es un adagio: “no dejes para mañana lo que te puedas chupar hoy”.
Interesado en “movies, dances y tequila”, en los viajes, la disco, la música y “Eterosexual”, el muchacho busca “gente sin prejuicios, con motivaciones en la vida, alegre, 90, 60, 90 ¿por qué no?, de dientes ordenados y con buen aliento”.
Están en el hi5 en busca de otra gente, como está “La Chupitos”, y un “Andrés Manuel” que busca “muchos amigos”, y a quien le dejan mensajes como este: “hola peje. La verdad yo no voté por ti, pero tenemos que reconocer que eres un papii, guapísimo, and i luv ya”.
Están entre las redes y les dejan mensajitos: “hola guapa, qué churro que te encontré, gracias por agregarme”, o “Emi, doy testimonio y tributo de que eres un cuate super inteligente y con una capacidad de análisis impresionante. Felicidades doctor”.
Sus fotos, que hablan de viajes, de amigos y festejos, son la síntesis de una vida de poder y de abolengo.
Se confunden en hi5 con las vidas más comunes de millones de cualquieras que pueblan esas redes, anónimos o suplantados, disfrazados o encubiertos: con su nombre y con su rostro, en la democracia de internet que nos gobierna, también salen a la pesca de un amigo, un ligue, algún romance.♠
Publicado en el diario EL CENTRO
La mota en el patrimonio
PLAZA MAYOR No. 8
En la Plaza Mayor hay un júbilo que se celebra con chela y marihuana: la Ciudad Universitaria ya es patrimonio de la humanidad completa, y sus moradores menos ortodoxos, esa raza que ahora habla con espíritu de juerga, festejan con su churro entre los libros, con su caguama vestida de refresco de manzana.
“No cualquiera se pone pacheco en un patrimonio de la humanidad, K”, dice el Manolo, ávido lector de Proust y Baudelaire, recostado en los árboles detrás de Rectoría, su cabello güero en desaliño, su camiseta marca SPRGFLD, sus tenis desgastados a punto de basura, su barba de tres tardes, la mota entre los labios.
“A mi me da un chingo de orgullo, K, porque soy de aquí, porque la carne de uno es la universidad” y mientras lo dice, pausado, aletargado, el Manolo se echa dos fumadas más de ese cigarro gordo como dedo.
No han llegado a ser las cinco de la tarde. Manolo debió dejar las aulas quizás hacia la una. Entre los más de 180 pasos que separan a las “islas” del primer piso de la Facultad de Filosofía y Letras, y entre las 20 fumadas de su cigarro y la plática que sigue, el estudiante de Literatura se ha topado nada más con siete vendedores.
Hasta ellos siempre llegan buscando los chamacos. Da igual que sea Derecho, Medicina, Economía, o igual Filosofía, Arquitectura o Ingeniería. Desde las 11 de la mañana, hasta bien entradas las horas de la noche, en las inmediaciones de la Torre de Rectoría, en la Biblioteca Central, en la Facultad de Humanidades hay opción para el “conecte”.
Están en el campus. Están en todas partes. Ahí se confunden, con sus mochilas negras con verde, o negras con rojo, con sus petacas azules de rayas amarillas, con escudo de los Pumas, los emblemas de la UNAM. Se acercan sigilosos si les miran merodeando atarantados. Les saludan efusivos si acaso los conocen.
Los cuates del Manolo dicen que son los mismos que se reúnen en las tardes en los paraderos de Metro CU, por donde están los puestos, a organizar parrandas.
Que son ellos quienes van en parejas al Espacio Escultórico para abastecer urgencias de adoradores de vegetaciones y silencio. Que desde 20 varos tienen material del bueno, y que hasta más de 1000 pueden surtir, si acaso hay una fiesta o vienen vacaciones.
“La Universidad es un espacio libre”, dice convencido Manolo, de ojos rojos, y espulga a medio campus la hierba y sus “coquitos”. El árbol se mece atolondrado, la gente pasa sin que mire, el humo del carrujo se multiplica en decenas, en docenas de bocas que lo inhalan.
“Auxilio UNAM no se para por aquí a estas horas”, dice tranquilo. El aire ya huele a hierba que se quema. Cinco pisos más arriba, el rector Juan Ramón de la Fuente podría verlos a todos, si acaso se asomara.
“Desde las épocas del CHG, ellos se quedaron con el bisne, aquí es bien sabido que son ellos los del negocio”, dicen los amigos del Manolo de todos “los carnales”, “tienen a los ambulantes, a los manteros y a los de la mota”.
Son los que el año pasado organizaron la primera “Marcha por la Liberación de la Marihuana”, también en plenas “islas” del espacio universitario, el día 6 de mayo.
Los que, según reportes de la procuraduría capitalina, tienen controlado el tráfico de estupefacientes en todo el territorio, incluso en cada campus, ya que adentro
“la autoridad tiene poco margen de maniobra. Sólo se actúa a petición de parte”.
Son los que, según temen los chavos en las “islas”, ahora podrían vender más caro su producto, ante la posibilidad real de que los saquen, de que ahora sí de plano los combatan.
La UNESCO acaba de convertir Ciudad Universitaria en un monumento cultural, en una joya, y las reglas del comercio marcan que puede desatarse alguna carestía.
Lo sabe también Manolo, quien fuma su bachita atrás de rectoría: qué orgullo estar pacheco en un patrimonio cultural de todo el mundo.♠
Publicado en el diario EL CENTRO
El funeral de muchos (La muerte de Monitor)
PLAZA MAYOR No. 7
En la Plaza Mayor hay un funeral y hay un oprobio: en la era de los “gobiernos democráticos” una libertad ha sido asesinada, el eco de una voz ya no retumba, y las manos responsables, las torpes manos responsables, ya van marcando huellas palpables de sus actos.
Aurora, que anteayer llora temprano por la muerte de 13 años de su vida, para la noche sabe que algo no está claro. Gloria también lo sabe, y Jazmín, Aída, Juan Manuel, Rocío, Rosa Elena.
Un sindicato de nadie, alfil de gente poderosa que se esconde, ha decidido nomás con unos cuantos emplazar a huelga a 100 trabajadores de Radio Monitor, que nunca se enteraron, que nunca lo votaron.
Por eso se lo gritan al líder frente a frente. Por eso se amontonan en firmas de rechazo: la representación del Sindicato de Trabajadores de la Industria de Radio y Televisión, la tristemente recordada STIRT, maquina sin ellos el emplazamiento a huelga contra uno de los proyectos periodísticos más tradicionales que haya conocido la radiodifusión en estas décadas, sin el concurso de los trabajadores afectados.
Y la denuncia ni tarda en saltar a media tarde. “La representación sindical me informó que ustedes no querían dialogar con la empresa”, dice delante del líder sindical, Ricardo Acedo Samaniego, el periodista José Gutiérrez Vivó, en junta privada con su gente.
Y el líder sindical, que sabe que es mentira, que no atinará a explicar exactamente quién pidió la huelga, nomás se queda callado y como ausente, escucha los reclamos de tantos afectados y al fin tartamudea sin decir mucho.
Es el líder que cancela, por que así lo quiere, quizá unas tres reuniones entre los trabajadores y la empresa. Acedo Samaniego. Es el líder que cerca la posibilidad de acuerdos, en medio del embate de un bloqueo comercial que tiene tufo a totalitarismo.
Es el mismo que el viernes por la noche intenta realizar una asamblea a modo, y es bloqueado por voces aguerridas, enfadadas, de los reporteros.
“Esta junta la convocamos nosotros, y vamos a hablar nosotros”, le espetan al dirigente. Y él se pandea. Al final dan plazos hasta agosto.
¿Quién “de más arriba” ordenó entonces a la gente del STIRT el emplazamiento que significó la estocada final para Radio Monitor? Todos se esconden. Ricardo Acedo no acepta entrevistas. Gustavo Macías no responde su teléfono.
Y los trabajadores del Grupo Monitor, que desde la mañana del viernes reciben condolencias y respaldos, se afanan por salvar lo poco que les queda del naufragio.
Porque un hombre como José Gutiérrez Vivó, con su natural arrogancia, y su soberbia, se les apersona tan abatido, tan de una pieza, que con un breve “ya no tengo más capacidad económica para mantener Monitor. Monitor está muerto”, les hace cerrar filas nuevamente.
“La empresa recibe apenas 50 mil pesos mensuales en publicidad”, les dice el hombre, les blande papeles, les saca facturas, están en la lona, y Gutiérrez Vivó habla del principal noticiario matutino de estas tierras, del “antes y después” en materia de periodismo radiofónico.
Es el noticiario que, por tradición paterna, quesque por herencia de apellido, el Presidente Felipe Calderón dice seguir desde la infancia: “yo escucho este programa desde pequeño, mi padre me enseñó a escucharlo y es mi programa”, como lo cita el locutor en el día último.
Y está muerto. Nomás porque, denuncia su cabeza, a un pequeño poderoso, que además se esconde, le incomoda la conjunción de crítica y pluralidades.
Porque “me vienen a decir que usted es perredista”, porque no se ha “portado bien del todo”, porque se “equivocó de gallo en la contienda”.
Aunque su gente le entregue un “estamos con usted” muy solidario, en el fondo Gutiérrez Vivó sabe que muy poco puede hacer ante el embate: “buscaron la manera de desaparecer a Monitor, y encontraron quién les ayudara”.
Por eso es que hay un luto. Por eso es que un oprobio se cierne en estas tierras. El creador del concepto Monitor se atreve a cincelarlo en una frase: “llegará el tiempo en que el destino le cobre la cuenta a cada quien por lo que ha hecho”.
Publicado en el diario EL CENTRO